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Con el cuadro de Cervantes, como imagen tutelar de su despacho, el profesor Cleóbulo Sabogal es una institución en la Academia Colombina de la Lengua. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo Rondón Chamorro
Quien no lo
haya visto de cuerpo presente se lo imaginará entrado en años, poblado de
canas, el rostro cetrino surcado de arrugas, unos ojillos inquisitivos de
roedor de biblioteca protegidos por unos anteojos gruesos como culos de botella,
apoltronado en su oficina en medio de arrumes de mamotretos, incunables y
periódicos amarillentos picados por el tenebroso ácaro de la sarna; un retrato
similar al del recordado Godofredo Cínico
Caspa de Jaime Garzón, pero no...
Cleóbulo Sabogal Cárdenas, el suspicaz y diligente custodio del idioma, es un hombre relativamente joven, sin una hebra plateada que delate vejez, con más aires de notario municipal, secretario de juzgado o cajero de banco.
-¿Qué se echa que no le salen canas?-, le pregunto.
-Me echo a
dormir temprano, porque soy muy malo para trasnochar-, responde con un veloz
lance sarcástico, que en el argot taurino podría traducirse en un trincherazo
de empaque.
En la puerta
de su oficina, a la que se llega luego de atravesar un largo, entapetado y
melancólico vestíbulo -recorderis del corredor del tenebroso hotel donde, a
órdenes de Stanley Kubrick, Jack Nicholson perseguía enloquecido a
su familia con un hacha en El Resplandor
(1980)-, hay una inscripción que dice: Sala
Rafael Maya. Oficina de información. Comisión de vocabulario técnico.
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Más de cuarenta diccionarios consulta Sabogal Cárdenas en su despacho. Foto: La Pluma & La Herida |
Íngrimo en
ese amplio salón, el profesor Cleóbulo
está a punto de completar en agosto próximo veintiún años como consultor y
veedor del buen uso del castellano para Colombia, no rodeado de incunables y
mamotretos salpicados de cagarrutas de bichos endémicos, sino de muchos
diccionarios, más de cuarenta, de época y actualizados, dispuestos en su
vitrina personal y en su escritorio, con un orden y una simetría de neurótico
cuadriculado.
A vuelo de
pájaro tomamos nota de algunos de las decenas de títulos que lo acompañan en su
rutina diaria, sin contar los que tiene en casa: el Diccionario del Español Actual. El Manual de Estilo de la Lengua Española. El Nuevo
Diccionario de Dudas y Dificultades de la Lengua Española. El Diccionario Panhispánico de Dudas.
Los seis tomos del Atlas Lingüístico
Etnográfico de Colombia. El Diccionario
Manual e Ilustrado de la Lengua Española. El Diccionario de Gentilicios de Colombia. El Diccionario de Expresiones Extranjeras. El Diccionario de Bibliología y Ciencias Afines. El Diccionario para la Enseñanza de la Lengua
Española (de la Universidad Alcalá de Henares). La quinta edición del Manual de Estilo de la Lengua Española.
El Manual de
Estilo Chicago Deusto (por la universidad) Y pare
de contar.
Esa obsesión
por los diccionarios se remite a su época de niño, en Cunday (Tolima), cuando
llegó a sus manos el Pequeño Larousse
que exigía la lista de útiles escolares. Luego, con fervor en el bachillerato,
repartido en tres etapas: los primeros
en su pueblo natal; 8° grado en un colegio privado de Ibagué, y 9°, 10° y 11°
en el Seminario Mayor de la capital tolimense.
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Decidido y a tiempo, Sabogal renunció a los ornamentos clericales para dedicarse en profundidad al estudio y la investigación del lenguaje. Foto: La Pluma & La Herida |
Embebido por
la belleza inalcanzable de las potestades celestiales y la quintaesencia de la
fe católica, y aterrorizado ante los pecados del mundo y las trémulas
debilidades de la carne, entre relicarios y devocionarios, cursos de latín y
griego, y Las Confesiones, de San Agustín de Hipona, el buen Cleóbulo, con todos los ardores de la
adolescencia, soñó lucir los ornamentos sacerdotales y cursó la carrera
completa en el Seminario Mayor de Ibagué.
Si no se
ordenó como lo instruye y legitima la Iglesia, fue porque cuando prestaba sus
labores, ya con ministerios en la parroquia del municipio tolimense de Santa
Isabel, se dio cuenta, con profunda nostalgia, de que la del sacerdocio no era
su vocación. Así que claudicó en su intento.
