Ricardo Rondón
Chamorro
Han pasado 45 años de El
policía Torres, el primer libro de cuarenta páginas que Andrés Ospina escribió,
ilustró y encuadernó cuando apenas tenía 4 años; hazaña precoz que marcó la
senda de su obsesión por escudriñar y descubrir en
el fascinante universo del lenguaje; en un viaje imparable por la conquista de
la palabra como elemento orgánico y mutante, en su maratónico desafío de contar
historias.
Varios factores incidieron
en que Ospina -que vio la luz en la Clínica del Country-, desde la primera
infancia haya elegido la escritura como su razón de ser, y oficio de por vida:
la amorosa complicidad de don Héctor Ospina Arias, su abuelo materno, fino
hidalgo greco-caldense; doña Beatriz Ospina, su señora madre, aficionada a los
crucigramas; y la soledad del niño prometedor que, contrario a los de su edad,
disfrutó de puertas para adentro de los libros, el piano, la guitarra, la
exaltación del rock, y sus extraordinarios malabares con las palabras.
Escritor, cronista, editor,
compilador, Ospina, El Grafómano, como es su santo y seña en redes sociales, da
cuenta de una estimulante obra en Periodismo y en Literatura. En crónica, se ha
movido en radio, prensa y televisión. También ha sido articulista: memorables
sus columnas en Publimetro, fieles retratos de la Bogotá que recorre a diario,
grabadora en mano, en su empeño febril de descubrir lugares y desentrañar
personajes.
En el terreno literario,
Ospina ha escrito cuentos para niños y jóvenes. Sus dos novelas, Ximénez y
Chapinero, testimonian el arraigo citadino del autor por el mítico cronista
judicial José Joaquín Jiménez, intimidante notario de la criminalidad en los bajos
fondos de la urbe; y, en Chapinero, un homenaje al zapatero español Antón Hero
Cepeda, fabricante de unos suecos de madera, a los que llamó chapines, quien
tuvo la fortuna de casarse con la hija del cacique de Usaquén, y heredar los
vastos dominios que mucho tiempo después fueron nombrados con las primeras
partículas de su oficio y de su primer apellido: Chapin-Hero.
Quizás por modestia o
timidez, Andrés Ospina se rehúsa a aceptar el término de lexicógrafo, que es
aquel estudioso que cumple con la función de recopilar, contextualizar y
organizar las palabras que componen un diccionario. Dicha labor la asume desde
los albores de 2000, cuando se lanzó a la quijotada de crear bogotálogo (tal cual, en minúscula, como su autor lo tituló):
usos, desusos y abusos del español hablado en Bogotá,
ambicioso proyecto que renombradas editoriales desatendieron sin darle, por lo
menos, un vistazo al contenido que les presentaba un animoso treinteañero, aún
con rostro de adolescente.
Gracias a una convocatoria del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural (IDPC), de la que Ospina resultó favorecido, recibió la buena nueva de su publicación, primera edición del bogotálogo en 2012. La presentación sencilla y a dos tintas produjo bulla en los medios, y en los iniciados lectores, quienes se identificaron con la forma cruda y criolla de comunicarse en la cotidianidad bogotana: el parche esquinero, el parque de barrio, las canchas de tejo y de fútbol, la panadería, la carnicería, la tienda, la cantina, la peluquería, el taller de mecánica, el vecindario puro y llano, la calle como espectáculo del mundo.
El bogotálogo naciente tomó
vuelo, y en ese viaje sucedieron una primera reimpresión en 2013, una segunda
edición en 2016, una tercera edición en 2021, y la que nos acontece en 2025, el
libro gordo del bogotálogo, de colección; un trabajo artesanal, minucioso y
cositero en su quehacer editorial y de curaduría -desde el comienzo a cargo de Ximena
Bernal y su equipo del IDPC-, enfocado a la vida de barrio y al recordado álbum
fotográfico que, en tiempos de nuestros antepasados, era el portafolio
sentimental del entorno familiar.
Ver para creer la bella
foto de cubierta del nuevo bogotálogo, que ilustra unos párvulos dispuestos a
despegar en una competencia de triciclos, con una casa de barrio popular, un
taxi negro y un Renault 4 como telón de fondo; o los hermanitos que juagan la
ropa en un lavadero de cemento; y qué decir del tranvía vuelto chicuca en un
taller de ensamblaje y reparación; la advertencia de 'hoy no fío, mañana si',
de doña Elsa Castillo en su puesto de 50 años de la centenaria Plaza de Mercado
de Las Cruces; o las fotos en miniatura del Septimazo que nos permitía ver un
microscopio de pasta, pintoresco recurso de los legendarios fotógrafos de
calle.
"Aquí se habla
bogotanés", es la premisa del académico Daniel Samper Pizano en el prólogo
de la edición 2025 del bogotálogo: un bogotanés despojado de reverencia y
solemnidad, un bogotanés 'tome pa' que lleve", como el mecato y el salchichón
de tienda colgado de una puntilla, porque "tengo un filo que, si me
agachó, me corto''.
"Toda Bogotá cabe en
el bogotálogo", cita Andrés Ospina en su explicación no pedida, y
enhorabuena que llegó para quedarse, porque es un órgano vivo que rota, muda y
se configura al ritmo vertiginoso de una ciudad babélica, caótica y delirante en
su diversidad, donde las lenguas de Bogotá, Colombia, América y el mundo
crepitan por doquier. Del curso de esa carreta insaciable, Andrés Ospina, que
tira de ella como un Atlas, nos estará siempre actualizando.
En esta nueva edición, el bogotálogo
viene con dos juegos de cartas: el bogorama y el bogoráculo, cada uno con su
respectivo mazo. El primero, para comparar y reconocer el paso del tiempo en un
lugar particular de la ciudad. El segundo, un oráculo de símbolos y palabras,
inspirados en las fuerzas de la naturaleza y los pueblos ancestrales que
poblaron la altiplanicie de Bochica y Bachué. Vainas lúdicas, esotéricas y lingüísticas
de Ospina, inagotable botador de corriente, en sus noches creativas y productivas
de insomne crónico.














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