'Tigre Colombiano'. Foto: Danilo Acosta Salvador |
Digámoslo sin rodeos: los seres humanos creamos el
carnaval para legitimar el derecho a disfrazarnos y, de ese modo, descansar un
rato de nuestros propios rostros.
Ricardo Rodríguez podría suscribir tal hipótesis. Durante
361 días al año es un peluquero introvertido que paga oportunamente los
servicios públicos y expresa su homosexualidad de manera moderada.
En los cuatro días de la fiesta, animado por la disolución
de las normas sociales, se transforma en una hembra bullanguera de ancas
grandes. Entonces, ataviado con su pollerón de vendedora de frutas -la piel
ennegrecida con betún, los labios pintarrajeados de morado- recorre las calles
zarandeando el cuerpo al ritmo de la cumbiamba.
Al maquillarse y enfundarse en su falda larga, Rodríguez
se pone a tono con la picaresca típica del Carnaval de Barranquilla. Y se
emancipa del papel de sujeto apocado que le impone la rutina. Curiosamente, la mujer
negra en la cual se convierte, aunque es un personaje construido para la farsa,
le permite cumplir un deseo reprimido desde la infancia.
'Beso de negra' Foto: Piedad del Vechio |
Las caretas -ya lo decía Oscar Wilde- resultan a menudo
más reveladoras que las caras. Quienes las usan no se encubren: se muestran. Todo
ser enmascarado está habitado por la criatura a la cual pretende imitar con su
disfraz.
La oruga arrinconada que es Ricardo Rodríguez durante sus
días de peluquero contiene a la mariposa expansiva en la que se transmuta
cuando empieza la fiesta.
En tiempos de carnaval es común volverse lo contrario de lo
que se es: el mendigo se viste de rey, el timorato blande una espada, el
virtuoso se pervierte, el lampiño se torna barbudo, el conejo ruge como león.
El hombre que adopta un rostro ajeno no renuncia al suyo
propio: tan solo lo reafirma. Esto es posible porque el artificio, en la medida
en que distorsiona la apariencia física, deja al descubierto las fantasías más
íntimas.
Ahora bien: al enmascarado le importa poco que sus
pasiones secretas se transparenten a través de la careta, pues a fin de cuentas
lo único que él quiere esconder es su fachada.
Escudado en el capuchón, el hombre adquiere el anonimato
necesario para desinhibirse y realizar, impunemente, ciertos actos que no se
atrevería a realizar si tuviera el rostro descubierto.
'Negra soledad'. Foto: Tala Valcárcel |
Para empezar, puede confrontar, como ya dije, a sus demonios
interiores. Asumirlos, sacarlos a flote. Puede, además, denunciar al jefe
corrupto, festejar el traspié del vecino arrogante, desear a la mujer del
prójimo.
El disfraz libera y, después, concede licencia para la
transgresión. El tigre de Bengala y la osa malaya que en el baile de máscaras
se acarician impúdicamente, quizá sean dos conocidos nuestros que se aprovechan
de la ocasión para cometer a mansalva una infidelidad.
Como en las fiestas dionisiacas de los griegos, en el
Carnaval de Barranquilla mucha gente falsifica su identidad para pecar sin preocuparse
y, en consecuencia, alcanzar la purificación.
Entre los disfraces ingeniados por los barranquilleros
con el propósito de camuflarse, ninguno tan hermético como el de “Monocuco”.
La ancha túnica de satín borra las formas del cuerpo, por
lo cual es imposible saber si quien va adentro es un hombre o una mujer. Luego,
para tapar el rostro, están la capucha y el antifaz.
Según la leyenda, este disfraz fue hecho a la medida de
los señores ricos que se adentraban en los barrios marginales de la ciudad para
retozar en el catre de algunas muchachas pobres.
'Indio pielroja'. Foto: Giovanni escudero |
Había que proteger el anonimato costara lo que costara, y
tal vez por eso es que el “Monocuco” lleva en las manos, desde sus orígenes,
una vara para espantar sin contemplación a los indiscretos.
Al atrincherarse en el traje de “Monocuco”, el individuo
se siente seguro, invulnerable. Tan especial ha sido este disfraz para el
imaginario colectivo, que los jerarcas de la Real Academia de la Lengua
Callejera lo establecieron para denotar el estado anímico de quien se considera
a salvo. No es gratuito que cuando a un barranquillero de la vieja guardia se
le pregunta si todo en su vida marcha bien, responda:
- Sí, todo bien, todo “Monocuco”.
La careta y el ropón de raso son tan solo la expresión
material del disfraz. Pero más allá de tales piezas, el carnaval es una gran
mascarada. En los cuatro días que dura la fiesta todo se vuelve simulación,
parodia.
Subvertido el orden del Universo, los preceptos son letra
muerta. La vida es entonces una chifladura monumental en la cual se tornan
normales los sucesos que durante el resto del año resultarían inauditos.
