Don Roberto Velásquez, a sus 87 años, da cuenta de una vida dedicada al noble oficio de la talabartería, que aún ejerce en su almacén del centro de Bogotá. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo Rondón Ch.
Próximo a cumplir 88 años, la vida de don Roberto
Velásquez Ocampo, el talabartero en activo más antiguo de Colombia -y
seguramente de otras latitudes-, depende hace 13 años de una bombona portátil
de oxígeno y de la terquedad sin objeciones de asistir a su almacén, de lunes a
sábado, de diez de la mañana a cinco de la tarde, “llueva, truene o
relampagueé”.
-El día que usted venga y no me encuentre aquí en mi
puesto, es porque estaré hospitalizado o cumpliendo a mis honras fúnebres-,
dice con voz entrecortada por la fatiga quien en el sector de la marroquinería
es conocido de hace más de cuarenta años en el centro de Bogotá (carrera 8° con
calle 16) como D’Roberto, el Abuelo de los cueros.
(La condición para esta entrevista es que don Roberto no
puede soltarse a hablar como él quisiera, con todo lo buen parlanchín que ha
sido: sus pulmones lo tienen vetado para esos menesteres. De modo que hay que
darle sus pausas. Dejarlo que tome aire, que se anime con un pocillo de tinto
cargado como a él le gusta, y ahí sí volver para retomar el hilo de la
conversación. No más de veinte minutos. De ahí que esta reportería se haya
realizado en varias sesiones y con prudentes espacios).
Lo primero que se observa al ingresar al local es la
cabeza de un toro de lidia: un castaño astracanado de generosas astas, con la
mirada fija en el discurrir de los peatones de la carrera 8°, ese atisbo
intimidante de los ojos postizos que los taxidermistas implantan al cornúpeta
para perpetuarlo en la memoria de una tasca,
una hacienda, o en este caso, de un almacén de finos artículos en cuero.
La cabeza de un toro castaño de Dosgutiérrez, imagen tutelar de D'Roberto, su almacén de artículos de cuero. Foto: La Pluma & La Herida |
-Y esta cabeza de toro, don Roberto…
-Era de la ganadería de Dosgutiérrez (encaste Murube). Lo mató Jaime González El Puno, no me pregunte en qué año que
ya no me acuerdo. Esa cabeza me la vendió Melanio Murillo en $500, en 1972.
Melanio fue tío de Anderson Murillo, uno de los mejores picadores del mundo,
vital en la cuadrilla de César Rincón cuando tocó seis veces el cielo de Madrid
en Las Ventas. Y lo que vino después.
Velásquez Ocampo, con sus almanaques a cuestas, hace
reminiscencias del buen aficionado taurino de época, de aquellos que lucían sus
mejores galas en los festejos de la Santamaría, en Bogotá, o en la Feria de
Manizales, cuando la prosperidad de los negocios le brindaba la oportunidad de
codearse con lo más graneado del selecto gremio: figuras del toreo, apoderados,
artistas y empresarios como el recordado médico, ganadero y catedrático don
Ernesto Gutiérrez Arango, bastión de uno de los hierros más prestigiosos y
laureados de la cabaña colombiana.
-Yo tenía mi nicho de sombra en La Santamaría. Allí vi
tardes apoteósicas de Palomo Linares, Dámaso González, Santiago Martín El Viti, El Cordobés,
Pedro Gutiérrez Moya El Capea, José
Ortega Cano, Paco Camino, quien señaló la carrera triunfal de César Rincón
cuando este era un chavalito, y muchos otros, de los criollos, Pepe Cáceres,
gran torero; Enrique Calvo El Cali, y
Jairo Antonio Castro, que fue de mis favoritos, y a quien tuve la oportunidad
de ver salir tres veces por la puerta grande de la Monumental de Manizales. Y,
por supuesto, al maestro César Rincón, de quien conservo gratos recuerdos como
una foto suya dedicada para mí. A la mayoría de estos toreros yo les repujaba su
nombre en las billeteras, en los fundones de sus trastos toricidas, o en
cualquier prenda que encargaran.
Don Roberto en sus años mozos, acompañado de su señora madre, en predios del popular barrio Antioquia, de Medellín. Foto: Archivo particular |
-¿Cuál fue la última corrida a la que asistió?
