Belisario Betancur Cuartas, estadista, sociólogo, ensayista, catedrático, traductor y poeta (1923-2018). Foto: Radio Nacional de Colombia |
Al
fin y al cabo todo es muerte / menos la muerte. / Morimos hacia adentro / según
que ardan las brasas y la luna / o vamos desplomándonos / bloque a bloque cayendo
/ como río que lava el lodo / y echa a rodar el alma... (Extravío en Argos, Belisario Betancur Cuartas. 1923-2018)
Qué gran poeta fue el expresidente Belisario Betancur, pese a una modestia inmerecida de muchos años,
o quizás a ese pudor de quien ve la poesía como la verdad más transparente, o como el único
recurso en el gozo, la incertidumbre o la calamidad, para agradecerle o
reclamarle a Dios desde la tierra.
O quizás ese temor
o esa prudencia del hombre provinciano, del campesino de las montañas de
Antioquia, que no obstante su admirable formación y trayectoria como hombre de
letras, estadista, humanista, sociólogo y traductor, poseedor de una vasta
cultura, se habría hecho a la idea de que eso
de cometer versos era un don especial que las deidades del olimpo otorgaban
a ciertos privilegiados.
Poseedor de una vasta cultura y de un alto sentido humanístico. Foto: Portafolio |
Porque estos Poemas
del caminante estuvieron archivados mucho tiempo, pero mucho tiempo después
de su errancia itinerante como ciudadano del mundo desde la patria chica de Carlos Castro Saavedra, Tomás Carrasquilla , Manuel Mejía Vallejo y Porfirio Barba Jacob, a las antípodas,
y de haber librado arduas batallas como presidente de la república, y una vez cumplido
su mandato (1982-1986), retirarse al silencio y a la soledad monacal de las
letras y la creación, a su compromiso y respaldo fundamental a la educación y a
la cultura, desde su escritorio de presidente de la Fundación Santillana para Iberoamérica.
Sí, muchos años después se produciría el hallazgo de la
veta de oro de su poesía. Fue en los albores del nuevo milenio, cualquier noche
de esas amenas y prolongadas tertulias en la Casa de Poesía Silva, de la que él fue su gran impulsor y
patrocinador, cuando los poetas Mario
Rivero y María Mercedes Carranza
lograron sonsacarle estupefactos ese tesoro escondido que el cauteloso
expresidente persistía dejar inédito.
Así fueron aflorando los primeros poemas, publicados por
partes en antologías y en la revista Golpe
de dados, y luego, por iniciativa de Dalita
Navarro Palmar, esta bella y cuidadosa edición, tan íntima y reveladora
como el alma de su autor, con dibujos del artista José Antonio Suárez Londoño, prólogos de Mario Rivero y María Mercedes
Carranza, sus descubridores, impresa en los talleres de Villegas Editores, y publicada, como
regalo de Dalita, su esposa, en
2003, para el aniversario ochenta del tímido y recóndito bardo de Amagá (Antioquia).
Con su compromiso latente de apoyo al arte, la educación y la cultura. Foto: El Espectador |
“Poemas limpios de sentimiento, palabra y forma. Ni
sentimentales efusiones, ni retorcimientos intelectuales. Nada forzado ni
artificioso (…). Nos encontramos ante lo que en poesía se suele denominar la búsqueda, en el sentido casi místico
de peregrinación”, apunta Mario Rivero.
“Este caminante se ha extraviado en Argos donde vio la muerte sin sueño ni armadura.
Descubrió el alma de la piedra en Jerusalén. Y la luz, en la infancia de
Botero. Este caminante fue visto en Quito; se demoró varios poemas en Nueva
York, caminando por Sutton Place, tomando whisky en el bar de Peter O’Donell, o
charlando sobre libros con Joe Watson debajo del puente de la 42. Este
caminante desde Praga llegó hasta la Tierra del Fuego y de ahí saltó a la
India. Y en Bogotá otra vez encontró el amor”, remata en su prólogo María Mercedes Carranza.
Leo y releo Los
poemas del caminante, plenos de luz, amor y sabiduría, y me dejó llevar por
su candil redentor por regiones y vericuetos de su trashumancia, de su arrolladora
geografía de parajes insospechados, de visiones abismales y de una profunda
melancolía, próxima al acabose inexorable, pero nunca distante del fragor y la
plenitud de la vida, como los versos del Extravío
de Argos:
Al
fin y al cabo todo es muerte / menos la muerte.