La gallina hostiga al zorro, el pez chico se come al
grande, el simio se aparea con la jirafa, el blanco se cimbrea con el tambor
del negro, el mendigo corteja a la princesa, la monja conduce una ambulancia,
los policías llegan a tiempo, el magnate paga sus impuestos, el constructor
responde por las casas que vendió y que luego se desmoronaron, Bill Clinton es
el marido más fiel, Hugo Chávez gana el casting para reemplazar a Cantinflas, Tarzán
se casa con Chita, Batman y Robin admiten que son amantes, El Coyote captura
por fin al Correcaminos, Supermán sobrevive a la Kriptonita, don Ramón le
devuelve la bofetada a doña Florinda.
'Entre mariposas'. Foto: Samith Manzur |
La alteración del orden preestablecido obedece, en parte,
a la intención de hacer reír a la gente, lo cual se consigue, frecuentemente, mediante
los retruécanos más simples: el patrón anda a pie mientras el jornalero conduce
el Ferrari; el butifarrero es un mujeriego infalible en Hollywood mientras Brad
Pitt suda la gota gorda vendiendo empanadas en el Paseo Bolívar.
En ocasiones la hilaridad del público no se logra trastrocando
el destino acostumbrado de los elementos sino exagerando, mediante la
representación cómica, los mismos sucesos de siempre: Atlético Junior no puede
poner en práctica la prueba de alcoholemia, porque sus indisciplinados
jugadores se encuentran tan atiborrados de licor que la sangre se les evapora
en las jeringuillas.
También hay comedias sobre los arroyos que en las épocas
de lluvia atormentan a los habitantes y sobre el tendero de barrio que adultera
la báscula. De repente, los problemas cotidianos, enfocados desde la
perspectiva de la burla, ya no provocan penas sino jolgorio.
El carnaval es eso, precisamente: un acontecimiento en el
cual se suspende el tiempo de los lamentos y se desata el del gozo. Sin
embargo, va mucho más allá del mero hedonismo: abre espacios para que el pueblo
exprese su inconformidad y ejerza el derecho a la crítica. Las calles,
transformadas entonces en un inmenso teatro al aire libre, permiten escenificar
el saqueo de las arcas públicas, señalar al político bandido.
''Prendiendo el carnaval'. Foto: Jean Carlos Martínez |
No es casual que las marimondas, esas figuras socarronas
de narices fálicas y orejas de elefante, hagan sonar sus estridentes pitos -conocidos
con el gráfico nombre de “pea pea” -justamente cuando se tropiezan en el camino
con ciertos personajes nefastos de la ciudad.
El carnaval es una mascarada de principio a fin -dije-
porque en él todo se vuelve disfraz, incluso el lenguaje. Antes y después de
esta fiesta, la palabra “asalto” es sinónimo de “atraco a mano armada”, y tan solo
se usa para hablar de la inseguridad urbana.
En carnaval significa que algunos amigos han invadido sin
previo aviso la casa de un compañero, para realizar una pachanga. Antes y
después de esta fiesta, un “decreto” es un comunicado que oficializa cierta
decisión -casi siempre fastidiosa- del gobernante de turno.
En carnaval es el discurso jocoso que pronuncia la reina
para contagiar de alegría a sus conciudadanos. Durante estos cuatro días de
arrebato colectivo la realidad entera, con todos sus seres y enseres, resulta
trocada por la farsa: se enmascaran los rostros, se camuflan los cuerpos, se
transforma el idioma. El cosmos, en términos generales, queda envuelto en una
gran máscara que lo distorsiona.
Los seres humanos apelan a esta ficción para ayudarse a
soportar los desencantos de su realidad cotidiana. Inventamos las novelas para poder
resistir las noticias. Bien decía Francois de la Rochefoucauld, en uno de sus
célebres epigramas, que ni el sol ni la muerte se pueden mirar fijamente.
´Te sigo padre'. Foto: Carlos Rincón |
El carnaval le permite al hombre darles una ojeada
oblicua a sus propios conflictos. El zapato que nos aprieta a lo largo del año,
al ser puesto de revés durante los carnavales se convierte en motivo de risa.
Lo que antes era congoja, en carnaval es argumento para la picaresca.
Entonces nos resulta posible contemplar el sol sin
encandilarnos. Con la muerte sucede lo mismo: antes de la fiesta aparecía en
nuestros pensamientos como una señora hosca y temible; ahora es un personaje juguetón
que se entrevera con nosotros, sin intimidarnos, en cada desfile callejero.
Por eso el carnaval es catarsis. Nos depura, nos alivia.
Nos predispone para enfrentar, con las energías renovadas, los 361 días de rutina
que comenzarán el Miércoles de Ceniza, veinticuatro horas después de la
conclusión de la fiesta.
Cuando nos quitemos las caretas y descorramos la gran
máscara que le pusimos a nuestra propia realidad, nos toparemos de frente con
las mismas contrariedades de siempre: la intolerancia, el desamor, las deudas,
las tareas aplazadas, las fragilidades del cuerpo, los pesares del alma, los
miedos.