-No me acuerdo. Los años pasan factura. Y también se
cumplen ciclos. Pero me jacto de haber disfrutado de las mejores épocas del
toreo, de las grandes figuras, del criterio y la honestidad de los empresarios
para sacar un encierro al ruedo, la casta y la bravura de los ejemplares; lo
mismo que la seriedad y el romanticismo con que se apreciaba una corrida, y la
franca amistad de la afición, que en aquellos tiempos constituía una familia.
Maestro del cuero
Luce don Roberto una fina chaqueta negra de paño,
pantalón del mismo color y camisa blanca de cuello sanforizado, vestimenta que
al patriarca antioqueño imprime el nostálgico sello de elegancia de los
caballeros a la antigua que se disputaban las miradas de propios y extraños en
los clubes de postín o en los concurridos cafés como el Aster, el Automático y el Gato Negro, en Bogotá; el Adams, El Polo y La Cigarra, en
Manizales; o La Viña, el Londres y el Mora, en Medellín.
-¿Siempre ha vestido así de elegante?
-Por supuesto, era una norma a partir de que nos
largábamos los pantalones, que era cuando cumplíamos la mayoría de edad (21
años). Ternos de paño inglés, finas camisas y corbatas. Y el calzado, ¡por
Dios!, el calzado, de los mejores cueros y unos diseños de concurso. Cuando
asistíamos a los toros, éramos el centro de atracción, de los pies a la cabeza.
Las damas se fijaban primero en los zapatos. Zapatos finos, como los de mi
marca, El Abuelo, que surte mi
negocio.
El próximo 8 de mayo, si la Divina Providencia y el clima
a su favor lo permiten (como citaban antes los carteles taurinos), don Roberto
Velásquez Ocampo cumplirá 88 años, 71 de ellos dedicado a lo que él llama el santo oficio de la talabartería, que aún
ejerce desde el mostrador del único almacén que le queda, de varios que tuvo,
cuando no moldeando patrones de zapatos, carteras o maletines sobre el papel,
cortando llaveros y monederos como obsequio a sus mejores clientes: “Es lo
único que me deja hacer el poco aire que me queda”.
Exhibiendo orgulloso uno de los tantos reconocimientos que le han conferido a su calidad de talabartero y empresario del cuero. Foto: La Pluma & La Herida |
-¿En dónde aprendió el oficio?
-El de la talabartería, viendo, observando y trabajando
con los que saben. Es de la única manera que se aprende bien, porque así se
adquiere algo que se ha perdido infortunadamente, y es eso que se llama
mística, y que por razón natural se debe implementar en cualquier profesión u
oficio, por más humilde que sea.
Yo fui lo que se dice un mil oficios. A los 7 años me sonsacaba los palos de guayabo del
vecindario para hacer trompos y venderlos. El viejo Canuto me enseñó a hacerlos. Pero también trabajé en
carpintería, en sastrería, en construcción. Nunca pasé por una escuela o
colegio, porque la tradición familiar era el trabajo como imposición. Con el
tiempo y por mi cuenta aprendí a leer y a escribir, y me fui estructurando a la
par con el negocio para quedar lo mejor presentado ante la sociedad.
-Y, con el cuero, ¿quién le dio las pautas?
-A los 12 años comencé a trabajar en mi ciudad, Medellín,
con Alberto Toro, el mejor correajero (fabricante
de correas) que había en Antioquia. Con Toro -siempre me ha perseguido el toro-
cursé las preliminares de este bello oficio que deriva de una ciencia, la piel
del animal, su textura, su procedencia, su curtiembre, su procesamiento.
Con el catálogo de Mesacé, una de sus escuelas en su amplio y provechoso trasegar como artista del cuero. Foto: La Pluma & La Herida |
Con él aprendí lo fundamental. Más adelante me vinculé
con Carlos Uribe, otro teso de la cuerería,
quien me enseñó el patronaje y los secretos para fabricar amarros, aperos,
gualdrapas sillas de montar y otros
accesorios de caballería. Y luego trabajé con don José Ángel, fabricante
mayorista de calzado, maletas, maletines y artículos finos de cuero. Esa fue mi
facultad. Y el talento que Dios nos da. Porque uno viene programado para
jugársela en esta vida.
Con el transcurrir del tiempo fui perfeccionando las
técnicas. En Mesacé, el mayor fabricante de artículos de cuero en Medellín,
pioneros desde 1910, cuyos propietarios eran don Luis Mesa y sus hijos Antonio y
Gilberto. Ahí profundicé en la tecnología alemana: máquinas costureras,
punteadoras, desvatadoras, de codo, de galápagos. Esa fue como la graduación,
porque de la hechura artesanal, pasé a la manufactura moderna. Y le estoy
hablando de los años 40.