A escasos
meses de llegar a Bogotá, en 1998, tuvo la fortuna de emplearse como jefe de información y divulgación de la Academia Colombia de la Lengua, y para
complementar estudios y conocimientos en aras de la responsabilidad de su nuevo
cargo, materializó una licenciatura de Filosofía y Letras en la Universidad de
la Salle.
De ese año,
a la fecha, el profesor Cleóbulo Sabogal
es el encargado de dilucidar y responder a cualquier tipo de dudas de
profesionales de diferentes áreas: abogados, catedráticos, publicistas,
diseñadores gráficos, correctores de estilo y, paradójicamente, que debería ser
en sumo grado, uno que otro periodista. Revela que quienes, con más frecuencia
lo consultan, son Yamid Amat, María
Lucía Fernández, César Muñoz Vargas, Wilson Quimbay y J.J. Pinilla.
Sabogal se duele de cómo se maltrata el
idioma, sobre todo en los medios de comunicación, cuando se da a la tarea de
cazar gazapos. Dice que de las más de quinientas mil palabras que en promedio
ostenta el castellano, un colombiano raso -que puede ser un cargaladrillos-, no alcanza a manejar
cinco mil.
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El Diccionario de la Lengua Española 300 años, uno de los libros de cabecera del profesor Sabogal. Foto: La Pluma & La Herida |
“Hay
considerable descuido y negligencia en el uso de la palabra. Las alocuciones en
radio y televisión, sobre todo en las secciones de entretenimiento y farándula, están plagadas de yerros. Ni hablar de periódicos y otras publicaciones, la mayoría
empedradas de errores”, añade Sabogal
Cárdenas.
Parte de ese
descuido, aduce el filósofo y lingüista, tiene que ver con que no hay el mismo
rigor de enseñanza de gramática y ortografía de otros tiempos: “Ya no se exige
en el pensum académico la Gramática de
don Andrés Bello, o la Gramática Latina de Rufino José Cuervo y
Miguel Antonio Caro. Menos el Tratado
de Ortología y Ortografía, de José
Manuel Marroquín. Ahora a la gente no le importa hablar bien, sino que se
le entienda”, agrega Sabogal.
Tercio
entonces para compartirle al consultor de la Academia Colombiana de la Lengua las reflexiones del escritor
vallecaucano Gustavo Álvarez Gardeazábal,
en una de sus columnas, a propósito del despiadado maltrato que se le da en
estos tiempos al idioma que heredamos de Castilla, en el hablar cotidiano, ni
se diga en las redes sociales:
“(…) El
idioma español tiene cerca de 500.000 palabras. En el libro Don Quijote, Cervantes usó 22.939
palabras diferentes. En una conversación entre dos profesionales pensionados se
usan más de 3.200 palabras. Una canción de reguetón tiene, en promedio, 30
palabras. La mayoría de los jóvenes de la actual generación se comunican con
300 palabras (de estas, 78 son groserías y 37 emoticones). Ya se pueden
imaginar el nivel de comprensión de lectura y pensamiento crítico que poseen.
La
generación de ahora no habla, garrapatea en su pantalla para comunicarse por wasap o, de pronto por mail. En sus colegios no les enseñan
redacción. Ellos se las inventan con tal de no hablar. Prefieren el texto
escrito como si sufrieran sordera, pero la verdad es que como andan con
audífonos oyendo música, lo que han suprimido no es la audición sino la lengua.
Y cuando se quitan esos aparatos que los vuelven zombies, hablan con una absoluta escasez de lenguaje.
Hace unos
días, en una sala de espera de un aeropuerto, tuve que oír una charla entre dos
milenials bien vestidos y arrogantes
(al subirme al avión vi que iban en primera clase) y en 22 minutos de espera
dijeron 138 veces entre los dos marica y
huevón como estribillos de un
vallenato mal cantado (…).
Cuándo
mataron al verbo no es lo de dilucidar en estos 1.200 caracteres. Lo importante
es prever hacia dónde va la comunicación y hasta donde la pantallita del smart nos derrotó haciendo trampa con el
bendito algoritmo que nos arrebató la
libertad”.
De ahí que el
objetivo del cronista sea indagarle al maestro
Sabogal sobre las nuevas jergas que imponen los jóvenes. Tomo aire para
soltarle un terminacho que al ortógrafo en cuestión le podría incendiar las
mejillas.
-¿Sabía usted, profesor, que la
muchachada ha tomado por abreviatura de gonorrea -con la que a diario se tratan- el barbarismo nea?
“Pues no me
extraña porque las jergas no son de
ahora sino de siempre. Y los jóvenes se apropian de vocablos para comunicarse.
