Con su ojo de venado, Hugo González lleva 35 años ininterrumpidos dando la hora en su puesto ambulante de la calle 17 con carrera 8°, centro de Bogotá. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo
Rondón Ch.
Con el ojo
de venado, que en su oficio de relojero es una extensión de su rostro, Hugo
tiene la costumbre de mirar a menudo hacia arriba: es que una vez se le cayó un
suicida encima y por poco lo mata.
Qué no ha
visto este hombre con sus ‘tres’ ojos en el andén de la calle 17 con carrera
8°, pleno centro de Bogotá, donde hace 35 años tiene afincado su tenderete de
relojero ambulante: enfrentamientos a plomo entre bandidos y policías,
persecuciones de raponeros que rompen el cronómetro de los 400 metros con
obstáculos, acaloradas disputas sentimentales, cualquier cantidad de
manifestaciones iracundas, y en su
propio pellejo, batidas a vendedores de calle, como las que le tocó padecer en
la administración del alcalde Enrique Peñalosa.
Y Hugo ahí.
Sembrado en la acera desgastada de ese concurrido sector capitalino, a
contracorriente de las inclemencias climáticas, los peligros y adversidades de
una de las ciudades más peligrosas de Latinoamérica, 35 de sus 70 años recién
cumplidos. Para ser más exactos: 1.067 meses, 12.810 días, 307.440 horas, 18.446.400
minutos, y los que faltan para que suenen las doce campanadas de 2015.
Justamente
por estos días de fin de año, el escaparate de José Humberto González -Hugo por
la unión de las dos primeras sílabas de su segundo nombre y su primer apellido,
así lo conocen-, vive atiborrado de personas que les llevan sus relojes para
que les cambie de pila, les haga los ajustes y reparaciones de rigor, y les
precise la hora, ni un segundo más, ni un segundo menos, al filo de la media noche
del 31 de diciembre, por esa neurosis colectiva de recibir con exactitud el
venidero.
Clientes de
muchos años, de varias generaciones, que él ha visto desfilar en todo este
tiempo, que por su honestidad, experiencia y porque les sale más cómodo
económicamente, les confían sus relojes, algunos finos, de marca, que él guarda
celoso en una tarro de galletas, por si se le acaba el día, para reparar por la
noche en casa.
Hugo ha cosechado en 35 años una clientela de varias generaciones. Foto: La Pluma & La Herida |
Esto podría
despertar la envidia y la rivalidad de los viejos relojeros de establecimientos
a lo largo de la calle 17, que por el cambio de una pila cobran entre $3.500 y
$5.000, mientras que Hugo hace la misma labor entre $2.500 y $3.000. Igual las
tarifas proporcionales de las reparaciones.
Pero ni por
esas: El colegaje lo trata con amabilidad y confianza, jamás ha habido con él
un síntoma de competencia insana o de reproche, así el bueno de Hugo no sepa qué
es pagar un día de arriendo por ejercer su trabajo, salvo el coste del
‘guardadero’, como antes llamaban a la bodega que prestaba esos servicios a los
ambulantes en la carrera 9° con calle 16, menos ahora, que le dejan guardar sus
corotos de relojería en un centro comercial cercano.
González
desconoce de la analogía del relojero formulada en 1802 por el filósofo y
teólogo británico William Paley, que plantea que el complejo mecanismo del
interior de un reloj es apenas comparable con el funcionamiento del cuerpo
humano y su relación con el universo, y que esa asombrosa confluencia en el
tiempo, el espacio y el infinito, no puede ser tomada al azar, sino que
sustenta un argumento teleológico inspirado en un diseñador inteligente, capaz
de crear un dispositivo maravillosamente preciso.
