Jacobo Vargas Torres, una vida consagrada a la cultura y el comercio de la música. Foto: La Pluma & La Herida |
Empresario,
locutor, programador musical, bailador de salsa, pionero de las
recordadas casetas musicales del centro de Bogotá.
Las
vueltas que he dado en la vida, son las mismas que dan los vinilos cuando uno
se dispone a disfrutar de la melodía preferida
Ricardo
Rondón Chamorro
Con el retrato en blanco y negro de un jovencísimo Benny
Moré, custodio de su bodega de miles de discos, en pleno centro de Bogotá,
Jacobo Vargas Torres ubica la fina aguja del tornamesa sobre el vinilo que
incluye uno de sus boleros preferidos, Mucho
corazón, en la voz del Bárbaro del
ritmo, original de la compositora mexicana Ema Elena Valdelamar.
Crepita por segundos el scratch como la sal en el fuego, y a continuación se oye la salva
cantarina del príncipe de Santa Isabel de las Lajas, de quien su compatriota,
el gran Miguelito Cuní dijera que su privilegiada voz de sonero también lo había
consagrado como un extraordinario e irrepetible bolerista.
Di
si encontraste, en mi pasado / una razón para olvidarme o para quererme / Pides
cariño, pides olvido si te conviene / no llames corazón lo que tú tienes…
De
mi pasado preguntas todo, que cómo fue/ Si antes de amar debe tenerse fe. / Dar
por un querer la vida misma sin morir / eso es cariño, no lo que hay en ti. /
Yo para querer no necesito una razón / me sobra mucho… pero mucho corazón…
Sí señor, me sobra
mucho…pero mucho corazón, celebra risueño Jacobo, oriundo de Moniquirá,
Boyacá, que ya superó la meta de los cincuenta años en el consagrado oficio del
comercio de discos, una fiesta imparable con la música latina, que empezó en
los albores de su adolescencia.
“Desde niño quería ser comerciante. Mi mamá, Zenaida
Torres, tenía una tienda en la vereda Neval y Cruces, y yo me iba a levantar
vida los domingos a la piscina Guachalauta,
y a ver bailar las parejas. Sonaban Los Corraleros de Majagual, Alejo Durán, la
Orquesta de Lucho Bermúdez. Estaba de moda La
pollera colorá, de Wilson Choperena”.
“Cuando le hacían un pare a la música y las parejas
buscaban asiento, aprovechaba para ofrecerles el masato y las deliciosas
empanadas que mi vieja me acomodaba en una garrafa de plástico y en un canasto.
Cobraba veinte centavos por vaso de masato y empanada. De la ganancia que tenía
que llevarle a mi mamá, sacaba cinco centavos para alquilar una hora de
bicicleta. Esa era mi felicidad. Tenía seis años”.
Su padre, Jacinto Vargas, de espinazo quebrado en las
faenas agrícolas, lo retenía en parcelas para que le ayudara a desyerbar y a
organizar los surcos de la siembra, pero al menor descuido Jacobo se escabullía.
Un día, ya cumplidos los nueve años, reventó la marrana de barro, sacó las
monedas del ahorro, empacó dos mudas de ropa y sin chistarle a nadie se fue
para Cúcuta.
Vargas Torres: más de 50 años de cultural musical. Foto: La Pluma & La Herida |
De
largo kilometraje
Su desenfrenado espíritu aventurero lo catapultó a San
Antonio del Táchira. En la terminal de transportes se ofreció para trabajar en
lo que le pusieran, pero cuando el hombre que le dio chanfa, de mala fe no le
respondió con la paga, el pequeño Jacobo, a voz en cuello, armó el tierrero y
se hizo efectiva la cancelación de sus servicios.
“Con esa plata me compré un tocadiscos sencillo que ya
tenía visto, y le pedí el favor a un conductor de la terminal que me regresara a
Bucaramanga, que si aceptaba yo le dejaba como nuevecito el vehículo a punta de
jabón y trapero. El hombre me dijo que no había problema, que sin limpiar el
vehículo él me llevaba, y en el trayecto me propuso un trabajo en la finca de
su hermana, en Santa Ana, Boyacá, que necesitaba un muchacho para oficios
varios. De una le cogí la flota y allá fui a dar”.
“No fue sino llegar a esa finca y la señora y su esposo
se encariñaron conmigo. Me trataron como a un hijo. Yo era metelón para el
trabajo, con la mejor carta de presentación que es la honradez. Y ahí me amañé
hasta cuando cumplí once años, me picó la mamitis,
y decidí regresar a la casa de mis viejos en Moniquirá. Eso no paraban de
secarse lágrimas y abrazarme, como en la parábola del hijo pródigo”.
“Fue mi hermano Pedro, el mayor, el que habló con mis
padres para frenar mi piquiña de correcaminos, y hacerles entender que yo
estaba en edad de sentar cabeza y ponerme a estudiar. Los convenció de llevarme
para Bogotá, que es donde comienza en forma esta larga y aventurera historia de
mi vida musical, que ha sido mi razón de ser, con todas las vueltas que he dado
en este bendito oficio, las mismas vueltas que dan los vinilos para ofrecer el
milagro de la melodía que nos gusta”.
Cuando Jacobo llegó a la vivienda en arriendo que
compartiría con su hermano Pedro, en el sector de Germania, centro de la
capital, no pudo contener su asombro al ver los arrumes de discos en diferentes
formatos que había por todas partes. Qué
estudio ni que ocho cuartos, se dijo. “Yo aquí vine a hacer plata”. Y
recordó el tocadiscos que había comprado en San Antonio como una premoción de
lo que le tenía preparado el destino.
Jacobo de ayer, de hoy y de siempre, pionero con su hermano Pedro de las casetas musicales de la Avenida Diecinueve, centro de Bogotá. Foto: La Pluma & La Herida |
Verbo
de judío
Despuntaba con fulgores de estrellas musicales la década
de los 70, y el disco se vendía como el pan. Era uno de los productos de mayor
demanda. Pedro compraba en San Victorino lotes de vinilos de segunda, pero en
perfecto estado, a cuarenta centavos cada uno, y los vendía a peso.
San Victorino era el mercado más apetecido del rebusque
(y lo sigue siendo) en medio de la estridencia de parlantes de promoción, atribulado
de payasos con megáfono, vendedores de naftalina y venenos para pulgas y ratas,
culebreros de renombre como Mayombé,
el psíquico Kendur, el Águila del Caquetá y el Indio Amazónico, o de los gritos
exasperados de “¡Cójanlo, cójanlo!”, que se oían varias veces al día cuando los
raponeros rompían los cronómetros de los 200 metros con aretes, sombreros o
relojes de pulso entre manos, y desaparecían entre la maraña de buses de la
carrera décima o de la avenida Caracas, las arterias más recorridas por el
hampa bogotana.
