No sé si usted lo ha notado, pero al respaldo de la mayoría de los confesionarios, siempre hay un apagallamas. Foto: La Pluma & La Herida |
No en vano hay un extinguidor a mano, por si las moscas…
La acumulación de gases, hálitos tóxicos, ácaros, sanguijuelas
y culebrillas de todos los pecados, almacenados por años en estos antiguos
escaparates, podría en cualquier instante activar una combustión similar a la
de los petardos hechizos, y dejar reducida a polvo de yeso y arcilla la legión
de potestades, dominaciones y virtudes que custodian en su mutis sagrado las
iglesias.
Será por justas prevenciones de salubridad que algunos de
estos muebles han dejado de ser utilizados, pero permanecen ahí, intocables en
su abandono, como si el más abnegado de los sacristanes hubiese eludido la
responsabilidad de su trasteo por evitar los riesgos de las infectas emanaciones
concentradas en las rejillas confesionales: el butano de los homicidios y las
violaciones; el metano de la gula, los adulterios y las fornicaciones; el fosgeno
del odio, la envidia y la mentira; y el más común por estas épocas, el dióxido
de azufre, representado en los desmanes de la codicia y la
mezquindad humana.
Si políticos y magistrados de nuestro entorno, vencidos
por el peso de sus remordimientos, decidieran aventarse a descargar sus
torceduras espirituales de prevaricatos, coimas, sobornos y peculados, el
armario de las penitencias comenzaría a crepitar como la zarza ardiente del
monte Sinaí que alertó a Moisés la presencia de Dios, y confesor y confesado
terminarían incinerados.
Pero no hay señal divina ni temor en las alturas que promueva
a los astutos y desvergonzados que legislan desde las curules y juzgan en los
tribunales, a posar sus rodillas en el reclinatorio de las humillaciones para
murmurarle en el oído a un fraile capuchino sus descalabros con el fisco, y las
inimaginables trapisondas de cómo salieron airosos del contubernio criminal,
pagando millonadas a jueces y fiscales corruptos, voces falsetes de baranda, funcionarios
expertos en desaparecer expedientes, y cursos intensivos con dramaturgos en
desgracia a la hora de gimotear con una mano sobre una Biblia, proclamando su
inocencia.
Si alguno de ellos, por lo menos uno, siguiera el ejemplo
de Agustín, el santo de Hipona, en sus Confesiones,
en el versículo sexto de su primer libro: Angosta
y ruinosa es la casa de mi alma, repárala y límpiala de pecado, Señor;
ensánchala con tu grandeza y misericordia, seguro que el país comenzaría a
divisar un horizonte esperanzador.
Tarea difícil en estos tiempos, cuando la verdad y la
dignidad están corroídas por el óxido de los traumas mundanos que tiene fijado
al hombre en el precipicio: el desmedido ego, la ira, la ambición y la soberbia.
Y como amor y arrepentimiento fueron concedidos a los
pobres y humildes como premio de consolidación, observamos en basílicas y
templos a peregrinos de la vecindad, gente del común que uno se encuentra en la
plaza de mercado, en la panadería o en la estación de Transmilenio, a la espera
paciente de la fila para acudir al confesionario.
Pegada la oreja a la rejilla de los yerros, el anciano
presbítero de la Parroquia de Nuestra Señora de Chiquinquirá (que por estas
fechas celebra 70 años), cruza los dedos, los aprieta, estira las falanges
hasta hacerlas traquear, frunce el ceño y algo cotillea con una penitente de
mediana edad. Al final la absuelve con una bendición, y la mujer, cubierta con
una mantilla, a paso lerdo y con el rostro cabizbajo se dirige al altar de la
Purísima, a la que por decreto le fue endosado el destino de la patria. Y allí de
nuevo se hinca de rodillas para cumplir el sagrado dictamen.
Me pregunto qué gotitas o infusiones purificadoras
utilizará este clérigo de avanzada edad (promedio 80 años) para blindar sus oídos
de la herrumbre de todas las penurias y vergüenzas que por lustros ha recibido en
su habitáculo de confesor. ¿Será esa amalgama de óxido, toxinas y ceniza la
causante del tic imborrable de su ceño fruncido, y de visibles reumas de sus
coyunturas? Aturdido, busco respuesta en la imagen de la Madre Dolorosa, adornados
sus pies de pompones y astromelias.
En los albores de mi adolescencia, con vocación de
sacerdote y curso iniciático de monaguillo, sentía temblor en las corvas de
solo pensar que podía confesarle al párroco mis primeros ardores y confusiones
con la carne erguida. En ese tiempo los mayores le lavaban el cerebro a los muchachos
con el cuento de que masturbarse era un pecado de suma gravedad, y que de abusar
de la práctica se podría correr el riesgo, no solo de una idiotez irreparable, sino
de eternizar el suplicio en la quinta paila del infierno.
Fue un Domingo de Resurrección, después de la misa de
medio día, y mientras organizaba en la sacristía los ornamentos para los
oficios de la tarde, que me armé de valor para pedirle el favor al reverendo
que me confesara.
-¿Qué pecados puede tener un chico como tú a los doce
años?-, inquirió el padre arqueando la ceja.
-Es algo muy íntimo -le dije-, y me convocó que lo
siguiera al confesionario.
A partir de esa revelación sin castigo, con la sabia conseja
del cura de que no volviera a creer en idioteces, y la salvedad de que todo en
exceso es nocivo, me quité el peso de encima, y la diestra volvió a fluir sin dificultades.
Tiempo después abandoné el roquete de los acólitos,
cuando comprobé que la dueña de las piernas más torneadas de la misa dominguera,
depositaria de mis telúricos acosos en la soledad de mis días, tenía amoríos
con el párroco y confesor a quien yo asistía en la eucaristía. Esa fue mi
primera fisura en el corazón, y la causante de mi primera borrachera con una áspera melaza etiquetada como vino Sansón, cuya endemoniada resaca aún me cimbra en
las sienes.
No me he vuelto a confesar desde entonces, y pienso que
si hoy lo hiciera, atendería sin reparos las medidas preventivas del
extinguidor.
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