viernes, 12 de agosto de 2022

Audiófilos Latin Concept, el extraordinario y fascinante sonido de la salsa en Bogotá

 



Hernando Gómez, reconocido empresario, melómano, coleccionista y difusor, pone un punto alto en la cultura sonora de la música latina, en la capital de la República 

 Ricardo Rondón Chamorro 

(Fotos: La Pluma & La Herida)

Hernando Gómez García contaba apenas doce años cuando descubrió el hechizo del bugalú, por su padre, quien le encomendaba recoger a sus hermanas mayores a las 5:30 de la tarde en las coca-colas bailables que se celebraban los sábados en el salón comunal del barrio Gustavo Restrepo.

En esos jolgorios de adolescentes aturdidos por los subidones incontrolables de testosterona, Hernando dice que sintió por primera vez recorrer por sus vértebras el corrientazo febril de los barridos al piano de Richie Ray, y en el vozarrón de Bobby Cruz, pegajosas letras que aprendía más rápido que las lecciones de lenguaje y geografía que exigían de memoria en el colegio.

Perplejo ante la carátula del álbum Jalajala y boggaloo, donde aparece la imagen de un jovencísimo Ricardo Ray con traje de ilusionista y los brazos abiertos, el protagonista de esta historia advirtió que la magia salsera superaba los trucos de palomas y conejos de los nigromantes de turno. Tiempo después lo comprobaría cuando se graduó de bailarín de salsa en las discotecas del Quiroga, el Restrepo y Ciudad Berna: la Hollywood, el Club los dragones y Sol de medianoche, a orillas del río Fucha.

Con ese contagioso ritmo corrían en Bogotá los años 70, y en la radio el locutor barranquillero Miguel Granados Arjona, el recordado ‘Viejo Mike’, empezaba a cautivar audiencias con ‘El show de la jirafa roja’, ‘El rincón costeño’ y ‘Una hora con la Sonora’.

Por sus flirteos con la salsa y por el rebusque como comerciante en ciernes en la vía pública, Hernando confiesa, sin sonrojarse, que no terminó el bachillerato, pese a las rabietas de su padre, convencido de haber llegado a este mundo con el chip del negociante, que fue afinando en sus frecuentes recorridos por las plazas más concurridas del centro bogotano: San Victorino, Los Mártires y la plaza España.

La escuela de la calle



En San Victorino, argumenta, le parecía increíble ver los malabares circenses de los vendedores de loza cuando lanzaban al aire platos, pocillos y soperas, mientras con un micrófono pegado al pecho con esparadrapo bombardeaban pregones estrafalarios para convocar público y "meterles por los ojos" que esas vajillas eran las mejores del mundo, duraderas y además baratas. Al final, la gente seducida, terminaba comprando.

En la plaza España y en Los Mártires, Hernando refiere que hizo el curso de culebrero con los más avezados pitonisos de cascabel al hombro y calavera fumadora, el atado de tabaco crudo para las limpias y los rezos, la cabeza peluda de la muñeca negra de vudú, y la baraja de los gitanos. En el hilo de su relato y con risa burlona, expone un tramo de la jerigonza tramadora en el redondel de curiosos y desocupados:

Guasaca, chunga, apuchanga, gualanday, berraquín, laparanta, tanquín, chiquirina, piruchín... el don, sí usted, caballero, el del sombrero alón que me ve con ojos amarillos de anemia, lombrices o hígado graso, aquí le tengo el pelo del chocolo para la baba espesa y amarga con la que se despierta por la mañana, no se me asusté, le tengo la cura, la pura... Venga, secretario, póngame la venda que le voy a adivinar el futuro, ¡Quieta Margarita!, no se me arisque que estamos en Bogotá, bacatá, puchuranga, malunga, chilanga... Hábleme al revés que yo le traduzco a la vez...



Hernando Gómez no ejerció cómo culebrero, pero a la hora de vacilar, su lengua chisporrotea dichos, caprichos y fonemas de los encantadores de serpientes para enredar incautos, que aún merodean en espacios públicos. Con esa escuela callejera de la ciencia del bien y del mal que no se aprende en las 100 lecciones de historia sagrada, Gómez se estrenó como vendedor ambulante de joyería de pajarera en caballete de cuatro tubos, cuando todavía no había cumplido la mayoría de edad. Despegó bien con el rebusque y su entusiasmo creció porque su ilusión era negociar con música. Salsa, su preferida.

San Victorino y las casetas de la 19

Corría la década del 70 y en los puestos de Galerías Nariño pululaba la mercancía y el calzado de cargazón, igual que maletas, loza, electrodomésticos, y la raterada sin agüero a cualquier hora del día. En los alrededores de la plaza de San Victorino, el comercio del disco era el más pujante, no solo para diciembre sino en cualquier época del año. 