Jacobo, con su labia de judío de tenderete, convenció a
su hermano de que el mejor estudio que le podía ofrecer era que le compartiera
los trucos y secretos del negocio del disco. Y se puso a la orden, con lealtad
fraternal, para colaborarle en lo que fuera.
Pedro, observando atónito el brío y la garra del
muchacho, complació su petición, y después de comprarle ropa y zapatos, de
dejarlo bien pinta, se bajó con él por
la Jiménez rumbo a Galerías Nariño, como también se conocía a San Victorino.
Allí lo relacionó con el gremio, los nacientes comerciantes de la música en
vinilo y casete: Pedro Nel Jiménez, de La Cumbia, Pacho Montoya, de Discos
Vergara; Rito Galvis, de Orbe; Tito Ávila, de Discos Ávila; Alessio Espitia, de
Discos El Dorado; y Fabio Polanco, de Discos La Rumbita, que con el tiempo se
ganaría el apelativo del Zar del Disco,
con más de setenta tiendas de su próspera cadena, entre otros.
Años inolvidables: Jacobo Vargas con su 'madrina' Celina González, La Reina del Punto Cubano, en La Habana. Foto: Archivo particular |
Fue en la esquina del movimiento de la 13 con 13 donde
Pedro Vargas le puso el primer nicho de venta de discos a su hermano. Se lo
inauguró con 400 álbumes dispuestos en tres cajas de madera donde venía la
manzana chilena. En una mesita le acondicionó un tocadiscos. A las doce del día
lo dejó encargado de aquel chuzo sin nombre, le dio la bendición, le recomendó
que se pusiera abeja y se fue a
atender su rebusque por fuera.
Cuando Pedro regresó a las cinco de la tarde, el avispado
Jacobo había vendido 200 discos. Quedó perplejo. “Usted es un verraco,
hermano”, le dijo. Mañana traemos seis cajas más. Y sabiendo de la buena muela
del muchacho, de premio lo invitó a comer bagre en salsa al Río Mar, en ese entonces el restaurante
más cotizado de San Victorino.
“La música que más pedían era tropical, rancheras,
boleros y del recuerdo -ilustra Jacobo-. A mí me gustaba la salsa y la sabía
promocionar porque era curioso con las notas que venían escritas en el revés de
los empaques. Me las aprendía de memoria, y con esa literatura cautivaba al
comprador. De modo que el cliente que preguntaba por un disco en especial,
terminaba llevando dos, tres, hasta media docena, porque yo se los amarraba a
punta de verbo. Y como les ponía en el tocadiscos lo mejor de cada álbum, pues
más crecía el entusiasmo”, añade Jacobo.
Fiebre
de micrófonos
El negocio en el nicho sin nombre fue creciendo y Jacobo
Vargas, sin haber cumplido los quince años, con el respaldo de Pedro, su
hermano, ya era un adelantado en materia musical, más que sus competidores
mayores, y no solo complacía los gustos de su clientela sino de locutores y
programadores radiales como Libardo González Escobar, el recordado Ciego de Oro, de La Voz de la Víctor, y
de Miguel Granados Arjona, el Viejo Mike,
que había llegado de Barranquilla a fundar su Rincón costeño en la emisora Continental, del circuito Todelar.
Vargas y Granados hicieron buenas migas desde el
principio. Poco a poco el muchacho le fue soltando discos en préstamo para que
le calentara el oído a la audiencia. Todo lo tropical que le llegaba, se lo
recomendaba. Al locutor le gustó ese detalle, y para compensar la generosidad
del amigo, lo invitó a la emisora para que fuera calentando micrófonos.
Jacobo y su hijo David, que heredó de su padre el nervio comercial y el buen gusto por la música. Foto: La Pluma & La Herida |
Después, cuenta Jacobo, la fiebre de micrófono al aire
alcanzó su máxima temperatura, al punto que no desaprovechaba ocasión para
salir pitado a la cabina, que quedaba a dos cuadras de su puesto: “En esa época
todo el mundo quería ser locutor, y si se alternaba con programación musical,
era conquistar la cima”.
En poco tiempo, el chucito
esquinero quedó corto para la boyante cosecha de clientes que los Vargas
llegaron a tener en la legendaria calle 13 capitalina, que inspiró el famoso
porro que lleva su nombre (pa’la calle 13
yo me voy…), composición de Rogelio Chávez, con la banda de Pedro Laza y
sus Pelayeros, en la voz de Crescencio Camacho, formato 45 RPM del sello
Fuentes, que Jacobo atesora como amuleto.
De ahí fueron a parar a la avenida diecinueve con carrera
octava. Eran mediados de los 70 cuando los hermanos Vargas inauguraron la
primera caseta metálica, azul celeste, de venta de discos, como otras que fueron
aflorando en esa misma línea melódica, pero también de venta de libros de
anticuario, que sentaron precedente en la cultura musical e intelectual del
centro de Bogotá.
La
esquina del movimiento
El nombre de la caseta no podía ser otro que La esquina del movimiento, homenaje a la
sabrosa página de la Sonora Matancera, interpretada por el Pollo barranquillero Nelson Pinedo, y original del compositor,
intérprete y guitarrista cubano Senén Suárez. Pero también, por esa añoranza de
aquella esquina de la calle 13, primer escenario del fortísimo y próspero
comercio de la música en vinilo.
La garita acuñó en primera instancia 2.500 discos,
organizados por ritmos en estanterías nuevas. Al frente ubicaron sillas para
los clientes y amigos de la buena música, que arrimaban esporádicos, cualquier
día de la semana, a disfrutar de la incomparable programación del DJ estrella
Jacobo Vargas, y que se prolongaba hasta altas horas de la noche.
Con su hermano John Vargas Torres, fortísima alianza en el apasionante mundo del disco. Foto: La Pluma & La Herida |
La
esquina del movimiento de los hermanos Pedro y Jacobo Vargas trascendió
en La Diecinueve como la caseta más frecuentada y consultada por aficionados y
ortodoxos de la música latina en todos sus ritmos, y elogiada por otros
caseteros de antología como Fernando Martínez Caradura, Efraím Cardona (Donde
el Viejo Efra), Mario Troches (el
de Casa Latina), Pedro Jiménez La Pavita, Luis Cardona Mambo Loco (el de La Matancera), Sigifredo Farfán El Tunjo de Oro, Fernando Beltrán Mister Nariz y Ramiro Tobón El
Ramito Musical, entre otros.
