sábado, 19 de octubre de 2013

Mi experiencia en un bar de rockeros



Ricardo Rondón Ch.

A juro me convenció mi sobrino Sergio.

"Tío, es una experiencia bacanísima. Se la va a 'sollar' y le puede dar para un buen reportaje", me dijo. La propuesta era acompañar al mucharejo que recién cumplió 18 años a un bar de rock en pleno centro de Bogotá.

Confieso que sólo había pasado por el frente de estos establecimientos. Una vez me dejé tentar por uno de ellos: 'As-Fixia', creo que se llama, pero cuando asomé mis narizotas tuve que echar reversa inmediatamente porque no sólo me atropelló el pavoroso 'tsunami' de la estridencia sino el asfixiante vaho que se concentraba adentro. Me dije, así deben oler los mismísimos infiernos.

Esta vez me armé de valor y me dejé llevar de la mano de mi alucinado sobrino, estudiante de Antropología que a contracorriente de todos nuestros consejos insiste en llevar su repelente cresta engominada que lo hace ver como un indio navajo, y en brazos y muñecas, pulseras y tatuajes que ni el propio Nostradamus sería capaz de descifrar.

Hay que tener los nervios bien templados para asistir a un bar de rockeros. Por eso, antes de ingresar al local, cubierto de cortinas negras, me zampé, uno tras otro, dos carajillos con brandy. Mi sobrino me miraba y se reía:

 -Fresco, tío, que tampoco  se lo van a comer vivo.

A la entrada del bar me requisó un jovencito de una palidez cetrina y una delgadez rayana en la anemia, mechudo y ojeroso como un 'muerto viviente'. Si no hubiera estado en sano juicio a lo mejor lo hubiera confundido con una artesanía tallada en un enorme palo de cafeto con peluca incluida.

El sitio, en penumbra, estaba repleto. Al fondo, en el mostrador, apenas titilaba una luz mortecina. De las paredes colgaban cuadros y afiches que daban miedo. Entre tantos, pude reconocer el de Marilyn Manson, con ese ojo 'picho' que le da una apariencia macabra, y que por segundos me hizo recordar al jovenzuelo de la entrada.

Dos pantallas de televisión estratégicamente ubicadas disparaban videos con escenas apocalípticas.

Tienen estos rockeros postmodernos un código de interpretación de los diferentes ritmos y géneros: 'metal', 'heavy metal', 'acid metal', 'punk', 'hard punk', 'power hardcore', 'death metal' y 'gore metal' (según ellos, el más pesado); en fin, todo un catálogo para el que hay que hacer un cursillo previo.
  
En el interior, el ruido es similar a la estridencia que pueden producir las monumentales máquinas industriales de una moderna ensambladora de automóviles en una compañía japonesa.

Recomiendo, para quien se atreva a medírsele a una aventura de estas, visitar al día siguiente al otorrino de cabecera, si no al psicólogo de confianza. La furia de los decibeles puede dejar un tímpano reducido a una horrible nata cubierta de cera.

Nos sentamos. Los vecinos de mesa me infunden terror con sus miradas perplejas y endemoniadas. Uno de ellos, con un parecido físico al Malcom McDowel de 'La Naranja Mecánica' observa mi corbata y hace una broma en un dialecto ininteligible que a sus compinches les provoca una sonora carcajada.  Me acomplejo. Cómo no reparé en mi adminículo. Sólo se me ocurre ir a un antro de estos con vestido de paño y corbata. Pienso que es muy tarde para cambiar de opinión y despojarme de la prenda sería darle gusto al bribón que se ha burlado de mí.

El dependiente del establecimiento, un tipo de unos 30 años con el cabello en puntas y pintado de rojo, con una camiseta negra que dice 'Cannibal Corpse', saluda a mi sobrino con un fuerte apretón de manos. Le pregunta que si soy un amigo de él. Sergio contesta que soy su tío querido, el que más le ha comprendido y acolitado su extraña filosofía de vida.

El tipo del cabello pintado de rojo toma el pedido:

-Dos cervezas, ordeno yo.

-Tío, ¿y por qué no te tomas un 'molotov'?

-¿Qué es eso?, le pregunto.