De este precioso libro comparto diez poemas en este domingo
9 de diciembre de 2018, cuando despedimos con palmas de gratitud y admiración
al egregio y dilecto colombiano, que no obstante su grandeza hizo cumplir al
pie de la letra su último deseo: nada de oropeles en su funeral, ni cámara
ardiente en el Congreso de la República, ni exequias en la Catedral Primada, ni
honores de la Guardia Presidencial.
Morimos
hacia adentro / según que ardan las brasas y la luna.
Hasta siempre, poeta.
Catarata
de piedra
(Para Teddy Kollek,
alcalde de Jerusalén).
Todo era piedra
(Chagall miraba desde el sol,
desde la luz miraba, aire inflamado).
Aquel día fue creada además el alma de la piedra,
antes del muro, antes del salmo,
antes del templo y de la tarde.
Piedras brotaban como si fueran
manantiales de dura luz sonora…
Subían y descendían las escaleras
hacia el mar, el incienso y la plegaria.
Todo era piedra y luz.
(Sangraba el corazón, el de la piedra
sangraba y el del árbol sollozaba).
Volaba el aire hacia la arena en sueño,
sin el consentimiento de la brisa
sometido a los cielos bizantinos,
piedra a gota el Cedrón retrocediendo
hacia la ciudadela y la muralla
como una catarata disecada.
Le mordía la luz el labio al aire
como de amor se muerde una manzana,
mientras Chagall pintaba a borbotones
de color los caminos calcinados.
Te hablo desde el lugar más amoroso
del corazón,
Jerusalén donde la roca canta,
árbol sembrado entre dureza y fruta
allí esperando
que la guerra diga,
que la guerra y la paz, que las canciones
estremezcan la luz entre las ramas.
Quiero que guardes bien guardadas
estas palabras de esmeralda y selva
y que las guardes donde no las quemen
la zarza ardiendo en mitad del camino,
ni Rodin caminando (sin su sexo, ni sus ojos,
ni el llanto, ni el desierto),
hacia un nuevo sendero, paz y frutas
y flores a lo largo de la tierra).
Sembrada estás entre la piedra fértil,
Jerusalén, sembrada entre la luz
que ha regado Chagall por los rincones.
(Cada palabra sale enternecida,
Jerusalén, cada palabra,
la que dijeron millones de hombres de apretados dientes
y que repiten en el Monte Scopus
las muchachas,
mordiendo una naranja, mientras silba
el viento galopante desde Eilat).
Te quedarás allí, eco del tiempo,
Jerusalén. Te quedarás. Te quedarás.
Jerusalén, julio 20 de 1973.
Memoria
de la luz
(Para Pedro Botero,
allá en las nubes).
Preámbulo
El recuerdo que tengo de la luz
se refiere a una casa de geranios
en el patio, allá todos trabajábamos.
Una montaña, una campana, el río,
y la luz frecuentando el vecindario.
También me acuerdo de la luz de Safo,
ella y yo Grecia a tramos recorriendo,
las canciones, los dioses, el sirtaki
y aceitunas de tersa piel en Nauplia.
Sé además del arroz matriculado
buscando el agua, con el sol a cuestas
sediento entre amapolas en Camboya.
O bien del sol y el viento en Botticelli
despeinando la tez, la cabellera.
Pero antes de Chagall la luz andaba
a tientas por el mundo, se prendía
de todas las muchachas, dibujaba
su estatura en los puertos, en las rías.
No se sabía dónde madrugaba,
si en Mykonos, dormía en Epidaurus
pero al siguiente día se perdía.
Unas veces viajaba navegando
cada nube desde Hydra a la Guajira,
a lomo de piragua itineraba
su verdura azulada, su armadura.
(Carranza dice con su voz de palma
que a él de niño el sol lo perseguía…
Aurelio Arturo que vio el sol del sur
en Almaguer arar las chirimoyas).
Anunciación
de la ocarina
(Para Dalita)
“… Ha vuelto la lluvia sobre los cafetales…”
Álvaro Mutis
Caía la lluvia como si lloraran
Muchos pájaros a la vez.
Caía y recogían los manantiales
Manos asiduas y sedientas.
Caía la lluvia sobre las superficies ávidas
Sobre los suelos de la piña y el tabaco.
Caía la lluvia y su intervalo era
La respiración vegetal de los yarumos.
Caía la lluvia y erizaba la piel
De los perros, la piel
De los árboles la invadía.