Distante de
esas sesudas fracciones metafísicas, lo de Hugo es dar con el daño o la falla de
sus engranajes dentados, de su solenoide o bobina, del espiral o de la minúscula
áncora, de las ruedas marcantes de horas, minutos y segundos, de las coronas
del calendario, y de esas diminutas piezas que sólo se pueden ver a través de
un ojo de venado (u ojo de relojero), y que él con pulso impecable agarra con
pinzas de cirujano, desde las épocas de los relojes de cuerda, de los
automáticos, que según él no fallaban un trazo por la calidad y la garantía de
sus fabricantes suizos; capítulo aparte de unos años para acá con la revolución
de los relojes chinos de pila electrónica y las imitaciones de los mismos que
despachan por millares a precio de huevo.
Nacido en
Carmen de Carupa, departamento de Cundinamarca, en el hogar de una familia de
agricultores con ocho hermanos, el itinerario existencial del relojero de
marras, como en su oficio, ha marcado una serie de artes y rebusques para ganar
el sostenimiento, desde que tiene uso de razón. Mucho antes de dedicarse de
lleno a la relojería se recibió en la adolescencia como auxiliar contable
egresado del Colegio Mayor de San Bartolomé, con estudios complementarios en el
SENA.
Con una credencial que le otorgó el diario El Tiempo, en 1969, cuando se desempeñaba como teatrero. Foto: La Pluma & La Herida |
Se empleó de
manera independiente en esas numerologías hasta que se dejó contagiar del virus
del teatro, en una época en que esta actividad estaba relegada a la bohemia, al
desamparo, a las utopías generacionales y a la resistencia de vivir por amor al
arte y ajustarse en lo posible el cinturón para no morir en el intento.
En esas
conquistas y disquisiciones de la dramaturgia y del histrionismo con grupo comunitarios,
presentaciones y correrías por barrios de Bogotá, invirtió varios años. De ahí
su remoquete ‘Hugo, el teatrero’, en una edad en que el cuerpo y el espíritu se
permiten licencias abstractas como las de vivir de ilusiones, cumplir a un solo
golpe diario con gaseosa y empanada, y ya entrada la noche, buscar abrigo en
cualquier posada de alquiler.
Por su
obsesión teatral dejó perder oportunidades que a largo plazo le hubieran podido
asegurar una pensión, o por lo menos un nicho estable dónde guarecerse, que no
fuera el tenderete de relojero a la intemperie, el de la calle 17 con carrera
8°, donde hace 35 años se gana el sustento.
Pero Hugo poco
se arrepiente de eso. Por el contrario, sostiene que el teatro le dio una
visión amplia y diferente de la vida, y le ayudó a construir un andamiaje
interior para conocerse a sí mismo e interpretar a los demás. De su cartapacio
de nostalgias exhibe orgulloso una credencial que le dio el periódico El
Tiempo, fechada del 28 de noviembre de 1969, por contribuir con sus
espectáculos teatrales a las brigadas de salud y recreación que respaldaba
dicho diario en la capital.
También
recortes de fotografía de sus actuaciones al aire libre, con la rúbrica de
legendarios reporteros ya fallecidos como Manuel H. y Benavides; programas y carteles descoloridos de
festivales de calle, uno que otro diploma de reconocimiento, papeles y más
papeles que sustentan su comparecencia fantástica como actor de asfalto.
Hugo, pródigo en anécdotas, como cuando en plena labor de relojería, le cayó encima un suicida de lo alto de un edificio. Foto: La Pluma & La Herida |
Cualquier
día, en el filo de los 30 años, y ya como protagonista de sus propias
desilusiones, pero más acosado por la gurbia, las deudas y las frecuentes
recriminaciones de su familia por llevar una vida aventurera y sin un norte
fijo, tomó la decisión de abandonar el teatro para asomarse con ojos perplejos
al escenario de la cruda realidad.
Buscó empleo
como contabilista, pero todas las solicitudes enviadas nunca obtuvieron
respuesta. Entonces se lamentó de haber rechazado en su momento ofertas como
las que les brindaron La Empresa de Acueducto de Bogotá y la programadora Punch
de televisión.
