Radiografía de un periodista cesante, pero no campante: primero muerto que sin oficio |
Ricardo Rondón Ch.
Del Parque de los Periodistas, en otros tiempos escenario
habitual de reporteros, poetas, literatos e hidalgos reformadores de la República
–que intentaban con sus diatribas y peroratas cambiar el rumbo del país a punta
de tintos cargados y paquetes de Pielroja (el legendario 'rompepechos'), pervive
a duras penas y en estado lamentable por cierto, infestado de graffitis grotescos
y papelillos que anuncian salas de vídeos porno y matinés con chicas disfrazadas de
colegiales, el Templete al Libertador, del arquitecto italiano Pietro Cantini, construido
en el año de 1883.
Cantini, que murió en Suesca (Cundinamarca) el 22 de enero
de 1929, después de vivir 50 años en Colombia y de haber sido gestor y
realizador de imponentes obras declaradas como monumentos nacionales, algunas
de ellas, el Teatro Colón, el Hospital San José (para el que trabajó en forma
gratuita), el Colegio del Sagrado Corazón, el primer edificio de la Academia
Colombiana de la Lengua y el tristemente habitado Capitolio Nacional, no creo
que descanse en paz ante el abandono y el deplorable estado de la mayoría de
sus logros, que con sumo talento y dedicación participó a la nación.
El caso del Parque de los Periodistas –a propósito de la
celebración que nos atañe- es lamentable. En las desvencijadas bancas dormitan
la ‘traba’ a pierna suelta indigentes y vagabundos, y en la zona verde (si se
le puede llamar así), por el corredor que conduce a la estación Las Aguas de transmilenio y a
las más encopetadas universidades capitalinas, hordas de marihuaneros, de todas
las edades y estirpes se entregan a su ritual de fumarolas, que combinan, para
disipar ‘la seca’ (sed implacable, producto del cannabis) con botellas de ‘Chamberlain’,
coctel suicida que preparan con alcohol de
reverbero, Coca-Cola y Frutiño.
Caía la tarde el pasado viernes cuando llegué a estos predios, ávido
de oficio y remembranzas, cesante, pero no campante, para recuperar la memoria de aquellas
épocas en que nos reuníamos con el viejo Lubar, el artista chocoano que con permiso
expedido por la Alcaldía de la Candelaria dispuso del interior del templete como
depósito de sus pinturas y de las de nóveles creadores que frecuentaban ese
nicho en pos de una crítica o comentario a sus obras iniciáticas.
Lubar, en esos trámites, era condescendiente y filántropo,
como casi todos los chocoanos –menos los que han ejercido la política-. Los convocaba
tardes enteras a la tertulia, en medio de paneles de aluminio donde exhibía
frases célebres de sus escritores y pensadores de confianza, José Martí, Candelario Obeso, Nicolás Guillén,
entre otros de esa pléyade.
Otros ilustres que arrimaban por esos lares eran los tocayos
Germán Espinosa y Germán Pinzón. El primero, Cartagenero, autor de una de las
obras más relevantes de la literatura colombiana, La Tejedora de Coronas , y
autor de una prolífica obra periodística y ensayística. El segundo, de Cajicá, ‘reportero a morir’, como el título de su impecable
libro de reportajes (‘El zipa forero’ y ‘El caballo Triguero’, entre tantos), y
muy cercano a esa vecindad, el maestro Héctor Rojas Herazo con sus ‘Señales y
garabatos del habitante’, uno de los mejores manuales de retrato literario que conozca
y, que estoy seguro, jamás recomiendan en las facultades de periodismo que cada
año gradúan promociones al por mayor, donde los recién togados confunden a
Kapuscinski, con un shampoo; a John Lee Anderson, con un actor western; y a Gay
Talese, con un modisto.