En tiempo récord, la caseta rebasó expectativas
comerciales. Los Vargas se consolidaron en ese puesto por el surtido, la
calidad y la actualidad de su mercancía. El cotice redundó en el voz a voz que
llegó a oídos de periodistas, locutores y programadores como Juan Harvey
Caicedo, Juan Caballero, Alberto Piedrahita Pacheco, Antonio José Caballero,
Jaime Ortiz Alvear, y Miguel Granados Arjona, amigo del piloso pinchadiscos.
Jacobo ya tenía diecisiete años y la vida le sonreía por
su prosperidad en el negocio y la buena fama cosechada en el gremio. Un día le
dijo a su hermano que quería independizarse y tener su propia caseta. Pedro,
con un asomo de nostalgia, volvió a pronunciar las mismas palabras que le dijo
en San Victorino, años atrás, cuando en una sola tarde vendió 200 discos en su
debut como comerciante: “Usted es un verraco, hermano”. Y lo respaldó.
Jacobo bajo el ala tutelar del gran Benny Moré, su patrón musical. Foto: La Pluma & La Herida |
La caseta en solitario de Jacobo dio sus primeros frutos
en la esquina de la avenida Diecinueve con Décima. Otra esquina más en su
ininterrumpido trasegar de vinilos. De ahí que traiga a colación uno de los
clásicos del sello Fania, con la orquesta de Larry Harlow: Las esquinas, en la voz de Ismael Miranda. Sí señor, Las esquinas son…iguales en todo lado.
Para proveerse con todas las de la ley, viajó a Cúcuta a
traer material de altura: las Big band venezolanas que estaban en su apogeo:
Billos, Los Melódicos, Los Blanco, Dimensión Latina, Oscar D’León’ (que tenía
pegado Llorarás), el Indio Pastor López, que era la locura en
Colombia en cualquier época del año, y en ese tránsito del comercio musical sin
fronteras, las novedades salseras de Nueva York, con Fania en su eterno
reinado; salsa de Puerto Rico, con su orquesta insigne, el Gran Combo, merengue
dominicano, rumba y boleros cubanos, latin jazz y pare de contar.
El
show de la salsa
De regreso a Bogotá, Jacobo armó la gorda con la
inauguración de su caseta a la que bautizó Top
musical, marca que a la fecha pervive en un almacén de discos que regenta
su hermano John Vargas, en el consorcio de la Diecinueve con Octava.
Por esas fechas, Jaime Ortiz Alvear despuntaba sintonía y
reconocimiento en Caracol Radio al frente de El Show de la Salsa, que luego
recibió la gracia definitiva de Salsa
con estilo. Ortiz para la salsa…para la
salsa Ortiz se movía entre la emisora (que funcionaba en el viejo edificio
de la Diecinueve con Octava), media cuadra abajo la Cevichería El Caracol,
donde tres veces a la semana iba a almorzar con una bomba de copa mundo, como la llamaba él, y la caseta Top musical de su nuevo y célebre amigo,
el sardino Jacobo Vargas Torres.
Con amigos estudiosos y cultores de la música de muchos años: don Luis Sarmiento, experto en la Sonora Matancera y el profesor Dorian Mesa. Foto: La Pluma & La Herida |
Ortiz llegaba al final de la tarde con una libra de guaro camuflada en el bolsillo
interior de una envejecida chaqueta de cuero para ponerse al tanto de las
buenas nuevas en vinilo. Ese ejercicio, entre medidas copas, podía prolongarse
hasta la madrugada. Lo único que amedrentaba era el frío, porque la inseguridad
no era tan agresiva y letal como ahora. Corría por cuenta de raponeros,
carteristas y chalequeadores de
borrachitos que se quedaban dormidos en los buses.
Jacobo le participaba material al crack de Salsa con estilo, y este a su vez lo
recompensaba con menciones de la caseta en su programa. Así sellaron un
compadrazgo de años. Ambos del Valle: Ortiz, del Valle del Cauca. Vargas, del
Valle de Tenza.
Cuando nombraron a Ortiz como gerente de Bienvenida
Estéreo, una de las emisoras de Caracol, se le ocurrió que el joven casetero de
Top Musical, con el verbo, la enjundia y el material a su disposición, podía medírsele
a orientar un programa dominical de salsa en ese dial. Se lo propuso. Jacobo no
cabía de la dicha. Le dijo que se lo permitiera a dos voces con Miguel Granados
Arjona. No problem, luz verde. El Viejo Mike no podía creerlo.
Al borde de cumplir los dieciocho años, Jacobo planificó un
regalo que se debía, y que en sus noches
de desvelos no le permitía conciliar el sueño: Conocer Cuba, la isla donde empezó todo esto, se
decía, la matrona del fantástico universo de la música que alegra el alma,
fortifica el cuerpo y libera el espíritu.
Meses antes había tenido un encuentro fortuito en el
Teatro al Aire Libre de la Media Torta, a donde iba los domingos a soslayarse
de sus arduas jornadas de trabajo. Estaba programada nadie más que doña Celina
González, la de Celina y Reutilio, y
seleccionó del escaparate lo mejor de la sonera cubana: unos discos para
regalarle, y otros para que se los firmara.
Detalle de la bodega de Jacobo Vargas en el centro de Bogotá. Foto: La Pluma & La Herida |
Cuba
a sus pies
Por el ambiente musical en las casetas de la Diecinueve,
Jacobo era conocido de los funcionarios del Instituto Distrital de Cultura y
Turismo que en esa época regentaba el teatro popular de los bogotanos, y por
eso no tuvo inconveniente en acceder al camerino de la legendaria Celina, una
vez terminó su aclamada presentación.
Y cuál sería la sorpresa para ambos. La Reina del Punto Cubano, como se le conocía a Celina, quedó
maravillada con la visita de aquel muchachito con un atadijo de su melodía bajo
el brazo, pero más regocijada cuando el
joven Jacobo, emocionado, le hizo un recuento pormenorizado de su trayectoria y
de su extraordinaria obra musical.
-¡Vaya, caballerito!, ¿y es que tú trabajas en la
radio?-, le preguntó Celina.
-Sí, señora, pero también soy comerciante de discos-, le
contestó el admirador. Y agregó: algún
día quiero conocer su país, del que ya
conozco mucho a través de su música.
