Ricardo Rondón Ch.
Como suele suceder con ciertas imposturas, reales y parroquiales, la sonrisa
fingida de la Infanta Cristina a su ingreso a los tribunales; la sonrisa ídem
de Nicolás Maduro llamando a la paz y a la concordia con una marcha de
estudiantes de boina bolivariana, refrescos para párvulos y payasos; también sugiere patética la ‘sonrisa educada’ de algunos rectores y coordinadores de
curso a la hora de entregar los boletines de colegio.
-Lo siento, señor fulano de tal: el rendimiento de su hijo
es cada vez más deplorable. Es mejor que hable con él.
-Pero si es un buen chico…
El padre o la madre de turno, o queda a medio discurso, o peor
aún, sin palabras.
-El que sigue en la lista, por favor.
Pareciera que a estos maestros les encantara ufanarse con la
derrota o el infortunio de sus educandos: una suerte de morbo como el del
espectador noctámbulo que asiste a una exhibición de pole dance y que se
acaba las uñas a mordiscos esperando que después de una hora de espera, la bailarina en cuestión por fin se despoje de sus pantaletas.
Hay un desafío anunciado entre quienes educan y son educados,
y más en estos tiempos convulsos de ácratas
con la testosterona en su máximo torrente, cuando asistir al colegio se ha
convertido en lo más próximo a las mazmorras y salas de tortura de los tiempos
de la Inquisición.
De hecho, el cepo hoy es más lacerante. La regla amenazante de la época del ábaco ha sido reemplazada por cualquier
cantidad de presiones ideológicas y sociales. Era más llevadero el morado que
dejaba el reglazo en la palma de la mano, que la deserción, el matoneo y la
marea de suicidios desencadenada por la desesperación del estudiante de no
poder cumplir con los objetivos que le asigna el pensum académico, el tutor que
año tras año lo ha señalado y vilipendiado, el compañero del puesto de atrás
que se ensaña en maltratarlo o chantajearlo, o el ‘jíbaro’ del parque que lo vive acosando
para que introduzca droga en el plantel: la mano negra, implacable y latente
del microtráfico.
Nadie a la fecha, ni sociólogos, sicólogos, semiólogos o
neurolinguistas, menos educadores, ni por las curvas el Ministerio de Educación
Nacional, ha hecho una reflexión sobre el tiempo exagerado que tiene que gastar
un estudiante para graduarse de bachiller: más de diez años, si se tienen en
cuenta los sofisticados protocolos que
se han inventado -incluida la extensa lista de útiles inútiles y otras inutilidades-
sólo para ingresar a la primaria: neonatos en acción, pollitos en marcha, pre-párvulos,
párvulos, pre-kinder, kínder, monachos y matachos, etc., etc., en la antesala
de la educación primaria y secundaria.
Todo lo anterior, en aras de lograr un papel, un cartón, el
de bachiller. ¿Y qué es un bachiller? Traigo a colación la definición del
profesor Puerta, el mismo que me enseñó en bachillerato que historia es una sucesión
de sucesos sucedidos sucesivamente: “un bachiller es un océano de conocimientos
con un centímetro de profundidad”. En síntesis, apenas como para medio llenar
el crucigrama doble página de un periódico tabloide. Si acaso para ingresar a una
facultad de periodismo (porque el que le dio por esas fue porque no pasó en Ingeniería
civil, Matemáticas puras o Medicina).
O díganme, apreciados lectores, para qué sirve un bachiller
raso hoy en día, si en su hogar no alertaron desde el comienzo en ofrecerle una
educación alterna, independiente de la educación sentimental, que es la básica
de la buena crianza, de su interacción con la vida y el mundo, y de su
coherencia y respeto en las relaciones humanas.
En ese orden de ideas y de no haber sido por su talento y
esfuerzo personal, de qué diablos le sirvió la tabla periódica de elementos químicos a
Radamel Falcao, o la tabla de logaritmos a Shakira, o los teoremas de Pitágoras
a Juanes, y para no dar tanta madera, los sapos abiertos sobre un cuadro de triplex
que les exigieron en aulas al tal mentado Carlitos Vives y a su querida esposa
Claudia Elena Vargas, si en este caso, su eterna sonrisa de comercial y su ‘corazón
profundo’, hicieron el milagro.
Más de diez años para coronar una toga y un cartón de
bachiller, no nos digamos mentiras, respetable ministra, es un exabrupto. Y
será tan mala y desconfiable la educación en Colombia, que una vez logrado el
título, el estudiante se ve obligado a presentar las pruebas de rigor para
ingresar a la universidad, luego de haber cumplido con las del ICFES. Y en ese tinglado,
sobre todo en las universidades públicas, bien es conocido, muchos son los
llamados, pero pocos los escogidos.
Finlandia, país que ha ocupado varias veces el primer puesto
en materia de educación, el más próspero, pero no por eso el más feliz, es
modelo mundial en catálogo de enseñanza y aprendizaje al ciento por ciento, con
toda clase de garantías de empleo y post-capacitación, y por cuenta del Estado,
empezando porque la educación universitaria es gratuita, salvo en algunas
especializaciones.
A años luz está Colombia del modelo finlandés y de otros países
desarrollados como Alemania, Rusia y Australia. En Colombia, la educación
privada se ha convertido en un negocio super rentable para los propietarios de
establecimientos educativos a cuenta de sus proveedores y, para la educación
pública, en un problema sin salida que involucra por igual a profesores y
estudiantes.
Como sucede con el ya tedioso y agotado libreto de la misa
católica, no se ha visto una reforma al pensum académico nacional, una
reorientación al modelo de capacitación y modernización, más triste aun cuando las partidas gubernamentales son cada
vez mínimas o el presupuesto se desvía por los canales de la
burocracia, la 'mermelada' y la corrupción. Ahí está reflejado el fracaso de los formatos educativos convencionales, y a la vez el gran vacío de las autoridades al respecto.
O está en capacidad un maestro de controlar y suplir las
necesidades no sólo académicas sino personales de un grupo de cuarenta y más
alumnos, en un colegio que alberga a dos mil, a veces tres mil. No quiero imaginármelo.
No alcanzo a dimensionar el estrés que a diario tiene que enfrentar un
profesional del magisterio ante la adrenalina en su máxima efervescencia que
genera un salón atiborrado de estudiantes de población vulnerable.
Esto agregado a que el magisterio sigue siendo una de las
profesiones peor remuneradas del país. Ni se diga en la educación
superior. Lo he dicho en varias
ocasiones: el día en que el sueldo de un
profesor universitario sea equiparable o superior al de una presentadora de
farándula, ese día empezará a arreglarse el país, porque el gran problema de
Colombia, lo saben políticos, precandidatos, doblemente candidatos, eruditos e
intelectuales, es su educación precaria, su mala educación. Pero ante la debacle, Dios es grande y puso a funcionar el SENA.
Una oportuna reflexión para la titular de esta cartera que, como
la de la Infanta Cristina en apuros, goza de una sonrisa bien educada.
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