Pero no es para asombrarse ni para sufrir por eso”.
¿Vamos de mal en peor en el maltrato
del lenguaje?
“Eso es
relativo y sucede en cualquier país, España, México, Argentina, Colombia. En
todas partes se habla mal o se habla bien, ya que siempre habrá personas que se
preocupan por hablar y escribir bien, y otras que no les interesa y se las
arreglan para comunicarse como mejor les parezca”.
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En agosto próximo, el profesor Cleóbulo completará veintiún años al frente de la consultoría de la Academia Colombiana de la Lengua. Foto: La Pluma & La Herida |
¿Sigue siendo Bogotá la ciudad donde
mejor se habla el español, dicho por los mismos españoles?
“En realidad no hay un lugar en el que se
pueda decir que se habla o se escribe el mejor idioma. Hace años lo dejó muy
claro el Instituto Cervantes de España. Primero, en una de sus obras: Las 500
Preguntas más Frecuentes del Español, y ahora este año, en una nueva
edición de la anterior. Si a un español le preguntan dónde hablan el mejor
español, él seguramente no va a decir que en Buenos Aires, en Caracas, en
Quito, Montevideo o Bogotá, sino en Valladolid. Pero no se puede desconocer que
Colombia fue cuna de grandes filólogos y maestros de la oratoria como Rufino
José Cuervo”.
¿Son más notorias hoy en día las
faltas de ortografía que antes?
“Sí, porque
no hay una preocupación constante al respecto, ni de los educadores ni de los
educandos. En épocas pasadas era de rigor en el pensum incentivar en la
claridad del lenguaje, en la precisión de sus normas gramaticales, de
ortografía y de sintaxis. Eso se ha perdido considerablemente. Por ejemplo, un
libro que se publicó hace cuarenta y cinco años, Ortografía y Ciencia del Lenguaje, del profesor español José Polo, que
se aplicaba en los primeros años de estudio, desapareció como por encanto”.
¿Qué libros de interés general
recomienda para no cometer esas faltas tan frecuentes de ortografía?
“Recomiendo
tres libros: El Buen Uso del Español,
de la Real Academia de la Lengua. El recién publicado Libro de Estilo, también de la Real Academia, que ya se consigue en
el mercado colombiano, y el que se publicó hace poco en España, Las 100 Dudas Más Frecuentes del Español,
del Instituto Cervantes”.
De los más de cuarenta diccionarios
que tiene en su biblioteca y maneja en su escritorio, ¿Qué nuevas adquisiciones
ha hecho?
“El último
que compré el año pasado, el Diccionario
Histórico de la Morfología del Español, que acabo de reseñar para el
segundo semestre de la Academia”.
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De los recomendados de Sabogal para lograr una fluida escritura, sin faltas ortográficas. Foto: La Pluma & La Herida |
Sabogal Cárdenas recibe en su escritorio un promedio
de cuarenta consultas telefónicas y por correo electrónico, no más de veinte.
No lee otro asunto que no tenga que ver con el lenguaje en todos sus niveles.
Para él no hay palabras bonitas o feas. “Para mí las palabras son
significativas, dicientes, pero no más. Pero tengo que reconocer que me
disgustan las palabrotas, es decir, las groserías”.
Aunque no
tiene un jefe inmediato y cumple a un horario de empelado público, a Sabogal le desconsuela que, con todos
los estudios realizados y las pestañas chamuscadas de tanto consultar y devorar
diccionarios, el sueldo que gana no sea el más coherente: “La Academia Colombia de la Lengua depende
del Ministerio de Educación, y bien
se sabe que el presupuesto es escaso”.
Para
redondear ganancias, el profesor
Cleóbulo dicta clases particulares a estudiantes y profesionales, y recibe
una paga por la columna mensual que escribe en la revista de Copidrogas. Esto para ahorrar e
invertir en lo que ha sido su pasión y entrega de toda la vida: diccionarios y
manuales de lenguaje que, en su caso, es lo que más le demanda dinero desde su
condición de soltero feliz a sus cuarenta y cuatro años, que no fuma, no bebe,
no trasnocha, y los domingos y fiestas de guardar los divide entre lecturas
eucarísticas en templos como el de la Sagrada
Eucaristía, de Pablo VI, y el del Corpus
Christi, en Nicolás de Federmán, amén de almuerzos y onces con tías
adorables, o en la casa de su mejor amiga, Clara
Lucía Delgado, quien fue discípula suya en la Universidad Javeriana, y hoy
una aventajada editora.