Celina, impactada por el afortunado encuentro, firmó con
sendas dedicatorias los álbumes y le dio su dirección y número telefónico en la
Habana:
-Oye, chico, pues la demora es que tú me avises con
anticipación cuándo vas a ir a Cuba, para esperarte con los brazos y las
puertas abiertas. Porque en mi casa te vas a hospedar. Eso ya puedes darlo por
asegurado.
Entre otros, Jacobo con Amparito, Celina González y Totó La Momposina. Foto: Archivo particular |
Dicho y hecho: Jacobo aprovechó la oportunidad que le
brindaba su estelar madrina cubana:
conocer la soñada Habana y de paso traer discos para su debut como director del
espacio de salsa que ya había concertado con Ortiz Alvear.
Fue un domingo de gloria cuando aterrizó en el aeropuerto
internacional José Martí, y sin que sonara en el terminal aéreo, la Guantanamera (de Joseíto Fernández Díaz,
música del rebelde neoyorkino Pete Seeger) le repicó en los oídos como un buen
presagio de bienvenida.
Jacobo llevaba dos maletas: una con ropa suficiente para doce
días, y la otra con libras de chocolate, café, queso fundido, crema de cacao,
latas de atún y sardinas, embutido de
diablo, chocoramos, entre otras delicias colombianas. Celina lo acogió como si
fuera de la familia, y como quiera que sea, hace rato que estaba enganchado a su
estirpe musical.
La primera noche, acomodado en la amplia y mullida
cojinería trasera de un Buick 57, y el parlante que despachaba la guaracha Amalia Batista en la voz de Rolando
Laserie, Jacobo Vargas Torres, el hijo pateperro
de doña Zenaida y don Jacinto, se sentía Al Pacino rodando El Padrino II por
las calles habaneras. Solo le faltaba entre labios un Partagás extralargo, el puro preferido de Fidel Castro.
Celina González le hizo un recorrido por la excitante
Habana bohemia. Lo paseó por la Bodeguita del Medio, la Marina Hemingway, el
emblemático Hotel Nacional, el cinematográfico Tropicana. Y como si se tratara
de un par de enamorados en luna de miel, se dejaron acariciar por las primeras
luces del alba, degustando batido de vainilla y chocolate en la afamada
Heladería Coppelia.
Jacobo, su hijo y Frankie Morales, recordado vocalista de Joe Cuba. Foto: Archivo particular |
La
bodeguita del medio
En sus escasos dieciocho años, Jacobo jamás había pasado
tantas noches en vela. Tenía las ojeras de un mono mapache y el cerebro embobinado
en una película de cámara rápida con las postales y visiones fantásticas del
periplo habanero. Solo oídos a la rumba que irrumpía como fogonazos a cualquier
hora, en ritmos de guarachas, charangas, guajiras, mambos, montunos, danzones y
chachachás.
Gracias a Celina, conoció artistas de la honra musical de
Tata Güines, Roberto Faz, Carlos Embale, Israel López Cachao, Inocente Iznaga González (el Jilguero de Cienfuegos, Príncipe
del Punto Cubano), Rolando Valdez, Elio Revé, y la añoranza en cuerpo y alma de los
dispersos y rezagados músicos que acompañaron la gloria del Benny Moré.
Jacobo tuvo que regalar parte de su ropa para acomodar en
sus dos maletas las docenas de discos que compró, adquiridos en las bodegas
discográficas de Egrem, Puchito, Colibrí, Areíto, Ojalá y Abdalá. Se acercaba la
hora del regreso, y la nostalgia de dejar esa ciudad magnética, embrujadora, le
hurgaba ventrículos y aurículas de un corazón que el mozuelo apenas estaba
estrenando.
La despedida, con Celina, en el aeropuerto, estuvo pasada
por lágrimas. Camino a los pasillos de inmigración se resistió a voltear la
mirada para despedirse por última vez de su adorable madrina. Ya acomodado en la panza del avión hizo una cruz con los
dedos y se prometió volver.
Cuando el pájaro de acero se fue elevando, le dio un
último vistazo al malecón. Atrás quedaba la isla soñada, ese piano que alguien tocaba detrás del horizonte, en palabras del
escritor Eliseo Alberto, el Novio de Cuba,
recordado por su laureada novela Caracol
Beach (Premio Algafuara 1998).
Jacobo traía el nombre listo para inaugurar el programa
de salsa que Ortiz Alvear le había encomendado en Bienvenida Estéreo: La bodeguita del medio. Y se fajó con
todos los hierros en la primera emisión programada con éxitos de Celina
González y Arsenio Rodríguez.
Jesús María Solarte, el popularísimo 'Chucho Bonbonbum', legendario bailarín de salsa. Foto: La Pluma & La Herida |
La prueba de fuego, en su debut, llegó a oídos del
gerente de Caracol, que apenas terminó el programa, lo mandó a llamar:
-¡¿Usted es Jacobo Vargas?!-, le preguntó sorprendido.
-Sí, señor, para servirle-, respondió el mozalbete
tratando de disimular su nerviosismo.
-Pues yo lo creía a usted un tipo mayor. ¡Sensacional ese
programa! Pero dígame: ¿De dónde salió usted? ¿Cómo es que sabe tanto de música?-,
indagó el gerente.
-Doctor, estoy comerciando con música desde chinche, y tengo varios amigos en la
radio, entre ellos don Jaime Ortiz Alvear, que me recomendó.
-Sí, él me lo comentó, pero preste atención: dentro de
ocho días quiero que La Bodeguita del
medio sea de dos horas, de 10:00 a 12 del día. Y para empezar le voy a dar
diez cupos de publicidad. En la medida que aumente audiencia, ya hablaremos-,
concluyó el directivo.
A quién le dijeron. Jacobo, con su habilidad para el
negocio, cubrió esa pauta con marcas y discotecas de salsa que estaban en su
furor, y que los salseros que peinan canas tendrán fijas en la memoria: la
concurrida Palladium, en Chapinero,
del bonaverense Camilo Torres; Mozambique,
de Senén Mosquera, arquero insigne de Millonarios; El escondite, de los hermanos Soto; El tunjo de oro, de Sigifredo Farfán; la Jirafa roja (pegada al Teatro Mogador, que pasó por varios dueños,
pero que no tuvo larga vida por las trifulcas que se armaban, y por la inseguridad),
entre otras.
Instrumentos de afamadas orquestas, souvenirs, cuadros, retratos, preciadas piezas antológicas del Museo de la Música de Jacobo Vargas Torres. Foto: La Pluma & La Herida |
“El
abuelo pachanguero”
Jacobo repartía ganancias comerciales con su pana, el Viejo Mike, pionero del canje con los
citados bailaderos de salsa: mitad parné
(dinero) y mitad diversión. El programa, que tenía repercusión en Cali,
Medellín y Barranquilla, se disparó, y en consecuencia la pauta.