Curtido en la venta callejera, Hernando se relacionó con los duros de la música en dicho sector: Mario Troches, Juan Acevedo (el popular 'Tolima'); los hermanos Miguel y Rosemberg Ballén, Ramiro Tobón (Ramito musical); Alessio Espitia, y Tito Ávila, con sus sellos Trébol y Herradura, visionario y aventajado comerciante del disco, guitarrista, compositor y vocalista, autor del sonado éxito Arbolito de navidad, quien tuvo el privilegio de acompañar con sus cuerdas al Trío La Rosa.

La oficina de los disqueros de San Victorino era la Taberna Inglesa de la Jiménez con catorce, asadero, restaurante y lonchería, abierto veinticuatro horas. En una de esas mesas, Hernando celebró su primera sociedad comercial con Mario Troches para comprarle discos al por mayor a Tito Ávila y venderles a caseteros, buhoneros de calle, propietarios de bares y discotecas del Restrepo, Quiroga, Chapinero y el centro.




Por el pálpito acelerado de las tendencias artísticas y sociales que marcaron la década de los setenta, y con el furor que desató en Bogotá la película Nuestra Cosa Latina, las casetas de música y libros de la avenida diecinueve entre carreras séptima y décima eran el mejor referente para conseguir las novedades rumberas que lanzaba la industria discográfica nacional, y más cotizada y codiciada, la que venía de Nueva York (panacea del sello Fania), Puerto Rico, República Dominicana, Panamá y Venezuela.

Hernando, ya ducho en el comercio pulpo de los vinilos, pasó de la venta ambulante de San Victorino y sus alrededores a negociar con los caseteros de vieja guardia. Cita a algunos como Luis Cardona Montes, el afamado Mamboloco (uno de los mejores bailadores de salsa de Bogotá), Saúl Álvarez, Fernando Martínez y Mario Troches, su socio del comienzo. 

El centro capitalino era una ininterrumpida fiesta de día y de noche, y los negocios y la camaradería musical se celebraban en cafés y salones de billares como el Machu Picchu y el Windsor, que a la vez eran puntos de encuentro de músicos, directores de orquestas y empresarios. En esas andanzas, Gómez García resultó ser un taco de respeto, y en sus intervalos del comercio de los discos dice que se ganaba sus buenos pesos pelando marranos a tres bandas.

Arqueólogo de la música latina



Ahí, en ese tramo de las memoriosas casetas azul cielo, Gómez, con su buena estrella y dotado de malicia, inició una laberíntica expedición arqueológica, ojo avizor a los tesoros escondidos de la música latina, a la sazón del boom que marcó la salsa, material de primera mano de radiodifusores y discotequeros, y de aficionados y coleccionistas que dejaron huella en sótanos, tenderetes de calle y pasadizos insospechados del centro de Bogotá.


Las prósperas utilidades que generaron las casetas de la diecinueve duraron hasta 1988, cuando la alcaldía de Andrés Pastrana ordenó retirarlas, y algunos de sus propietarios se fueron instalando en los locales del naciente centro comercial Omni.

A partir de ahí, Hernando empezó a  traer música de Venezuela, Cuba, México, Estados Unidos, Puerto Rico y Panamá, que era la que más demandaban melómanos y coleccionistas, a la vez que compraba saldos de grandes disqueras nacionales y colecciones de particulares. Así fue fortaleciendo su Galería del coleccionista, primero en un local en arriendo en la calle 18 # 8-61, y después con sede propia (calle 19#13A-10) que administra su hijo Harold.

En ese itinerario del comercio musical, Gómez sufrió uno de los quebrantos más dolorosos de su vida, cuando en un puente festivo saquearon Tabogo, su bar de salsa, en la avenida Primero de Mayo, con más de 3.000 discos. Recuperarse de ese drama no fue fácil, recalca, pero superado el duelo retomó "con todos los hierros", como solía decir el gran Johnny Pacheco, músico de su entera admiración.

En estos 45 años que le ha dedicado a la cultura de la música latina en Bogotá, Hernando resalta su trabajo como difusor de salsa a través del dial, y hoy por hoy de los novedosos canales que brinda la tecnología. Recordado su programa El Manicero, que transmitió por Radio Capital, amén de su empeño por la promoción y divulgación de la salsa como patrimonio cultural de varias generaciones, a través de eventos de integración artística, tertulias y fomento de nuevos talentos como La maratón salsera, que es tradición en espacios abiertos y centros comerciales de la capital, en sintonía con Omar Antonio, reconocido promotor, locutor y crítico musical.