Para estas
fechas, cuando se celebra el Día
Internacional del Idioma, Sabogal atiende
a estudiantes duchos en ortografía y gramática de diferentes colegios, o a
personas particulares. Les comparte un tour por los aposentos de la Academia,
en especial la biblioteca y el archivo, les habla de la historia de la institución
y de las funciones que cumple.
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Buena parte de sus ganancias las invierte en diccionarios y textos que tengan que ver con el buen uso del idioma. Foto: La Pluma & La Herida |
A mediodía no falta el amigo o la amiga que lo
invite a almorzar con una copa de vino por cuenta de don Miguel de Cervantes Saavedra, o de algunos de la pléyade de doctos
y eruditos del castellano que abundan en óleos y fotografías en su oficina, con
el friso de la Literatura Colombiana,
del maestro Luis Alberto Acuña, como
telón de fondo.
En esas
solemnes paredes, aparecen entre otros: el padre Félix Restrepo, a quien se debe el edificio de la Academia Colombiana de la Lengua, que
empezó a construirse a mediados de los 50 y fue terminado a comienzos de los
60. Un retrato al óleo de don Hernando
Domínguez Camargo, de los más representativos del parnaso de la Nueva
Granada. Otro de Andrés Bello,
venezolano, uno de los mejores gramáticos del idioma español, junto con Elio Antonio de Nebrija, autor de la Primera Gramática del Español;. uno más
de Monseñor José Telésforo Paul,
miembro de la Academia Colombia de la
Lengua, y por supuesto, el del gran Cervantes
en tintilla, que un letrado de entreguerras trajo de España en el siglo
antepasado, como de la Madre Patria el imponente bronce de don Juan de Ávalos, que custodia la entrada
del edificio de estilo neoclásico, diseñado por el arquitecto español Alfredo Rodríguez Ordaz.
Son las
cinco de la tarde y el profesor Cleóbulo
Sabogal Cárdenas se despoja de sus cubremangas
de cajero de banco porque es hora de partir. Se pone el saco y ajusta con
parsimonia el nudo Windsor de su corbata. De la solapa pende una medalla del
Espíritu Santo.
- ¿Siempre
la lleva ahí?
- Sí, ¿por
qué?
- ¿Por
agüero?
- Por agüero,
no. Porque es la tercera persona, y es fuente de conocimiento y sabiduría.
Cruzamos el
largo vestíbulo cinematográfico que conecta con las escaleras que conducen al
primer piso donde está el paraninfo.
En el
antepecho de la Academia Colombiana de
la Lengua, justo al borde de la estatua de don Miguel Antonio Caro, cruza unas palabras con don Ananías, su hombre de confianza, el funcionario que tiene a
cargo las llaves y la custodia del recinto sagrado del idioma, y el mismo que
con los años le transmitirá a sus nietos que fue por años compañero y amigo de
aquel hombre, silente y solitario, que nunca se apenó del nombre griego que con
orgullo lo bautizó su padre, y que por encima de todas las riquezas y
tentaciones terrenales, amaba los diccionarios.
De salida,
aprovecho para tomarle una última fotografía al lado de la estatua de don Miguel Antonio Caro.
- ¿Usted por qué me toma tantas
fotografías?, ¿es que va a hacer un álbum conmigo?-, me espeta como mirando a un bicho
raro.
-Maestro,
usted es todo un personaje. Mis respetos-,
concluyo.
Del tintero y otras tintillas
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El profesor Cleóbulo junto al imponente bronce de Cervantes, de don Juán de Ávalos, que custodia el paraninfo de la Academia. Foto: La Pluma & La Herida |
¿Cómo han sido las relaciones con sus
padres a partir del nombre con que lo bautizaron?
"Fue una
relación de gratitud la que tuve con mis padres porque los dos fallecieron. Sin
embargo, agradezco a mi padre el haber escogido este nombre griego, que tiene
un gran significado y que, al decir de muchos, hago honor a él".
¿Por ese nombre fue que decidió en su
juventud seguir los caminos del sacerdocio?
“No, el
nombre no tuvo nada que ver con mi carrera sacerdotal”.
¿Qué lo motivó entonces?
“La vocación
que desde niño sentí y por la que estuve diez años interno en el Seminario de
Ibagué”.
¿Tiene un diario donde cuenta esta
vida y la otra al servicio de Dios?
“Nunca he
llevado diarios”.
Pero con diez años de encierro
monástico debe tener muchas cosas que contar...
“Hay un
conjunto de anécdotas, tristezas, alegrías y satisfacciones, pero tampoco como
para publicar un libro”.