-¿Cuánto valía en ese año una buena maleta de viaje?
-Aquí conservo el catálogo de Mesacé. Fíjjate bien. Espera tantico me pongo las antiparras:
-Mira, una maleta: entre $35 y $75. Dependiendo del material y el modelo. Eso varía. Un par de zapatos elegantes,
tipo ministerial, marca Corona, de
los mejores: $7,50. Una cartera de mujer: $75, finísima, desde luego. Una
correa: 50 centavos.
Con sus nietos, en la celebración de su cumpleaños 80. Foto: La Pluma & La Herida |
¿Y del calzado, don Roberto?, ¿cómo fue ese proceso de
tecnificación?
-Bueno, yo además de todo lo que le he narrado, cuento
con la virtud de ser dibujante. Eso lo aprendí de niño, cuando pintaba en
retazos de tela o de papel los personajes de las tiras cómicas y las
propagandas, como el indio Pielrroja
de los cigarrillos. El buen zapatero tiene que ser ante todo un buen dibujante,
y esa destreza aplica para diseñar una maleta, una billetera, una chaqueta, una
cartera de mujer, etc.
Me doy el lujo de ser talabartero integral, que hoy en
día muy pocos hay: el que diseña, monta, corta, cose y enseña. Porque eso hace
parte del apostolado: compartir los conocimientos con los que quieren aprender.
Así como a mí me enseñaron: con escuadra, compás, metro, regla y jis, que
después fue reemplazado por el lápiz industrial.
Se me había olvidado contarte: con todo ese bagaje, a los
17 años yo daba instrucciones a gente mayor en talleres de cuero de Bogotá, con
todos los gastos pagos, recomendado por mis patrones. En el año de 1952, con
$172, producto de unas prestaciones de la firma Hijos de Darío Mathew, abrí mi
primer taller de cueros en Bolívar con Ayacucho, en Medellín. Le puse por
nombre RoberVe. Y de ahí me fui como
el judío errante porque no supe quedarme quieto en ninguna parte.
-¿Y cómo le fue con su primer taller?
-Siendo tan bueno, no me fue como esperaba. Sacaba apenas
para pagar arriendo y pagar dos o tres operarios. Por eso me tocó entregar.
Regresé a Bogotá en el año 1947 a trabajar con la Colombiana de Maletas,
propiedad de don Federico Muñoz, ubicada en la carrera 12 con calle 17. De ahí
emigré a Cali, asesoré una fábrica en Ecuador, estuve en Barranquilla, pero no
me aguanté el calor, de modo que anclé en Medellín. Y ahí me llevó el Patas porque me casé. Tenía apenas 20
años, y con lo brincón que fui, se me escurrieron las responsabilidades. Mi
vida sentimental es como para una telenovela. Por respeto, no me gusta dar
nombres de las mujeres que he amado y con las que he tenido siete hijos,
dieciséis nietos y doce biznietos.
Infaltable su café de las diez de la mañana, cuando llega a despachar a su almacén, a las diez de la mañana. Foto: La Pluma & La Herida |
-¿Con quién vive ahora?
-Con la última mujer y con mi hija María Elena que tiene
28 años y es una médica veterinaria brillante. Es la niña de mis ojos. Por ella
vengo todos los días al almacén, que es lo único que me queda. Sólo tengo este
local. No tengo apartamento, ni carro ni ninguna escritura que acredite una
propiedad. No me vaya a preguntar qué hice con el usufructo de tantos años de
trabajo que mi vida ha sido como una montaña rusa: de pérdidas y ganancias,
pero he disfrutado y he viajado mucho, y he sabido compartir con generosidad lo
que he ganado.
¿Cuánto lleva en este almacén del centro de Bogotá?
-En este 2018, voy para los 38 años. Es el único almacén
que quedó de una sociedad que tuve con mis hermanos, a quienes les enseñé el
arte de trabajar el cuero. Abrimos dos locales en el centro, uno en Chapinero,
otro en Medellín. Y al final quedó este, el de la carrera 8° con calle 16. Aquí
empecé pagando $57 de arriendo. Hoy pago $2.650.000, más la nómina de mis
empleadas, más el arriendo donde vivo. Por eso toca trabajar duro. Y aquí estoy
en guardia con mi bombona de oxígeno hasta que Dios disponga.
-¿Cuál es para usted el mejor cuero?
