lunes, 21 de octubre de 2013

Ernestro Franco: El Mocho alegre de Barrio triste

Barrio Triste, en Medellín (Colombia), uno de los sectores más antiguos y populares de la capital antioqueña


Ricardo Rondón Ch.

El vapor trasnochado de la lluvia se confunde a esta hora, 11 a.m. de un martes de octubre, con el aroma caliente del café fresco de los ventorillos ambulantes, el de una sarta de sandías abiertas y pulposas como sexos, dispuestas en un carromato de balineras, y el olor penetrante a cuerina de los ‘carperos’ (fabricantes de carpas para camiones) que le han dado varias veces la vuelta al orbe con su eterno pedaleo en sus antiguas máquinas de coser.

Al fondo se observa la cúpula brillante de la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús: ese depositario de la fe, de donde sale a paso lerdo un sexteto de viejitas encorvadas, cubiertas con mantillas y camándula en mano, que han cumplido con su oratorio sagrado de plegarias y perdones por los pecados del mundo.

No es temprano para tomarse unos tragos, cuando sabes que estás en el estómago de Medellín, en las entrañas de Barrio Triste, en compañía de Ernesto de Jesús Franco Tapias, el popular ‘Mocho’ de este sector bravero, y que a tu mesa, bajo un cuadro tutelar de Gardel, llega presta a atenderte Nancy, ‘La Zarca’, una ‘barbie’ primaveral que avanza con pasitos de milonga y charol en mano.

-¿Qué van a tomar los caballeros?, pregunta la muñeca con fragancia de jazmines.

-Lo mismo de siempre, mamita, lo que le gusta a su varón-, responde ‘El Mocho’.

Ella, por intuición y costumbre, sabe que la ordenanza significa media botella de ron negro con soda, hielo y tajadas de limón.

-¡Y póngame el mío, mami!

El ‘mío’, del que habla el mocho feliz, es ‘Dos dedos’, un tango arrabalero de Carlos Acosta, con la orquesta de Juan D’Arienzo y la voz de Alberto Echagüe, el llamado ‘Rey del lunfardo’.  
Es un vinilo que conserva el ‘scratch’, como decían en su época los controles de radio, ese ‘jiz’ o rasguño de los discos antiguos, en este caso, de los elepés de tango, que rumian la nostalgia de los viejos bares, como éste, el de don Óscar, pabellón de urgencias de románticos, oprimidos y melancólicos, y con ‘enfermera’ a bordo: un sanatorio donde te curan las heridas con caña dulce de alambique.

Sobre la mesa, y con el codo, ‘El Mocho’ marca los tres tiempos del compás. Y al unísono rezongan voz y fuelle:

“Te apodaron el ‘dos dedos’ de purrete/ porque dicen los muchachos que al nacer/, de inmediato rechazastes (sic) el chupete/, con dos dedos te supiste entretener...”.

Primera estrofa en lunfardo de lo que ha sido para ‘El Mocho’ la banda sonora de su existencia. Con una habilidad de mago, agarra el vaso con los codos y se empuja el primer sorbo. Entonces carraspea, imposta la voz y le hace la segunda al ‘cabezón’ Echagüe, la versión gaucha de Rodolfo Valentino: 

“Mi consejo es no confiar en este coso/ que también puede afanar a tu mujer/, si es capaz de sacarle a un circo un oso/ y batirte que lo hace ‘sin querer’”.

-‘¡Dos dedos!’, repunta desde la barra don Oscar, bayetilla al hombro, amparado por la mirada luminosa de ‘La Zarca’, y el eco se alarga hasta las mesas de billar donde a esta hora maldicen el tas-tas un par de mecánicos.

Ernesto Franco Tapias
“(...) Sos el rey de los afanos/ si te cortaran las manos/ vos afanás con los pies/, ¡uy!, que clase.../ tenés pa’tirar la lanza/ si con dos dedos te alcanza/, ¿para qué querés los diez?”.

Ernesto de Jesús Franco Tapias invita a chocar los vasos para brindar por él: por todo lo que ha rodado, por todo lo duro y noble que le ha pasado, y por el tango que le señala que a él le faltan las manos y un pie.

Así, entre sorbos de ron y páginas sentidas de arrabal, comienza el hombre a parlar su historia. Un drama que comenzó en el albur de su niñez, triste y desamparada: obligado a abandonar la casa por la mala vida y el maltrato. A los diez años sufrió el primer descalabro cuando las ruedas de un tren le cercenaron las manos y el pie izquierdo: “no se siente nada, porque uno queda privado. Yo quedé con la mente en blanco”.