Cuando se observa al espejo, ¿no le
da la leve impresión de que está tomando la sospechosa curvatura de una
interrogación?
“Me doy
cuenta de que estoy tomando la forma de un signo de exclamación, porque cada
vez me admiro más de lo que desconozco”.
¿En instantes neuróticos lo asaltan
tempestades de tildes, apóstrofos y comas?
“No, las
tempestades que me asaltan tienen que ver con problemas sintácticos”.
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Su segunda casa, a lo largo de más de veinte años. Foto: La Pluma & La Herida |
¿Es usted un obsesionado de la letra
H?
“Sí lo soy,
porque muchas veces me quedo como una H, es decir, mudo, ante tanto
conocimiento inabarcable de nuestro idioma”.
¿Cuál es para usted la letra más
sensual del abecedario?
“Podríamos
retomar la H, puesto que con ella se escriben muchas interjecciones como hum, huy y hey. Esta última dio nombre a una de las célebres canciones de
Julio Iglesias”.
¿Tiene alguna aversión contra la Ñ?
“En
absoluto, porque esta letra es indispensable en nuestro idioma”.
¿Por cuál signo de puntuación siente
más simpatía?
“Por la
coma, porque es el signo que más usos tiene y el que más se presta a discusión”.
¿Es verdad que es difícil ingresar a
su domicilio por la cantidad de diccionarios y libros de gramática que existen?
“No es
verdad, puesto que soy una persona muy organizada y casi todos mis libros están
en el estudio de mi apartamento”.
¿Cuál es el diccionario en español
más confiable en este momento?
“Aparte del Diccionario de la Real Academia Española,
consulto otros muy importantes como el Diccionario
de Uso del Español y el Diccionario
del Español Actual”.
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Los teléfonos de consultoría, con la custodia de María Inmaculada, su imagen de devoción. Foto: La Pluma & La Herida |
¿Sigue consultando a María Moliner?
“Sí señor,
porque es uno de los diccionarios más importantes de nuestra lengua y la
editorial Gredos se ha encargado de actualizarlo”.
¿Cree que los correctores de estilo
están en vías de extinción?
“Para nada.
Sin embargo, muchos de ellos sí están condenados a desaparecer por su mala
preparación y por su desconocimiento del idioma, que es la herramienta esencial
de su trabajo”.
¿Los colombianos, definitivamente,
somos unos malhablados?
“Más que
malhablados diría que hay mucho desconocimiento de nuestro idioma y que lo
maltratamos a menudo”.
¿Tiene por afición cazar gazapos como
en su momento lo hizo don Roberto Cadavid Misas, el recordado Argos?
“No tengo
esa afición, pero los detecto fácilmente cuando estoy leyendo”.
¿Cuál es la palabra más extraña que
conoce?
“Calipedia,
una palabra de origen griego que designa el arte quimérica de procrear hijos
hermosos”.
¿Cuál es el verbo que más conjuga?
“Leer”.
¿Y del que más rehúye?
“Emperezar,
es decir, dejarse dominar por la pereza”.
¿Es usted un artículo de fe?
“No lo soy,
porque los artículos de fe solo pueden ser propuestos por la Iglesia”.
¿Sus disputas son de género?
“No señor,
porque no suelo entrar en disputas de ningún género”.
¿Lo conmueven las diéresis?
“No me
conmueve su presencia, sino su ausencia, ya que muchos creen que este signo
diacrítico ya no se emplea”.
¿A qué sabe una lengua muerta?
“A
nostalgia, porque es un sistema de comunicación ya perdido”.
¿Cuál es la pesadilla más frecuente?,
¿acaso la mala ortografía?
“La
ortografía es por definición escritura correcta; luego ‘mala ortografía’ es una
contradicción y ‘buena ortografía’ es un pleonasmo o redundancia”.
¿Entonces cómo se dice, profesor?
“Se dice
cacografía, es decir, la escritura contra las normas de la ortografía”.
¿Y usted es el verdugo implacable de
los cacógrafos?
“Si me dan
la oportunidad, me convierto en un censor, más que un verdugo”.
¿Cuál es el antónimo de cacógrafo?
“Ortógrafo,
y ese soy yo”.
¿Qué pecados puede tener un hombre
aparentemente tan puro como usted? ¿Acaso la codicia, la envidia, la lujuria…?
“El orgullo”.
Consulte al profesor Cleóbulo Sabogal
al teléfono de su despacho en Bogotá: 3426296 o escríbale a consultas@academiacolombianadelalengua.co
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