-Eso depende de la crianza del ganado, de los pastos, del
cuidado y la atención que se le brinde. De los más cotizados, el llanero, el
cordobés y el antioqueño, que comprende parte del Chocó y del Urabá. Todo en el
ganado tiene servicio. Hasta el hueso se aprovecha en artesanía. La calidad
tiene que ver con el salado en la
primera etapa, y con la tenería, que
es el oficio de despojar el pelo. Es un proceso bien interesante que demanda
saber descarnar, dividir, teñir, separar y cualificar colores, desde los más
claros hasta los más oscuros, para obtener un material definitivo de óptima
calidad.
¿De dónde sale el cuero más fino que ha trabajado?
-Del becerro, por textura y suavidad, con el que se
elaboran finas chaquetas, maletines, billeteras y zapatos. Y la cabretilla, que
es la piel del cabro, óptima para confeccionar guantes y prendas femeninas.
La calidad de su calzado, en fino cuero, forrado en la parte interior con el mismo material. Foto: La Pluma & La Herida |
¿Qué tal la piel del toro para trabajarla?
“Por su textura, es áspera, pero se suaviza con aceites
como el tanino, que se extrae del eucalipto. Lo mismo que para teñir y darle
perdurabilidad. Cómo será de útil el cuero que del mismo se extraen sebos y
aceites para su maleabilidad.
-¿Cuál es para usted el zapato ideal?
-El que ofrece la mejor comodidad. Es decir, el que
usted, al caminar, siente como un guante. Independiente de modelos y diseños.
El cliente se siente a gusto con mi marca, porque nunca se resiente o se
maltrata con lo que calza. Y porque trabajo los mejores cueros. Aquí en mi
almacén tengo sesenta y dos modelos de artículos diseñados por mí. Yo diseño y
envío a los satélites que me fabrican de años, entre ellos Guillermo Henáo y
Hernán Mejía, que saben respetar la fidelidad de mi autoría.
-¿Cuántos pares de zapatos tiene para su uso?
-Diez pares no más.
-¿Y cuál es el modelo que más le gusta?
-El mocasín, por comodidad, y porque ya la edad no me
permite agacharme a amarrar cordones.
-¿Cuántas generaciones de clientes han pasado por su
almacén?
-¡Imagínese!, desde mucho antes de la maricartera y del elegante maletín Marlboro. Por aquí han pasado figuras
del toreo, doña Lyda Zamora, cuando residía en Colombia; Rafael Escalona, otro
usuario del mocasín, porque tenía el pie ancho; María Eugenia Dávila, fascinada
con los bolsos; el exfiscal Alfonso Gómez Méndez, el actor Luis Fernando Motoa,
la excongresista Claudia Blum, más reciente el periodista de Caracol Luis
Eduardo Maldonado. La lista es larga.
Entre charla y charla, don Roberto aprovecha el tiempo y sus hábiles manos, elaborando llaveros. Foto: La Pluma & La Herida |
-¿La pantufla de paño aún tiene demanda?
-¡Pero claro!, para los viejos como yo, y en climas como
del de Bogotá.
-¿Cómo lo ha afectado la crisis del cuero y la avalancha
desmesurada del comercio chino?
-Mucho antes de lo que nombras, la crisis del cuero
comienza con la violencia bipartidista y las bandas de cuatreros y salteadores
de fincas, que cuando no era por hurto masificado, por venganza, a machete y
fusil, arrasaban con el ganado en las fincas. Los chinos son otra plaga. Ellos truncaron el comercio del
zapato regio que se fabricaba en Colombia con los mejores cueros. Zapato de
suela, en cuero legítimo y forrado por dentro con el mismo material.
Los chinos lo que utilizan es el bagazo del polímero y la
lona más barata para reforzarlo. Por eso es que el producto no dura nada. El
mejor zapato, el de calidad y elegancia, como el que yo vendo, tiene que ver
con el buen gusto y la cultura de los que saben.
-¿Quién fue el creador de la famosa y aún vigente maleta
de colegio con las vocales impresas?
-Esa maleta la impuso Manufacturas Hungar, por allá en
1947. Yo retomé el modelo con cuero y herrajes de óptima calidad, y todavía la
vendo. El precio no es el más cómodo, pero hay gente que la adquiere. Sobre todo
los coleccionistas, y algunos ejecutivos empeñados en marcar la diferencia.
-¿Qué añoranzas de vez en cuando lo sobresaltan, don
Roberto?