Al cabo de un par de meses, el gerente de Caracol,
impresionado por el éxito del espacio salsero, volvió a llamar a Jacobo Vargas:
-Joven, usted y su amigo Mike (Miguel Granados Arjona), la sacaron del estadio. Pero no se
me vaya a dormir en los laureles. Hay que mantener el pie en el acelerador.
Necesito que le eche cabeza a un programa diferente al de salsa, algo más
tropical, pachanguero, para ampliar cobertura. Usted tiene parla y música de
sobra. Cuente con diez cuñas más. Y ya veremos…
Así nació El abuelo
pachanguero, con éxitos y literatura de las grandes orquestas que brillaban
en el estrellato bailable: Lucho Bermúdez, Pacho Galán, Clímaco Sarmiento, el
gran Clodomiro Montes (sinigual percusionista, creador del Combo Curro de
Cartagena), Los Bananeros de Urabá, Los Diablos de Valledupar, Los Alegres
Vallenatos, Julián y su Combo, Los Teen Agers, Los Hispanos, Los Graduados, con
el imparable diafragma resonante de sus ídolos de varias décadas: Gustavo El Loco Quintero y Rodolfo Aicardi,
entre otras agrupaciones nacionales, y de otras latitudes como Venezuela, Perú
y República Dominicana, cuna del merengue.
El doblete musical se convirtió en un acontecimiento
dominical. Los oyentes madrugaban a misa para no perder detalle de La Bodeguita del medio, en la mañana, y
por la tarde, de 2:00 a 4:00 PM, de El
abuelo pachanguero, como también se llamó la afamada discoteca del caleño
Humberto Corredor Ramírez, coleccionista, productor y empresario musical,
impulsor de la primera gira de Fania All Stars por Suramérica (1980), incluida
Colombia (Bogotá, Cali y Barranquilla), que falleció en Nueva York en 2014.
Jacobo Vargas se multiplicaba en actividades de locutor,
productor, libretista, director y vendedor de publicidad, alterno a su
actividad de negociante de discos en su caseta, que disparó sus acciones por
sus programas de música. Pero la bonanza radial en Caracol solo duró tres años
y medio, porque Jaime Ortiz Alvear se peleó con los directivos, y fue excluido
de la nómina, igual que sus pupilos.
En Barranquilla, con Edgardo Rafael Jiménez, líder y pianista de Pachapo y su Comparsa. Foto: Archivo particular. |
La
salsa de Radio K
Cuando Hernando Herrera Lozano, el afamado psíquico Kendur, se enteró de la noticia,
inmediatamente contactó a Jacobo para citarlo en su oficina. Kendur lo conocía del rebusque de San Victorino cuando pregonaba sus hazañas
de clarividente en esa plaza, y en la de Las Nieves, ayudado por un secretario
de película, y por la noche, entre copas y melodía de traganíquel cuadraban caja y repartían ganancias en el desaparecido
Café Centauro, justo al frente de la estatua del Sabio Caldas.
En los albores de los 90 Kendur regentaba la emisora Radio K, con la colaboración noticiosa
de su hermana, la recordada Ayda Luz Herrera, al tiempo que despachaba su
clientela amedrentada y confundida por las turbulencias de la mente y del alma
en un confortable consultorio, en el mismo edificio del barrio Palermo. Jacobo
asistió al llamado con su socio, el Viejo
Mike. Fue un breve saludo y la propuesta sobre el tapete:
-Quiero que se vengan a dirigir los domingos, de 12 M a
2:00 PM, un programa de salsa mejor que el que tenían en Bienvenida Estéreo.
Herrera Lozano, filántropo con el gremio periodístico y con los locutores, les
puso todo a su disposición: un sueldo básico y comisión por venta de pauta. Con
Joyas de la salsa, como bautizaron el
espacio, comenzó la línea salsera que hizo célebre a Radio K durante muchos
años.
El maridaje
Vargas Torres y Granados Arjona produjo efectos extraordinarios en audiencias
de todos los estratos, entre ortodoxos y aficionados, y en consecuencia Radio K
marcó un referente como la emisora más relevante de la salsa en Colombia,
reseñada y comentada por colegas radiodifusores en el exterior.
Jacobo duró dos años y medio botando corriente en ese
dial, hasta que se atravesó en su vida una atractiva barranquillera, que con su
melao y su tumbao, lo arrebató, y lo jaló a vivir con ella a Curramba.
Era la primera vez que su corazón sentía el tic tac acelerado del enamoramiento. En
Radio K dejó como reemplazo al reconocido melómano y discjockey Alvaro Chocolate Quintero, finiquitó cuentas
con el Viejo Mike, agradeció la
oportunidad brindada por Herrera Lozano, encomendó sus negocios a los hermanos
Pedro y John, y partió decidido y feliz con su Dulcinea.
Jacobo atesora joyas musicales de incalculable valor sentimental y económico. Foto: La Pluma & La Herida |
“Barranquilla
es tu ciudad”
En Barraquilla, y a lo largo de dieciocho años, Jacobo
escribió un nuevo capítulo de su vida como coleccionista, empresario
discotequero, esposo y padre de familia. Cientos de anécdotas de un hombre
signado para la aventura, los negocios y la prosperidad, como él reafirma, con las mismas vueltas de un disco en el
tornamesa, cuando nos disponemos a disfrutar de la melodía preferida.
En plena calle cuarenta y una, de las más concurridas y
carnestoléndicas de Curramba la Bella,
instaló la sucursal de Top Musical. Tiempo después, en la Cuarenta y cuatro con Cordialidad,
inauguró la discoteca Tropicana, evocación del legendario gril habanero donde
años atrás, y con el recuerdo vivo, compartió con Celina, su madrina.
“Esa discoteca se hizo famosa por la música que yo ponía,
y porque me inventé, para convocar clientela, concursos de baile de salsa los
sábados y los domingos: que los gordos y
las flacas, los feos y las bonitas,
las altas y los bajitos, en fin. Como
premios para los mejores bailadores daba una panchita, que era media de aguardiente y Cds, formato que estaba en
su furor. Fue una época muy movida, pero no le di largas al negocio porque eso
de lidiar con borrachos es una cosa muy jodida, y para eso no tengo paciencia”.
“Entonces me dediqué de lleno a lo mío, a lo que he hecho
toda mi vida, desde que tengo uso de razón: el comercio musical.