Su verde vocabulario. Caía, caía, caía
Volvía
la lluvia sobre los cafetales.
Caía y se empinaba la lluvia
Sobre los grumos de la greda,
Volviendo a ser la nube.
Era la pulsación de los sentidos,
El agradecimiento de la arcilla
Bajo los techos de seda del balso y el algodón.
Las mano esperando. Caía la lluvia.
Las manos trabajando. Caía la lluvia.
Caía la lluvia, las manos tejiendo,
los ojos tejedores mientras caía la lluvia
en cantos de los ojos al tiempo
y las manos tejiendo, adelgazando,
mientras el torno y el horno mereciendo,
las manos pensativas amando
como incienso en descenso.
Desde el principio eran del mar las oquedades,
Del viento eran los sonidos.
(Yo la miraba mientras la lluvia
Tejía y tejía y las manos
le arrancaban al mar las caracolas).
Era oír el mar, cantar la marea,
Pensar la música. Caía la lluvia.
Las manos proseguían el camino
Del agua, el tiempo y la canción.
Un aspaviento de repente en el aire.
Era la anunciación de la ocarina.
Llegaba con su estrépito
De la arcilla y el mar.
La lluvia seguía cayendo
Sobre los cafetales.
Bogotá, 2002
La
soledad del sur
Todos los colores son blancos,
Blanca la opaca llanura y el amarillo sol y la ancha mar
turquesa,
Todos los colores son blancos.
Debes despojarte de todo otro color.
Lo primero es privarse de los libros,
Descolgar los cuadros predilectos de todas las paredes
hasta no dejar sitio donde
poner los ojos
Que no
sea memoria de los lienzos.
Cada objeto te habla desde dentro
de las habitaciones que recuerda.
Por ejemplo, los labios ojerosos del beso
de aquella tarde en el aterido
rincón de un copioso anticuario.
O bien, una canción de Martha Senn
que querías oír detrás de un biombo
como por retener su cadencia.
Todos los colores son blancos.
Después quieres desvestirte de tu algarabía cotidiana
y entrar en el recinto del silencio.
Andas por tus callados territorios
y las habitaciones interiores.
Oyes el aire y ves la voz
esencial de los prisioneros
en las paredes de la vieja cárcel.
Todos los colores son blancos.
Y hablas con habitantes elusivos
en cada rector bastidor que te recuerda.
Eres tú mismo cuando se te olvidan
tus sueños anteriores.
Todos los trajes te visten de anchura.
Cada espejo se fuga de la casa
Dejando yertas imágenes antiguas
En su tristeza llana.
Nada quiero que quede.
Tan sólo todos los colores blancos,
la memoria yerta y el silencio austral
como una flor solitaria.
Ya eres tú mismo, colgado del
mar del Sur cual si fuera del cielo.
Ushuai, Tierra del Fuego, diciembre, 1999
Errabundia
Te buscaba en un sueño inexistente,
en el espejo de las evocaciones.
Ni siquiera vivías en el recuerdo,
el vecino del lado del olvido.
Amanecía llamándote a tu casa
antes de que la hubieras construido.
Ya habías partido sin haber llegado.
O te habías muerto sin haber nacido.
New York, marzo, 1993
El
caminante
Otros dirán por mí quien quise ser,
yo solo sé decir que no lo fui.
Pero quiero explicarte, quise ser
el que entraba y salía de las horas
casi siempre de paso, el que cruzaba
del éxtasis al vértigo y aquel
que lo apuraba todo con delirio.
El mismo que exprimía la vendimia,
el jubiloso, en fin, agonizante
cada vez que el terror sobrecogía
un respiro, una flor, un elemento.
Otros dirán por mí. Nunca lo supe.
El
puente de la 42
Joe Watson duerme sobre sus libros
al amanecer
bajo el puente de la 42. Hay un estrépito
de voces y tambores como ecos de batallas.
Joe Watson va entregando sus sueños
como un trébol devuelto del otoño
entre páginas amarillas de Whitman.
La piel de Joe se arruga con el sol
como mi corazón con la estación,
debajo del puente donde sueña sus libros Joe Watson.
De la mano de Faulkner se pasea
por el Mississippi con sus muertos
y un cortejo nupcial de golondrinas.
Nunca habla Joe Watson. Su dolor
lo agita el viento del oeste.
Joe Watson me extiende
con manos anteriores rugosas,
un texto añoso de Mark Twain.
Se caen los ojos de los iconos
en la iglesia griega de la 47.