Menos mal que dentro de un año, cuando nos enfundemos de
nuevo en nuestros disfraces, la vida volverá a ser una fiesta. Descansaremos de
nuestros rostros, convertiremos a la muerte en una marioneta inofensiva y nos
animaremos a contemplar el sol que, a pesar de todo, todavía brillará para
nosotros.
*El anterior artículo fue cedido por Alberto Salcedo
Ramos a La Pluma & La Herida
Alberto Salcedo Ramos (reseña biográfica)
Alberto Salcedo Ramos, maestro de la crónica, consagrada figura del periodismo colombiano. Foto: Triunfo Arciniegas |
Alberto
Salcedo Ramos. (Barranquilla, 1963). Comunicador social
periodista de la Universidad Autónoma
del Caribe. Comenzó su carrera en el periódico El Universal, de Cartagena, donde cubrió desde concursos de belleza
hasta cumbres antidrogas. Después de un tiempo como jefe de redacción de ese
diario, se mudó para Bogotá, donde fundó y dirigió el programa de crónicas
documentales “Vida de barrio”. En
televisión, además, ha dirigido varios proyectos culturales, como “A pulso” y “Las rutas del saber”, y participó en la serie “Ese mar es mío”, grabada en 11 países, la cual mostró la vida y
los mitos del Caribe inglés, del Caribe español y del Caribe francés.
Durante los últimos años se ha dedicado en gran medida a
trabajar el periodismo narrativo. Es cronista de las revistas SoHo y Gatopardo, y corresponsal en Colombia de la revista alemana Ecos. Sus trabajos han aparecido
también en Etiqueta Negra, El Malpensante, Arcadia, El Tiempo, Credencial
y Cromos, entre otras publicaciones.
Ha publicado los libros El Oro y la Oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé, De un
hombre obligado a levantarse con el pie derecho y otras crónicas, La eterna
parranda (crónicas 1997-2011), Los
golpes de la esperanza y Diez
juglares en su patio, este último en compañía de Jorge García Usta.
Ha sido incluido en numerosas antologías nacionales e
internacionales de crónica:
- «Lo mejor del
periodismo de América Latina» (FNPI y Fondo de Cultura Económica, 2006)
- «Crónicas latinoamericanas: periodismo al
límite» (Fundación Educativa San Judas, Costa Rica. 2008)
- «Antología de grandes reportajes
colombianos» (Aguilar 2001)
- «Antología de grandes crónicas colombianas»
(Aguilar, 2004)
- «Historia de una mujer bomba y otras
crónicas de América Latina». (Uqbar Editores. Chile)
- "La pasión de contar. El periodismo
narrativo en Colombia. 1638-2000». (Hombre Nuevo Editores y Editorial
Universidad de Antioquia. 2010)
- «Domadores de
historias. Conversaciones con grandes cronistas de América Latina» Ediciones
Universidad Finis Terrae, Chile, 2010)
- «Antología de crónica latinoamericana
actual» (Alfaguara, Madrid, 2012)
- «Mejor que ficción. Crónicas ejemplares»
(Anagrama, Madrid, 2012)
- Su crónica La víctima del paseo, que narra su drama
personal al ser víctima de un ‘secuestro express’, fue publicada por la
Universidad de Rütgers en el libro Citizens of fear.
- Su perfil El testamento del viejo Mile, sobre el
juglar vallenato Emiliano Zuleta, figura en la antología Lo mejor del periodismo de América Latina.
- «Verdammter süden» (Editorial Suhrkamp,
Berlín, Alemania, 2014)
- «Hechos para contar. Conversaciones con 10
periodistas» (Editorial Debate, Colombia, 2014)
- Su crónica Queens
futbol fue incluida en la antología «The
football crónicas», publicada en Londres, 2014.
Ha ganado, entre otras distinciones, el Premio Internacional de Periodismo Rey de
España, el Premio Nacional de
Periodismo Simón Bolívar (cinco veces),
el Premio al Mejor Libro de Periodismo
del Año (otorgado por la Cámara Colombiana del Libro), el Premio a la Excelencia de la Sociedad
Interamericana de Prensa (SIP) (dos veces), el Premio de Periodismo Ortega y Gasset y el Premio al Mejor Documental en la II Jornada Iberoamericana de
Televisión, celebrada en Cuba.
Alberto
Salcedo Ramos es maestro de crónica de la Fundación para el Nuevo Periodismo
Iberoamericano (FNPI) y dicta talleres de periodismo narrativo en varios
países.
(Biografía extractada del blog eltriunfodearciniegas.blogspot.com.co )
El registro gráfico que ilustra el texto hace parte de las treinta imágenes ganadoras de las cinco últimas convocatoria de fotografía que anualmente realiza el Carnaval S.A.S. para reconocer el trabajo de los cultores de la imagen, quien a través de sus lentes imprimen la magia, el color y el esplendor del Caribe representado en su máxima y alegórica fiesta, declarada en 2003 como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, por parte de UNESCO. La muestra se encuentra expuesta, para deleite del público, en el pasaje de San Diego de la capital de la República, que conecta la iglesia que lleva el mismo nombre con el emblemático Hotel Tequendama.
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