Esporádicamente me invitaban a programar música en Radio Universal o en la
Emisora de la Policía, colaboración que aproveché para relacionarme con duros
de la salsa en Barranquilla como Edwin Madera, el hombre de La Troja, el bailadero de salsa más
importante de esa ciudad, declarado Patrimonio Cultural y Musical. Mira, en asuntos
de salsa, el barranquillero es conocedor y alegrón; el valluno es culto, pero
sobrador; y el bogotano, serio y estudioso”, destaca Vargas Torres.
Don Luis Sarmiento es amigo de Jacobo desde los años dorados de las casetas de música de la Diecinueve. Y es presidente de la Asociación de Amigos de la Sonora Matancera en Bogotá. |
Museo
de la Música
Es viernes 13 de marzo del año de la pandemia, ocho días
antes de que la alcaldesa Claudia López declarara el simulacro de aislamiento
obligatorio en toda la ciudad, y en la
bodega de Jacobo Vargas Torres, ubicada en el Centro Comercial Nutabes (Calle
19 # 4-71, local 219), en Bogotá, como todos los viernes, hay un ambiente de
jolgorio y camaradería.
Interdiscos, se llama el establecimiento, y es la central
de abastecimiento de coleccionistas y gomosos de la música latina de todos los
tiempos (de Colombia y del exterior: por ahí han pasado españoles, alemanes,
italianos, franceses, japoneses, etc.), desde que su propietario, después de
tantas vueltas, decidió radicarse definitivamente en la capital.
En esa amplia despensa de Bogotá, sumada a la de
Barranquilla, y otra que tiene en Cali, Jacobo Vargas Torres podría darse el
lujo de ostentar la colección de música afroantillana más grande y diversa de
Colombia. Si hay alguien que lo supere, por favor que se identifique: son
aproximadamente 900.000 vinilos en diferentes formatos, con valiosas joyas de
colección, hoy por hoy muy difícil de encontrar.
Además de tornamesas, radiolas, consolas, instrumentos
que han pertenecido a músicos y orquestas de leyenda. Por nombrar algunos: el
primer contrabajo del Grupo Niche, el bongó de Carlos Embale, las maracas de
Celina González; retablos, pinturas,
retratos, recortes de periódicos y revistas, memorias y fotografías de un
pasado que resume el transcurrir glorioso de la música.
“Tengo suficiente material, entre discos, objetos,
instrumentos, souvenirs, lo que usted
ve aquí, más lo que hay en Cali y en Barranquilla, para fundar el Museo de la
Música en Bogotá, que hace mucho tiempo le hace falta al visitante, al turista.
Estoy tras una casa, que pueda ser en La Candelaria, donde se pueda realizar
ese sueño. Será el último que me falta, a mis 65 años, para que lo secunde mi
hijo David, que heredó mi gusto y el nervio comercial de la música, igual que
mi hija Natalia Lucía, que es pedagoga infantil, con estudios de derecho
internacional en España”.
Jacobo con Jimmy Bosch, el 'Trombón Criollo', genio del jazz afrocubano. Foto: Archivo particular |
Inventariar el tesoro musical de Jacobo Vargas Torres sería
una ardua labor de su propietario, por supuesto, asesorada por un experto en
archivo digital, si de querer que perdure en el tiempo esa memoria musical.
Porque son muchos años, no sólo de comercio y colección (la personal, asegura,
abarca 300.000 vinilos), sino porque hay piezas de incalculable valor, entre
ellas las discotecas que le compró a Jaime Ortiz Alvear (5.500 discos), la de
Mar Estéreo, de Edgar Perea (4.000), la del periodista deportivo y experto en
música Fabio Poveda Márquez (11.000), y la de Chucho Barrios, el destacado
empresario radial de Emisoras Unidas, en turno de inventario, entre otras.
Jacobo, que hace muchos años sabe dónde ponen las garzas
en materia de música, y que tiene ojo clínico y olfato agudo para adquirir
remates en Colombia y el mundo, ahora con más facilidad de contactos por el
beneficio de las tecnologías, resume su emporio de acetatos como el fruto de
toda una vida de arduo y provechoso trabajo, de pesquisas aquí y allá con
expertos y colegas, de una escuela de todos los días, de la que no se termina
por aprender, y de ese apetito insaciable, probablemente enfermizo del coleccionista.
Me
sobra corazón… pero mucho corazón, insiste Jacobo bajo el
retrato del Benny Moré, una suerte de patrón místico de su bodega, y de su veneración
por la música afroantillana. La imagen tiene historia propia y nadie mejor que
él para narrarla:
“De los numerosos viajes que he hecho a Cuba, luego de
esa inolvidable primera vez cuando Celina fue mi anfitriona, fue a visitar a
doña Virginia Moré, madre del Benny. Cabe destacar que el Benny, o Bartolomé,
que es su nombre bautismal, eligió por sonoridad el Moré de su progenitora como
seudónimo artístico, porque su padre se llamaba Silvestre Gutiérrez”.
Atendiendo a Diego Barbieri, joven coleccionista, asiduo visitante de Interdiscos. Foto: La Pluma & La Herida |
“Yo a ella la conocí por Delfín, el hermano conguero de
la banda del Benny. Desde la primera vez hubo con ella una empatía formidable.
Cada vez que viajaba a La Habana, pasaba por su casa, y algún presente le
llevaba, y ella se encariñó mucho conmigo”.
“Y siempre que iba me fijaba en ese retrato, del que
percibía una carga energética, algo especial en su mirada que me atraía. Cierto
día, en confianza, le dije a doña Virginia que cuánto desearía tener ese cuadro
en mi negocio”.
“Mire, mijo -me dijo ella-, te voy a contar una anécdota.
No eres el primero que me ha dicho que lo quiere tener, y eso me llena de
orgullo. Alguna vez pasó por mi casa Óscar D’León, y me ofreció 300 dólares por
varias prendas del Benny, incluido su sombrero y el retrato, pero no acepté la
oferta. Es que esas cosas de mi muchacho son sagradas para mí, y tú sabrás
comprender”.
“El asunto quedó sellado ahí, hasta muchos años después
que volví a Cuba, y me encontré de casualidad con Delfín. Doña Virginia ya había muerto en 1984. Cuál sería mi sorpresa
cuando Delfín me dijo que lo acompañara a su casa del Vedado, porque tenía un
encargo que darme. Cuando llegamos, me extendió un paquete envuelto en papel
periódico: era el famoso retrato. ‘Mi madre me dijo que te lo entregara y aquí
estoy cumpliendo mi palabra’, expresó Delfín”.