Una vida consagrada a la música le ha permitido a Hernando Gómez García descubrir procedencia,  rumbos, secretos y vericuetos insospechados del disco: esa pasta providencial que cuenta, canta y encanta al fino roce de la aguja de diamante del tornamesa, todavía produce en sus sentidos el mismo efecto quimérico de la primera vez que oyó en el tocadiscos las vibrantes salvas del piano de Richie Ray, o los boleros de medianoche en las voces curtidas de amor, anís y bohemia del Benny Moré y Miguelito Cuní.

Cuántos millares de discos han pasado por sus manos en casi medio siglo de cultura melódica, y lo que Hernando en sus noches prolongadas de inventario ha encontrado en el interior de los cartones o entre el plástico de las cubiertas: dedicatorias de puño y letra de sus protagonistas, fervorosas declaraciones de amor impresas en servilletas de etiqueta, decoradas con labiales; misivas descorazonadas de amores imposibles que nunca llegaron a su destino, billetes hace mucho tiempo fuera de circulación, postales en sepia de fotoaguitas, pétalos marchitos, la vida plena en un disco, que en sus infinitas vueltas se niega a renunciar a su sino, venga de dónde provenga y en su responsable misión que de fábrica le fue asignada. Solo el deterioro, el abandono y la ruina darán cuenta de su finitud irremediable. Como la vida misma.

Con el disco, lo sabe Hernando de tiempo atrás, sucede igual que con las finas joyas de relojería que se valoran por su calidad y antigüedad, o por el número de piezas que ciertos acaudalados mandan a hacer por encargo. Entre más reducida la cifra, más valor adquieren. El resto es sentimentalismo pendejo, dirán los comerciantes en bruto, pero Gómez no pertenece a esa tribu. No obstante, su habilidad de negociante, como melómano y cultor de la gran herencia latina, descuella por su espíritu crítico, selectivo y ortodoxo, pero también por ese romántico pudoroso que lo habita.

Joyas en vinilo 


De ahí su celosa colección personal de aproximadamente 3.000 vinilos, y de la incalculable que complace los requerimientos de coleccionistas de aquí y de fuera del país, "porque el vinilo, como la salsa, están más vivos que nunca", y las estadísticas mundiales ratifican que entre más días, más demanda, sobre todo en la juventud, que ve en este formato, una devoción limítrofe con lo sagrado.


“El mayor patrimonio de Hernando Gómez, además de su envidiable colección, es el tesoro material de su conocimiento. Cuenta los secretos de la salsa y de cómo se instaló en Bogotá a través de las grabaciones. Sabe de estilos y formas, de artistas y sellos. Conoce en profundidad la simbología y la cartografía de la música latina de Colombia y el mundo”, argumenta el crítico musical Éric Palacino Zamora.  

¿Qué joyas atesora Hernando en su colección privada? La lista es larga, pero él acude a títulos de vieja data que va extrayendo de las estanterías. Discos de más de cuarenta y cincuenta años de la polifonía cubana, piedra angular y patrimonio de la música afroantillana en Latinoamérica y el Caribe, con repercusión mundial. Pastas asombrosamente conservadas -igual que sus carátulas-, con el brillo intacto de los platos de las remotas prensas de fábrica. ¿Cómo lo hace?

"Eso tiene que ver con el amor por la música que siente el coleccionista, y el esmero en cuidar y proteger los discos con el paso de los años", aduce Hernando, mientras baraja con pausas algunas de sus maravillas musicales: René Álvarez y los astros, Arsenio Rodríguez, Félix Chapotín, Pío Leyva, el Septeto Nacional, el Septeto Habanero, la Riverside, el Conjunto Casino, la Orquesta América, la Cosmopolitan, Los Compadres, Antonio Machín, Francisco Raúl Gutiérrez Grillo, el archifamoso Machito, o El Padrino, entre un sinnúmero de leyendas, de sellos cubanos como Egrem, Azul, Areíto, Siboney, incluso placas de emisoras memorables de la Cuba antigua como Radio Progreso y Radio Cadena Azul. El registro musical es fascinante.

Audiófilos Latin Concept 


La síntesis de un trabajo sin treguas de toda la vida, siempre tirando de la carreta, y como estudioso y recopilador de música latina, empresario de rutilantes figuras de la salsa y el jazz como el añorado Alfredo 'Chocolate' Armenteros, y el también cubano Alfredo de la Fe, entre otros, se ve hoy reflejada en un espacio, que en opiniones de musicólogos y entendidos se proyecta como el primer museo de la salsa en Bogotá, no solo por el fabuloso recaudo de su música, los libros de consulta (entrevistas, biografías y perfiles de grandes orquestas, compositores e intérpretes, historia de la música cubana, etcétera), el atractivo decorado con instrumentos y recordatorios inspirado en los viejos clubes de La Habana y de Nueva York, como el de Tito Puente (que Hernando tuvo la oportunidad de conocer en Manhattan), pero sobre todo, por el sofisticado engranaje técnico que brinda la pureza y la nobleza del sonido.