Quien escribe estas líneas, armado de libreta de apuntes y
lapicero, tomaba atento notas de las frases y los dictados más luminosos de
esos conciliábulos, que ya bajo el velo de la noche remataban en una cafetería
sin nombre aledaña al edificio del Icfes, o al Café Automático, entre pocillos
de café cargado o copas de ajenjo, entre chascarrillos y anécdotas , referencias de
autores, cuitas y reminiscencias de este bello oficio de la escritura.
Eran los tiempos en que se tecleaba en la Olivetti o la
Remington, y el cierre de los diarios se producía no antes de las dos de la
madrugada. En las antípodas de las constelaciones se rumoraba de la llegada mesiánica
de un gigante llamado Google y de su legión de héroes cibernéticos, capaces de
resolverles las mínimas dificultades a los aprendices de redacción: la fórmula
del ‘copie y pegue’.
Se hacía un periodismo romántico y las secciones dominicales
de los grandes periódicos venían atiborradas de reportajes y crónicas de largo
aliento, y se le iba a uno el día entretenido con esas piezas de antología
firmadas por plumas acreditadas como la de Germán Castro Caicedo, Germán
Santamaría, el mismo Germán Pinzón (de quien no me canso de releer su novela, ‘Esta
vida y la otra’), Daniel Samper Pizano, Antonio Caballero, Juan José Hoyos, Juan
Gossaín, Heriberto Fiorillo, Javier Darío Restrepo, Iader Giraldo, Arturo
Alape, Germán Vargas Cantillo, Laura Retrespo, de una lista interminable de escritores
de papel periódico que cumplían con los cinco sentidos del periodista que habla
Ryszard Kapunscinski: ‘estar, ver, oír, compartir, pensar’.
Pues en el pasado quedó ese romanticismo del periodismo, esa
labor de orfebrería, ese cuidado con la palabra precisa en el caro tamiz del lenguaje.
Hoy, cualquier acontecimiento, por más vago o importante que sea, se reduce a
un ‘trino’ de no más de 140 caracteres. La gran crónica viene desapareciendo vertiginosa
de los diarios y sólo revistas como Soho
y El Malpensante procuran ambiciosas en su rescate; esto en cuanto a las
comerciales, sin descontar el esfuerzo enorme de los departamentos de Humanidades
y Letras de algunas facultades, como es el caso de Hojas Universitarias, empeño
desmedido de Isaías Peña Gutiérrez, creador del Taller de Escritores de la
Universidad Central, esponja abundante de conocimiento y práctica en el arduo
ejercicio narrativo.
No puedo estar en contra de la academia por el sólo hecho de
no haber pertenecido a ella, salvo los cursos y talleres que sobre escritura he
cumplido en diferentes épocas. De lo que sí estoy seguro, es que la mayoría de
facultades de comunicación, ceñidas al opulento negocio, descuidan el pensum,
la debida orientación de sus maestros, y lo más importante, la vocación y la
experiencia.
Y de la experiencia , hay que recalcar, se restringe en
la mayoría de medios. No se contrata un periodista mayor de 40 años, “porque ya
está caduco, viejo”. Menos sin título y sin un enorme cartapacio de documentos como
lo sustenta el modelo burocrático. En este aspecto quiero poner de presente mi
propio caso: después de 26 años ininterrumpidos de trabajo periodístico y literario,
se me niega la posibilidad de ejercer el oficio por mi condición de empírico.
Es más importante el papel, que muchos adquieren a buen precio en el mercado
negro, que el bagaje, la experiencia y el entusiasmo que siempre he profesado
por el periodismo.
De ahí que invito a los directores de medios (ojalá de
impresos), para que evalúen mis conocimientos y los homologuen en la práctica,
en el quehacer, en los cinco sentidos que sugiere Kapuscinski. Seguro que no
los voy a defraudar, y que menos voy a confundir a Kapuscinski, con un shampoo;
a John Lee Anderson, con un actor western; ni a Gay Talese, con un modisto.
¡Feliz día!
así,imagínate que los políticos de este país su eficiencia se midiera por su cartón tridimensional de una afamada universidad,tendrían que anularselos a todos
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