Agotado de
pasar hojas de vida en formato Minerva, se empleó en lo que fuera: obrero de la
construcción, ayudante en una fábrica de calzado, mensajero en una firma de
arquitectos, vendedor ambulante de ropa de cargazón en San Victorino, y en
últimas, comerciante de panela en sociedad con un pariente, negocio que se fue
a pique, para volver a quedar en ceros.
Por esa
época despuntaba el furor de la mercancía made in China y un familiar que
trabajaba en la Bolsa de Bogotá le extendió la mano con un plante para que
comprara y vendiera mercancía. Lo primero que hizo fue tramitar la licencia de
vendedor estacionario ante la oficina de Vigilancia y Control de la Secretaria
de Gobierno de Bogotá, hace muchos años fuera de circulación.
Vendía relojes
y bisutería, pero más que el comercio, que no fue su fuerte, le llamó la
atención la relojería, y la estudió en el SENA. De ese tiempo a la fecha está
instalado en el centro de Bogotá, con una clientela abonada a lo largo de siete
lustros, y la amistad y confianza acreditadas por los comerciantes del sector.
Un día común
y corriente, de las nueve de la mañana a las cinco de la tarde, que ha sido su
jornada habitual, puede usufructuar libres entre $40.000 y $50.000. Pero en
temporadas como las de fin de año, las ganancias son más prósperas: $70.000 y
hasta $100.000, utilidades por ventas de pilas, reparaciones, limpieza y
sincronización. Con esto ayuda al mantenimiento de la casa que comparte con dos
hermanos en el barrio Altamira, luego de un periplo sentimental desafortunado
que arrojó dos hijos, ya hechos y derechos.
Algunos de los trebejos de relojería, guardados en un tarro de galletas. Foto: La pluma & La Herida |
En esos 35
años, Hugo sólo ha sido robado una vez: Fue en 1993, cuando un ladronzuelo pasó
a la carrera y le rapó un reloj. Por salir en persecución del caco, Hugo no
atinó que el compinche de este tenía en la mira la caja donde él guardaba los
relojes que le dejaban para reparación. Tamaño problema para recuperar esa
mercancía que vulneró sus ahorros, aunque algunos clientes, más comprensibles,
pasaron por alto el imprevisto.
Otro día, ya
como anécdota, dejó colgado en un gancho del muro de la papelería ubicada al
frente de su puesto una bolsa con varios relojes. Ya era la hora de levantar
trastos y en ese momento llegó un amigo a invitarlo a tomar tinto. Recogió el
armatoste y lo llevó a que se lo guardaran, y se fue a tertuliar a una
cafetería con el compañero. Pasada más de una hora recordó que había dejado la
bolsa en el puntillón y salió como alma que lleva el diablo a recuperarla. Y
ahí estaba. Ya era de noche.
Hugo, con el
ojo de venado incrustado en la cuenca del izquierdo, alza la mirada al
firmamento celeste y despejado de estos días estivales de diciembre, y hace un
paneo por los altos de los edificios que circundan su espacio. Ese hábito le
quedó de diciembre de 1998, cuando estaba en plena labor y de repente, a media
tarde, sintió un fuerte golpe en su espalda que lo aplastó contra el suelo y le
desbarajustó el conocimiento.
Era un
suicida que se había lanzado desde un octavo piso. Gracias al relojero, el
insensato frustró su temerario intento, pero Hugo sufrió esguince del hombro
derecho y contusiones en clavícula, entre raspones y magulladuras en otras partes del cuerpo. Estuvo incapacitado por dos meses.
-No sé si
será buen o mal augurio, porque no a todo el mundo le cae un suicida encima-,
dice Hugo a manera de chascarrillo, mientras escarba en la caja de galletas,
remueve pinzas y bruselas, destornilladores milimétricos, llaves y cuchillas
para destapar tapas a presión; agujas, limas y mandriles, entre otros trebejos
propios del oficio.
Algo busca
en el interior de la caja el relojero, y debe ser muy pequeño…
-¿Qué se me
haría el ojo de venado?-, musita.
No repara
Hugo que lo tiene puesto.
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