domingo, 27 de octubre de 2013

Una novia zombie en transmilenio

Cindy Castillo, una aventajada veterinaria bogotana, interpretó con versatilidad y realismo a la novia zombie en la esperpéntica noche del sábado

Ricardo Rondón Ch.

Creía haber escapado a hurtadillas de la curiosidad y que la capacidad de asombro, cada vez más saturada y borrosa, me enajenaba por consideración de otros episodios bizarros, lacerantes y sorprendentes, que un ciudadano común puede advertir cuando le hipoteca el alma al diablo al abordar un transmilenio.

Creía que lo había visto todo en el demencial itinerario, a mañana tarde y noche, hoy cuando se torna más deprimente utilizar este medio de transporte, infestado de miseria y mendicidad, de personajes escapados de sagas cinematográficas espeluznantes, como el pordiosero de luenga barba y enmarañada cabellera que hace unos días se subió en estación Jiménez apoyado en una deteriorada muleta y ya en pasillo, después de pronunciar un lamentable discurso de resucitado, se subió la mugrienta camisa para exhibir lo más parecido a un cuarto de hígado vacuno pegado con quien sabe qué pócima casera al estómago, aduciendo mientras señalaba el infundio, que se trataba de una horrible enfermedad progresiva, peor que la lepra, que le estaba consumiendo lo poco que en su raquítica apariencia le quedaba de hueso poroso y macilenta carne.

-¡Ay!, de por Dios, no muestre eso...-, replicó una señora que le estiró al mendicante un billete de dos mil pesos, al tiempo que hacía esfuerzos para controlar la náusea. A su lado, un hombre de rostro pedregoso y ojos alterados escupió en el suelo y restregó feroz sus miasmas con la suela del zapato: '¡Maldita sea!', musitó asqueado.

El émulo citadino de Frankestein avanzó entre la muchedumbre con la palma de la mano en cuchara en pos de las monedas y las almas caritativas, como en una procesión rodante, acudieron prestas a las rogativas del paisano, que a cada muletazo rumoraba frases ininteligibles y unos 'quejíos' de moribundo, al mentar de los gitanos.

Creía haberlo visto todo: turbas de nigromantes y culebreros sobre ruedas, adivinos y predicadores, mercachifles de todos los géneros y ramos, intérpretes de rap, filósofos de alcantarilla, mimos, brujas, prestidigitadores, profetas del anunciado acabose, barristas amenazantes, enmarihuanados; drogadíctos en recuperación, señoras con niños de brazos en franca arenga con fórmulas médicas plastificadas, y todo lo que a ustedes se les ocurra o se imaginen en este periplo enloquecido, nauseabundo y asfixiante de articulados, pero lo del sábado anterior fue la tapa: toparme 'face to face' con un zombie. Así como suena: con Z y B larga.

Esta era una zombie. Una novia zombie: menuda, robusta, calculo de unos 25 años, con los ojos sangrantes y un velo a merced de la brisa que se filtraba por la ventana. Detrás de ella otra suerte de zombies trataban de comunicarse en una jerigonza indescifrable por la juma que llevaban.

Era una legítima puesta en escena sin libreto de por medio ni director a bordo, pero con actores naturales: la novia zombie al borde del colapso, la pareja de borrachos, otros, en las mismas circunstancias, en un puesto más distante, que se mofaban de que a la pobre la hubiesen dejado plantada. Y ella, ahí, sentada, con la mirada extraviada, presa de ese paroxismo colectivo del que somos víctimas los ciudadanos; de esa exaltación extrema de la bajas pasiones, la baraja de presiones de diversa índole, la farsa y el ruido mediático.



No todos los días te encuentras como pasajero a un zombie y menos a una decepcionada y desconcertada novia zombie que ha sido ignorada por un galán profano. Aunque la cultura zombie, está visto, se robustece cada vez más en este país de ánimas desperdigadas como la corrupción, la mentira, el desplazamiento, el reguetón o la sangre inocente derramada en veredas y caminos por la metralla imparable del conflicto armado.      

Esta novia zombie que lloraba lágrimas de sangre en las vísceras de un precipitado transmilenio, se asemeja con su patetismo gótico a Colombia, a la Bogotá en su transcurrir caótico y desenfrenado, al dolor y la incertidumbre de sentirse traicionada por ese prometido, llámese candidato a la presidencia (Óscar Iván Zuluaga, versión actualizada del Voivoda Vlad Tepes y su engominado peinado draculiano, albacea de hacienda y latifundios), contratista corrupto, ex alcalde entre rejas o, en conjunto, esa jauría de rábulas siete suelas que dormitan entre flatulencias en los mullidos sillones del Congreso de la República, ahítos de viandas y manjares y de esa modorra nacional auspiciada por el propio Gobierno, que premia con estimulantes prebendas una desfachatez que sólo está autorizada por ley a quienes ofician como Padres de la Patria.

"La novia está enferma, la novia está rota, la novia sangra, la novia se muere", parafrasearía el poeta de barriada, con la única diferencia de que la que transita sin rumbo en las entrañas del vehículo resortado, hace mucho tiempo está muerta, como medio muertos estamos quienes por turno nos ha tocado ser sus espectadores en este delirante teatro en que se ha convertido el país, en esta tragicomedia sin fin entronizada por los altares de la ignominia, la farsa y la maldad, por ese "olvido que seremos" de Borges que inspiró el testimonio paterno de Héctor Abad, y al fin de cuentas, por esa ansiedad de vernos más muertos que vivos frente al espejo implacable de nuestros días, "sin remedio", como la novela de Antonio Caballero, a palos de ciego en una comarca donde un rey cíclope cree ver lo que apenas le conviene y en ese orden de ideas, para lo que hay que ver, sin creer, ¡qué carajos!, con un solo ojo basta.

Como la novia zombie de transmilenio, sólo Dios sabe, en su valle, hasta cuándo el pueblo en su orfandad y miseria, seguirá regando a su paso, lágrimas de sangre.
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