Joe Watson me mira
debajo del puente de la Primera Avenida con la 42,
como un grito ajado de Maya Angelow.
Se me mueren los pies
con el jazz de Marietta.
Joe Watson me brinda
los gemidos de Harlem.
Debajo del puente de la 42
sueña sus viejos libros Joe Watson.
El sol es un reloj apagado.
Así pasan las páginas antiguas
y las revelaciones
de Joe Watson bajo el puente de la 42.
New York, enero, 1993
Caminando
a Sutton Place
Desde cielos escuetos y silencios
llega la nieve hasta Manhattan, mientras
el viento del oeste sopla en mi corazón.
Duermen los sueños entre las huellas pensativas
que avanzan lentas y calladas hacia Sutton Place
donde esperan llorando las cadencias.
Allí he de hallar lo que soñara ayer.
Nunca antes vi caer los copos desmayados
cual largas alas congeladas sin vuelo,
mientras llama el coñac desde las copas
en la penumbra de “Bar and Books”
y en las estanterías ebrias suenan ecos
de Sandburg y de Shakespeare cerca de Sutton Place.
Un concierto de amantes llega en grumos
desleídos de tanto haberse amado.
Las calles son ecos exangües de multitudes
como anchas manos extendidas sin pulso,
sin sus dedos los guantes, sin abrazo los brazos.
Oigo la voz del agua y en la blancura siento
apenas Clapton sollozando, la guitarra y el llanto
en la oquedad del viento de Sutton Place.
El aire sueña. Yo soy entonces la ciudad
como el pecho dormido de la nieve
detrás del ventanal. Cumplo la cita
en la esquina del este cerca al puente,
hablando con sigilo al turbio Hudson
en las paredes mudas de Sutton Place.
New York, marzo 1993
Solo
el amor
(Para Bernardo
Ramírez y Rosario, joyceanos)
Aquí en el bar de Peter O’Donell
todos me conocen como un buen cristiano
y como un buen bebedor.
Me llamo Tony Bloom,
atildado y riguroso, siempre whiskey doble
que sea en las rocas hirvientes
según le gustaba a Joyce.
Y solo tomo Jameson,
irlandés por más razón.
Todos me admiran por frágil y ceremonioso
como las pompas de jabón.
(Espérame en el Morro de la Paila con el duende
Xenufaná y Misiá Rosario
que me enseñó a escribir y a ser lector).
Peter, otro doble en las rocas
y en la mar el tiburón.
Amo a Dublín y su cielo de plomo
lleno de nubes como yo.
Amo a Dublín en el número 7 de Blow Street
donde destilan aquel whiskey
desde 1780 los hijos de John Jameson
como le gustaba a Joyce.
Soy un viejo combatiente
que busca la liberación.
Se me olvidaron mis años
porque cada año me voy.
Con el Dante quiero hablar
en algún bar de Florencia
donde me olvidé de Dios,
para protestar con rabia
al Alighieri la condenación
de Paolo y de Francesca
que amaron solo el amor.
Otro doble, Peter, y que sea Jameson,
que sea en las rocas hirvientes
como le gustaba a Joyce.
Otro doble. Tengo prisa.
Termina mi peregrinación.
(Bogotá, noviembre, 1999)
Extravío
en Argos
Al fin y al cabo todo es muerte
menos la muerte.
Morimos hacia adentro
según que ardan las brasas y la luna
o vamos desplomándonos
bloque a bloque cayendo
como río que lava el lodo
y echa a rodar el alma:
otra vez sin saberse cuándo, dónde,
como avalancha ardiendo
piedras germinando.
Al fin y al cabo todo es muerte
menos la muerte.
El mirto llora un llanto verde
y el olivar aceite y grito
las mujeres del Argos con las manos
abiertas a la luna de Epidaurus.
Y yo me voy huyendo, devorando
las aceitunas del Peloponeso.
Pero conviene precisar.
No es lo mismo
el corazón a la intemperie
aunque no sea en Nauplia ni navegando.
No es lo mismo salirse con la suya
y mostrarles a todos
una muerte sin sueño ni armadura.
Todo el verdor, los médicos,
Esculapio mismo que te arrulla
una muerte supérstite sin ganas,
callado desde Tebas,
con pieles de duraznos, pisando el territorio,
no es lo mismo
que irse echando a morir gota a gota
perdido en uno mismo, sonámbulo y a tientas,
velado el corazón en Epidaurus.
No es lo mismo.
Atenas, junio, 1966
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