-Yo no me arrepiento de nada. Lo vivido,
vivido. Lo ganado, disfrutado. Lo perdido, olvidado. Nada nos llevamos a la
tumba, como para tener que cargar remordimientos. En todos estos años he visto
y padecido lo suficiente. Me jacto de haber sido un trabajador incansable, con
todos los errores y desaciertos cometidos. Que Dios me perdone.
Un caballero en todo el sentido de la palabra, dueño de un exquisito humor. Foto: Archivo particular |
-Pero como buen paisa tendrá sus afectos por el tango.
-Nací en los alrededores del edificio de Coltejer y viví
en el popular barrio Antioquia, que colindaba con el aeropuerto Olaya Herrera,
donde murió Gardel. Llegué a tener dos mil discos de tango con los que un día y
por una quiebra con el negocio del cuero, abrí una cantina entre Lovaina y El
Bosque, por la 72. Le puse por nombre Bar
Milancito. Ponía los discos en una pianola de cinco centavos que
manipulaban compadritos y parroquianos de todas las raleas. Una noche se dieron
mañas de abrirla y trastearon con la pianola, los acetatos y hasta el envase de
la cerveza. Y como todos los tangos, ese fue el triste final.
-¿Qué tangos tiene como predilectos?
-Todos los tangos me gustan porque ellos encierran la
gran filosofía de la vida, que no es nada fácil, y que trae más decepciones que
alegrías. Por eso me gusta Uno, Volver, Carnaval y Por una cabeza.
Son los que más repito.
-¿Qué es para usted el amor?
“Como Dios, el amor es una ilusión a la que uno se aferra
como una garrapata, gane o pierda.
-¿Y la vida?
-La vida se divide en tres partes: la juventud, que es la
locura. La adultéz que es cuando uno define qué es lo que uno va a hacer con su
vida, para bien o para mal. Y, la ancianidad, que es donde uno por fin sabe de
dónde viene y para donde va. En la ancianidad se vive de caridad así uno tenga
plata, porque se convierte en un estorbo.
-¿Y la muerte?
-De la muerte no puedo hablar porque no me la han
presentado. Lo único que pido es que cuando sea mi funeral, me entierren con
lluvia de sobres para tener con qué respaldar el impredecible viaje. Vaya uno a
saber qué tanto necesita uno para sostenerse por allá…
Don Roberto rodeado de su grupo de colaboradoras de años: Lilia Guerrero, Martha Guerrero y Mery Castellanos. Foto: La Pluma & La Herida |
-¿Cómo es usted como patrón?
-¡Ah, no!, eso no se lo puedo contestar. Sería muy
presumido darle una declaración de mi parte. Que lo respondan mis muchachas.
Es el momento en que tras mostradores, lo rodean sus
colaboradoras de años: Lilia Guerrero, Mery Castellanos y Martha Guerrero. Las
tres coinciden que más que un jefe, es un padre. Que de él han aprendido lo
mucho que saben de cueros, y de atender un cliente con el respeto y la
cordialidad que se merece.
-De él nunca hemos oído un grito o una vulgaridad. Es
estricto y exigente, como debe ser. Pero es todo un caballero-, asegura Marta
Guerrero.
Son las cuatro y treinta de la tarde y don Roberto
Velásquez Ocampo, el Abuelo de los cueros,
y el talabartero más antiguo y en activo de Colombia, dice que por hoy ya es
suficiente. Se acicala, se ajusta las mangueritas del oxígeno y se prepara a
despejar plaza con su bombona.
-No sé si cuando salga publicado esto que tú me estás haciendo ya me haya ido de este mundo, pero por si acaso toma este detalle para
que nunca te saquen del llavero-
agrega el venerable con su exquisito sentido del humor.
En efecto, es un llavero con su marca impresa, de los
cientos que entre charla y charla vive remachando sobre una tablita en el
mostrador. Le pregunto a don Roberto que desde cuándo esa costumbre.
-De toda la vida. Es que las manos hay que mantenerlas
ocupadas, porque de lo contrario se duermen, se les olvida lo que aprendieron.
Y a paso lerdo, el Abuelo de los cueros emprende marcha. Atrás quedan los trebejos del arte, los diplomas y
reconocimientos que le han otorgado a su trayectoria de empresario, diseñador y
talabartero; las vendedoras que lo despiden con un cariñoso hasta mañana don Roberto, que descanse,
abríguese bien...
Y la mirada congelada para siempre del toro castaño de Dosgutiérrez.
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