Audiófilos Latin Concept, ubicado en el antiguo pasaje del Banco del Comercio (calle 12 B#8A-34, de Bogotá, local 12, vecino del Pasaje Hernández, el primer centro comercial que tuvo la capital), es en palabras de Hernando Gómez García, además de la consolidación de un anhelo que venía rondando por su cabeza, el resultado de muchos esfuerzos y años de trabajo, para que melómanos y melómanas de exquisito gusto disfruten con agrado de sus preferencias musicales, distante del sonido cutre y atropellado de la mayoría de bares y discotecas.

El sistema integrado de Audiófilos Latin Concept comprende, entre otros aparatos técnicos de época y de vanguardia, amplificadores y preamplificadores de manufactura americana, que se pueden mandar a personalizar de acuerdo a las prioridades sonoras del usuario: brillo, bajos y neutros. La cautivadora parlantería japonesa y americana, es uno de los primeros objetivos del curioso o del visitante que ingresa, y se ha convertido en escenario para las fotos.

El sonido en su pureza 


Para constatar la veracidad de sus explicaciones, Hernando ubica sobre el plato del tornamesa Tchenics uno de sus álbumes más preciados: 'Chocolate en sexteto', del sello Caimán, grabado en Nueva York en 1983. El diamante recorre el surco que corresponde a El Manicero. La trompeta de Armenteros irrumpe en crescendo y termina devorando la estancia con una fluidez excelsa. "Pare oído, Ricardo”, interpela Gómez. “Es el sonido original de la grabación, en toda su pureza. Claro, si para su gusto lo quiere modificar, le puede dar más brillo, subir el bajo, o simplemente dejarlo en su estado natural. ¿No le da la sensación de que estuviéramos oyendo la orquesta en vivo?". De acuerdo, Hernando, estoy impresionado. "¿Qué más quiere oír?-, pregunta burlón?" 

-No, pues aquí me quedaría el resto de tarde, y la noche. Difícil escapar al magnetismo de este sonido. ¡Bárbaro!, pero permítame formularle unas preguntas de remate:

-¿Cuál ha sido el disco más caro que ha tenido entre manos?

-Pa'fricasse, los pollos, de la orquesta de Lou Pérez, sello Sabina. Solo se imprimieron 1.000 ejemplares que los acaparó el empresario caleño Humberto Corredor, socio del cubano Sergio Bofil, distribuidor de Fania en Nueva York. En los años 80, ese disco llegó a valer 1000 dólares.

-¿Y él disco más raro?

-Un compilado de cuatro álbumes de la Tokio Cuban Boys, una big band fundada en 1946 en Japón, con Pérez Prado, Xavier Cugat y Miguelito Valdés como orquestas invitadas. Puro mambo y chachachá. Lo adquirió un coleccionista boyacense.

-Cuál de todas las versiones de El Manicero es su preferida.

-Pregunta difícil, porque además de la de Chocolate Armenteros, hay más de 3.000 versiones en todos los ritmos, hasta en tango y vallenato, y con orquestas de distintas nacionalidades. En este mismo instante, El Manicero puede estar sonando en cincuenta partes del mundo.

¿Y de Guantanamera?

-Me gusta la de la orquesta de Lou Pérez.



-Orquestas de salsa colombianas.

-La de los hermanos Zumaqué, la Real Charanga, de Daniel Díaz; la Conmoción Orquesta, de Jaime Rodríguez; la Mambo Big Band, de Germán Villarreal, Fruko, por supuesto, y Alfredo de la Fe, a quien adoptamos colombiano hace muchos años, entre otras.

-¿Todo el tiempo está en función de la música?

-Por trabajo, sí, gran parte del día. Pero me gusta jugar ajedrez, analizar jugadas, y el billar, las tres bandas. A propósito, quedamos pendientes para un chico...

-Hernando, en estos cuarenta y cinco años de trabajo ininterrumpido, y de todo lo que ha cosechado con la música latina, ¿de qué es lo que más se siente orgulloso?

-De mi familia, si quiere póngalo en mayúsculas. Este es un patrimonio familiar. La música me ha dado para vivir, viajar, conocer, disfrutar, cosechar buenos amigos, pero mis seres queridos están primero: mi esposa, con la que llevo cuarenta años de matrimonio, mi hijo Harold, que es mi mano derecha en el negocio, mi hija Carolina, que es odontóloga, y qué más le digo... pues todo esto que se ha logrado con trabajo y sacrificios... todo por la música, por la salsa, ese lindo regalo que nos ha dado la vida.

A Hernando Gómez García se le quiebra la voz, mientras la aguja de diamante, libre albedrío, continúa su curso por las prodigiosas guajiras de Chocolate. 

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