La
fiebre del coleccionista
¿Es consciente un coleccionista del tiempo y del espacio
en los que ha acumulado tantos discos?
En el argot clínico se conoce como disposofobia a la
tendencia incisiva de acumular cosas, objetos, que también se puede relacionar
con el trastorno obsesivo compulsivo del que acapara sin medidas elementos de
cualquier procedencia.
No es el caso de Jacobo Vargas Torres, que jamás se le ha
pasado por la cabeza pedir una cita con un psiquíatra, no obstante su querencia
desde niño por los vinilos, como registramos párrafos atrás, de 900.000 discos
que tiene en sus tres bodegas, con un promedio de 300.000 volúmenes de su
colección personal, aunque no le molestará que se le califique como un vinilomaníaco de mucho kilometraje,
resultado de una vida dedicada al negocio de la música.
El viejo tornamesa de manufactura japonesa, por años fiel a los caprichos musicales de Jacobo Vargas. Foto: La Pluma & La Herida |
Vargas Torres sabe y valora lo que tiene, pero como
comerciante de larga experiencia se desapega cuando tercia en su cotidianidad la
adrenalina de ese divertido juego que es la oferta y la demanda.
Solo se reserva ciertas joyas que, por esas casualidades
de la soberana vida, han llegado a sus manos con agregados fortuitos, como
cuando le compró una discoteca de más de 3.000 discos a una señora que partía
de Colombia para radicarse en el exterior, y tiempo después, a la hora de
revisar, refaccionar y clasificar acetatos, encontró en algunos de ellos
fotografías y descorazonadas cartas de amor, y en otros, sobres con dólares de
diferentes denominaciones.
Jacobo, que conserva una memoria admirable, cuenta otra
anécdota que sus contertulios de barra y de muchos años, al calor de unos
whiskies, piden que la repita para desternillarse de risa:
“Era el año de 2011 y estaba en el Festival de Melómanos
y Coleccionistas de la Feria de Cali, a la que voy desde que empecé en este
negocio. En mi puesto siempre hay un aviso que dice: ‘Compro colecciones
originales de discos y Cds’. Una mañana
llegó una señora y me dijo que en su casa había una colección de más de
5.000 discos, de su marido, un señor entrado en años y delicado de salud, y que
la estaban vendiendo porque se iban a establecer en el municipio de Yumbo”.
“Me preguntó que si yo pagaba de contado, porque
necesitaban ese dinero a la brevedad. Le dije que sí, que yo después de ver la
mercancía cancelaba con plata contante y sonante. Acordamos, y esa misma tarde
me fui para la casa de la dama. Después de revisar por encima le pregunté al
señor cuánto valía su discoteca. Me contestó que $12.000.000”.
Con una bailarina del gril Tropicana, en La Habana. Foto: Archivo particular |
“Le aclaré al caballero que esa suma era imposible para
mi presupuesto. (Yo me había echado al bolsillo $9.000.000). Él me habló
maravillas de lo que había ahí en esos forros, y advirtió que si cerrábamos
negocio, me encimaba un tocadiscos. Se la planteé de esta manera: ‘Mire, mi
don, respetando lo que me pide, no le puedo dar sino $7.000.000’. El hombre se
bajó a $10.000.000. Y así estuvimos un rato en ese tire y afloje hasta que el
señor se bajó a $9.000.000. Entonces repunté: ‘Vea, para no hacerle perder
tiempo, le voy a contar ya $8.000.000, y si no me toca irme porque me vine
volado y hay gente esperándome en la caseta’”.
“No más terminé de decir eso, cuando se oyó la enfurecida
cantaleta de la señora que estaba en la
cocina: ‘Ve, no seas necio, recíbele los $8.000.000, no le hagas perder tiempo
al señor. No era que estabas pidiendo $6.000.000. Ten consideración conmigo,
que a mí es la que me ha tocado lidiar con esos benditos discos, de trasteo en
trasteo. Si hasta hemos dejado de comprar carne por comprar música. Ya no jodás
más con eso, que bien enfermo que estás y lo que necesitamos ahora es plata. Y
vos haciéndote de rogar’”.
“Cuando la señora terminó el alegato, el marido se quedó
viéndome con unos ojos de ternero recién amamantado. ‘Venga pues los ocho”, me
dijo suavecito. Se los conté, y llamé al conocido de los acarreos para que me
trasladara la mercancía. Y todos contentos”.
Joyas
de antología
Uno de los asiduos clientes de Jacobo en su bodega del
centro de Bogotá es el joven Diego Barbieri, treintañero, auxiliar de
odontología, coleccionista de música latina desde que tenía quince años:
alcanzó a tener 400 elepés y 300 en formato 45 RPM.
Animado por el auge de las nuevas barberías en Bogotá,
Barbieri decidió un día vender su colección por $7.000.000, para abrir un local
en Villas de Madrigal, con la mala suerte de que el negocio no dio resultado:
solo cinco meses y se vio obligado a cerrar:
“Fue un golpe muy duro para mí -dice apesadumbrado
Diego-, mientras regatea el precio de unos álbumes con Jacobo-. Me embargó la
ilusión de empresario y salí de un tesoro musical en el que invertí la mitad de
mi vida. Hasta ahora me estoy recuperando emocionalmente, y por eso vengo aquí
a rescatar parte de mi añorada colección. Además porque ahora soy el DJ de El Templo de la Salsa, en el barrio
Santa Helenita, donde marco el mambo, la pachanga, el guaguancó, la salsa
golpe, la música latina de antaño, que es la que más me gusta”.
En otra visita a Cuba, con Celina y los hermanos Reutilio. Foto: Archivo particular |
Como de antaño los cofrades que arriman los viernes a la
barra de Jacobo, amigos sazonados en las aguas exquisitas del bolero antillano,
la rumba cubana de los años 40 y 50; ilustrados y selectos coleccionistas como
el profesor samario Dorian Mesa, y don Luis Sarmiento, bogotano, 77 años,
comerciante de música, enciclopedista de la Sonora Matancera y presidente de la
Asociación de Amigos de la Sonora Matancera en Bogotá, promotor de eventos y viejotecas, y poseedor de una de las
colecciones más completas de la legendaria orquesta cubana.
Por esa barra también han pasado en distintas épocas
coleccionistas, discómanos, bailarines y versados de otras tierras, de los duros de Cali que de tiempo atrás
adoptaron al moniquireño Jacobo Vargas Torres como el pinchadiscos de honor de la Sultana del Valle para su máxima
celebración que a todas luces comienza el 25 de diciembre y se rinde sonámbula
y ojerosa en víspera del año nuevo, por nombrar un puñado de tesos:
Jesús María Solarte, el popularísimo Chucho Bonbonbum (campeón de antología del baile de salsa,
discípulo de grandes exponentes de la pista como Watusi, Amparo Arrebato, Jimmy Bugalú, El Chato y Veinte Millas).