Fue como un renacer pero en la desdicha, a una edad prematura para enfrentar la adversidad, sin más calor humano que el de una madre, doña Emma Tapias, que ha sido prácticamente su bordón espiritual hasta la fecha, hasta sus 51 años recién cumplidos, con una juventud marginal en las cuevas inhóspitas de Guayaquil y Barrio Triste, doce años como habitante de la calle, metiendo vicio y alcohol hasta quedar sumergido en ese letargo que es el umbral de la muerte, entre putas y ladrones, oficiando de malandro, ‘campanero’, villano mocho de una película sin fin, arrancado de raíz del mapa de los vivos, “con un ‘canazo’ de tres meses por robo en la cárcel de Bellavista. Y santo remedio, ‘bacán’, no lo volví a hacer”.

Al ‘Mocho’ se le escurre una lágrima gorda contando las cuitas que desgrana su miocardio herido, pero por obra de los dioses y a manera de ‘flasback’, cambia el rictus y deja ver una diadema de dientes parejos y bien cuidados, como si nunca el pan duro y amargo del abandono hubiese hecho mella en ellos.

Es la risa sardónica del actor en su escena cruda. El que ha aprendido “a reír con llanto y a llorar a carcajadas”, como el gran Garrick. Y Franco Tapias es uno de ellos.

Por eso ‘Dos dedos’ es su tango; otro no podía ser. Y lo tararea y lo pide cuantas veces se le antoja. Y entre más rones: más tango, más risa, más llanto.

“Has nacido con el arte del ‘choreo’/ y tu record no pueden igualar/, porque pienso, que si esto no lo veo/, les diría que han querido exagerar...”.

Choro, granuja, canijo, ‘El Mocho’, que se ha batido a pundonor en los mares procelosos de la maldad y el vicio; mentor de antros infestados de bandidos, rufianes y meretrices, cuenta, como en los tangos, cómo del infierno lo rescató una mujer.

“A mí que no me vengan con cuentos. Uno nace con el ‘chif’ programado hasta la muerte. O cara o sello, papá. No hay de otra. Yo creí que me iba a hundir para siempre en el fango hasta cuando apareció una niñita que ha sido para mí como el Ángel de la Guarda”.

‘El Mocho’ se refiere, en los años quinceañeros, a una “mocosita regordeta”, hija de una señora donde a él a veces le daban de comer y le tiraban una frazada para pasar la noche: Laura Amaya Muñoz, “que todavía no estaba en edad de merecer, pero que esperé con paciencia hasta que despuntó vellito”, dice carcajeándose a todo volumen.

“Por ella me volví decente, hombre de bien, con ella tengo dos hijos grandes, orgullo nuestro, en veintitrés años de convivencia. Laurita me limpió todo el lodo que durante tanto tiempo yo llevé pegado a la piel: el de la drogadicción y la indigencia”.

Sano en las carnes y el espíritu, Ernesto de Jesús, con sus limitaciones, es un ejemplo de vida y de superación. Animado por el amor, “que es el más poderoso de todos los motores”, cursó bachillerato nocturno y estudios de dibujo técnico; también aprendió el arte de la marquetería, “y algo de mecánica, porque me gustan mucho los carros. Cómo será que me he soñado montado en un Maserati descapotado con mi mujer, por las calles de ‘Medallo’”.

Hasta actor ha sido, porque es uno de los pupilos de ‘Papá Giovanny’, amo y señor de la ‘parcería’ de Barrio Triste y de Guayaquil, y por él salió en pantalla en ‘La Vendedora de Rosas’ y en ‘Sumas y Restas’, de Víctor Gaviria, y más reciente, ‘En coma’, de Juan David Restrepo.

No se duele de nada ni de nadie, no acuña rencores por la vida, nunca ha bajado la guardia, “ni la bajaré”, dice, estirando la prótesis anclada al muñón izquierdo que hace tres años le regaló una corporación benéfica de India.

Y se toma sus rones. Y se rebusca. Y adora su mujer con quien comparte cobijas en una casita modesta de Robledo, Miramar, en la 80 con 80.

Pero su centro de operaciones es el ombligo de Barrio Triste. Allí se rebusca todos los días hasta que la tarde muere. Y es el querido por todas y todos, empezando por Nancy ‘La Zarca’, por don Oscar, por los carperos que no paran de pedalear en las Singer, por el gremio de repuesteros y mecánicos; por los jugadores de dominó, cartas, billar y ajedrez; por ‘El Ojón’, compinche, filósofo y letrista del tango, y todos los de la comarca.

Al borde de la última copa y en ‘El último tango’, Ernesto de Jesús Franco Tapias, ‘El Mocho’ de Barrio Triste, vuelve a pedir ‘Dos dedos’ y ‘La Zarca’ lo complace.

-¿Nos tomamos media más?-, insiste.

Es la hora en que los carperos se levantan de sus máquinas a buscar almuerzo. Al otro extremo del bar, en los billares, vuelve a sonar un tas-tas.



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