 Un 'coctel' parecido al 'tres patadas' que incluye brandy, ginebra, vodka, tequila y ron. Y si quieres unas gotas energéticas.

Le digo que todavía no he pensado en suicidarme e insisto con la cerveza.

El dependiente me dice al oído que las primeras van por cuenta de la casa.

-Cuando entró creí que usted era un policía o un agente secreto. ¡Me entró pánico!, agrega el pelirrojo. Sí, no puedo negar que tengo rasgos de implacable detective chibchombiano. Qué le vamos a hacer.

Mi sobrino, de paso, le pide el último video de 'Rammstein', según él, el grupo alemán vanguardista del llamado movimiento 'ácid metal'.
  
Mientras nos acercan las espumosas cervezas servidas en sendos jarros multicolores -para acelerar la ebriedad-, hace su aparición un grupo de jovencitas con unas pintas estrafalarias y unos maquillajes dignos de una escenografía del averno. A estas horas del partido siento que en mi cabeza retumba una pelota de 'cricket' que va y viene, como en un juego de 'frontón' entre los dos hemisferios.
  
A fuerza de esos vapores calientes que nos arropan, vahos de cigarro y otras sustancias más fuertes, y hedores propios de la pubertad, no tengo otra alternativa que aflojarme al máximo el nudo de la corbata.  Mientras apuro del lúpulo concentrado del jarro, un grito como el de un hombre que acaba de ser estrangulado resquebraja en paro el frágil espejo de mi sensibilidad.

-¿Han matado a alguien?!-, le pregunto desconcertado a mi sobrino.

-No, tío, es Gerock, el líder de Rammstein. ¡Píllese la nota tan bacana en el video!

Lo que tengo antes mis ojos en pantalla es el capítulo más degradante de la condición humana que mortal alguno sea capaz de resistir. Los de Rammstein parecen haberse escapado del anexo siquiátrico de la más delirante y peligrosa de las prisiones europeas.

De repente, el tal Gerock, corre el seguro de su bragueta y extrae un falo descomunal, que no es el de verdad sino una prótesis de látex que sacude como una manguera de máquina de bombero. Lo que viene no es católico mentar (prefiero llevármelo hasta la tumba). Le digo a Sergio que no resisto más. Que me siento como uno más de ese manicomio. Que mi vida puede correr peligro. Pido la cuenta.

Sergio explota en una carcajada y me pone una mano en el hombro:

-Relajado, tío. Usted está muy nervioso. Tómese un 'molotov' y verá que le pasa. Ahora prepárese porque lo que viene es más poderoso: 'Mudvayne', lo más actualizado del 'power hardcore'.

No me imagino qué pueda suceder después pero yo ya estoy 'ad portas' de la náusea.

-Y cuál es la gracia de 'Mudvayne'-, le indago a mi ecléctico sobrino.

-Tío, antes de salir se sangran con cuchillas. El líder come alacranes vivos y cuando alcanzan el punto máximo de su esquizofrenia se mean sobre los fanáticos.

Tengo que hablar seriamente con mi hermana -me digo-. Mi sobrino corre peligro. O  más bien yo corro peligro con mi sobrino.

 A punto de darme el soponcio me quedan algunos rezongos para pedirle al del pelambre rojo que me socorra una soda con una aspirina.

Las 'muñequitas infernales' se han subido sobre una mesa y se sacuden y zapatean como si de repente las hubiera invadido el ébola o la fiebre negra, o como si una tarántula penetrara el delicado algodón de sus prendas íntimas.

Me doy cuenta que estoy sudando a chorros. No resisto el dolor de cabeza. Siento un extraño calambre en la pantorrilla izquierda. Veo borroso. Juro que me han echado algo en la bebida. De repente, me desconecto.
  
Al otro día observo a mi sobrino con cara de arrepentimiento poniéndome pañitos de agua tibia en la frente. Doy gracias a Dios por estar vivo de milagro. Tengo la lengua reseca y trato de repasar las aterradoras imágenes de la noche anterior. ¡Me estremezco!

-Tío, tú ya no estás para emociones fuertes. Quédate con tus tangos y tu música de iglesia-, sentencia el impúber, que me ha hecho conocer el verdadero infierno.



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