Toño Salcedo, Miguel Giraldo, el del Chorrito
Antillano; Simón García, el reconocido Vaso
de Leche, Héctor Reina, Lisímaco Paz, Carlos Molina, del Museo de la Salsa;
y notables damas de la tradición salsera como Nelly Parra, de la NellyTeka; Leyda Santa, de La Matraca; y Fanny Martínez, de la Salsoteca La Ponceña, entre otros, la
mayoría del Barrio Obrero, donde a finales de los años 60 y principio de los
70, se produjeron los primeros hervores del incandescente movimiento musical
llamado Salsa.
El profesor Dorian Mesa, amigo de época de Jacobo, también ostenta una acreditada colección de música latina. Foto: La Pluma & La Herida |
‘Paso
Fino’ y su jalala
Melómanos y coleccionistas de aquí y de allá,
coincidieron en bautizar a Jacobo Vargas
Torres como Paso fino, por su elegante
y parsimonioso estilo de deslizarse por la pista a la hora de ejecutar un
mambo, driblar un bugalú, o saltar acompasado las baldosas, como en un juego de
rayuela, al ritmo de una descarga trepidante del calibre de Vengo del monte -una de sus preferidas-,
original de Chano Pozo, y con ese paso
fino, songo sorongo, ha conquistado varios concursos de baile en Cali,
Barranquilla y Bogotá.
Además del cotice adquirido en más de medio siglo como
programador musical, o disc jockey,
que llaman, infaltable en la Feria de Cali, y de previa reserva en bailes privados y salsotecas, a donde llega con su
maletín de cuero de la RCA Víctor cargado de joyas de esa polifonía de la Cuba
de antes y después de la Revolución, cuando Radio Progreso, en su concurrido espacio
Palmas y Cañas, pasaba en vivo a
voces de kilates como la de Coralia Fernández (según Jacobo la mejor voz que ha
dado Cuba después de Celia Cruz y Celina González), Amelita Frades, con la
Orquesta de Ernesto Duarte; Arsenio Rodríguez, con la Orquesta de Chano Pozo;
Polito Domínguez, con la Orquesta de René Hernández; la Orquesta Colorama; el
Conjunto Caney, el Septeto Nacional, todo Celina & Reutilio, la Guarachera de Cuba, y los boleros sagrados y desangrados del Benny Moré,
su santo patrón musical.
Alhajas fonográficas como Oye mi tumbao (78 RPM) del sello Presto, del conjunto Trovadores
Cubanos, en la voz de Hilda Salazar, que Jacobo compró por veinte dólares en
1991, en La Infanta (el San Victorino
habanero), y por el que un coleccionista duro
de Cali le ofreció $4.000.000:
“El hombre me calentó el oído -remite Jacobo-, pero me
resistí a vendérselo. Y me negué, como me ha pasado varias veces, por el
preciado documento de vieja guardia que representan estas piezas musicales, y porque
ya no se consiguen. El valor incide en su originalidad, el conocimiento, el
buen gusto y el sentimiento del coleccionista, y porque hace mucho tiempo que
escasean en el mercado”.
No obstante sus 65 años, Jacobo tiene la vitalidad y el garbo de un treintañero. Foto: La Pluma & La Herida |
“Hay coleccionistas muy versados y saben del valor íntimo
y monetario de un vinilo. Por eso no dudan en ofrecer una cifra considerable. Y
en este negocio, de más de cincuenta años, tengo la fortuna de poseer una buena
cantidad de discos de repertorio como uno de Emilita Frades, Traigo un tumbao, de 1942, avaluado en
$3.000.000, o uno de la Orquesta Colorama, de Cuba, estimado en $1.000.000. Y
así por el estilo…”.
Cuántos vinilos habrá puesto Paso fino en los tornamesas que abundan en sus bodegas, desde
cuando se inició peladito en el comercio de San Victorino, cincuenta años
después, ahora que pinta hebras de plata y al filo de la madrugada ronda entre
sus camaradas chorritos de un bourbon
color ámbar.
¡Oigan esto! –alerta Paso
Fino-, pa’que afinen…, y se oye otra vez el crepitar de la sal en los leños
cuando aplica la aguja en otra joya del Benny Moré, y se suelta el Bárbaro del Ritmo con su bolero insgine
en esa voz que parece el susurro de un ángel cubierto de escarcha, como si nada
penoso y trágico hubiera pasado en el mundo, como si el mundo fuera una obra fresquita
de ayer:
Cómo
fue / no sé decirte cómo fue / no sé explicarme qué pasó / pero de ti me
enamoré… / Fue una luz / que iluminó todo mi ser / tu risa como un manantial /
regó mi vida de inquietud. / Fueron tus ojos o tu boca / fueron tus manos o tu
voz / fue a lo mejor la impaciencia / de tanto esperar tu llegada / más no sé…
/ no sé decirte cómo fue / no sé explicarme qué pasó / pero de ti me enamoré…
Jacobo Vargas, 'Paso Fino', una descarga irrepetible de medio siglo. Foto: La Pluma & La Herida |
Es el poder hipnótico de la música, con el hechizo seductor
de un vinilo gramofónico que no cesa de dar vueltas bajo la cópula de una saeta
de diamante, que trasmuta a su paso y entre surcos añoranzas, alegrías, postales
irrepetibles del pasado, triunfos, tragedias y derrotas de la vida y del amor,
nostalgias acuñadas de juglares y rapsodas, de lo que pudo haber sido y no fue…
Al final, el recinto queda en silencio, y los
contertulios se miran interrogantes, como si esta fuera la última noche, de
tantas veladas celebradas con la única compañía que no condena ni abandona ni
falsea ni traiciona: la música, alma entraña de discómanos, radiodifusores, coleccionistas,
pinchadiscos, y aficionados, sólo que
Jacobo, el anfitrión, anuncia que por esta noche es suficiente, y que ya es
hora de partir.
Y mientras apaga luces y pone cerrojos a las puertas de
su bodega, se oye el estribillo ronco de los compadres sesentones con ese dejo
prolongado del Benny Moré, Cómo fue / no
sé decirte como fue… / no sé explicarme qué pasó / pero de ti me enamoré…
Estos tercos y dulces viejos que todavía creen en el
amor, como si se tratara de una trasnochada pandilla de bachilleres.
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