Hugo González lleva 41 años arreglando relojes y cambiando pilas en el mismo tenderete ambulante de la calle 17 con carrera 8°, en Bogotá. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo Rondón Ch.
Con el ojo
de venado, que en su oficio de relojero es una extensión de su rostro, Hugo tiene la costumbre de mirar a menudo
hacia arriba: es que una vez se le cayó un suicida encima y por poco lo mata.
Qué no ha
visto este hombre con sus tres ojos
en el andén de la calle 17 con carrera
8°, pleno centro de Bogotá, donde hace 41
años tiene afincado su tenderete de relojero ambulante: enfrentamientos a
plomo entre bandidos y policías, persecuciones de raponeros que rompen el cronómetro
de los 200 metros con obstáculos,
acaloradas disputas sentimentales, cualquier cantidad de manifestaciones
iracundas, y en su propio pellejo,
batidas a vendedores de calle, como las que le tocó padecer en la primera administración
del alcalde Enrique Peñalosa.
Y Hugo ahí. Sembrado en la acera
desgastada de ese concurrido sector capitalino, a contracorriente de las
inclemencias climáticas, los peligros y adversidades de una de las ciudades más
peligrosas de Latinoamérica, 41 de sus 73
años recién cumplidos.
Por estas fechas, clientes de varias generaciones les llevan sus relojes para sincronizar sus cronómetros, puntuales a la hora de recibir un nuevo año. Foto: La Pluma & La Herida |
Justamente
por estos días de fin de año, el escaparate de José Humberto González -Hugo por la unión de las dos primeras
sílabas de su segundo nombre y su primer apellido, así lo conocen-, vive
atiborrado de personas que les llevan sus relojes para que les cambie de pila,
les haga los ajustes y reparaciones de rigor, y les precise la hora, ni un
segundo más, ni un segundo menos, al filo de la media noche del 31 de diciembre, por esa neurosis
colectiva de recibir con exactitud el venidero.
Clientes de
muchos años, de varias generaciones, que él ha visto desfilar en todo este
tiempo, que por honestidad, experiencia y porque les sale más cómodo
económicamente, les confían sus relojes, algunos finos, de marca, que él guarda
celoso en una tarro de galletas, por si se le agota la jornada, para reparar
por la noche en casa.
Esto podría
despertar la envidia y la rivalidad de los viejos relojeros de establecimientos
a lo largo de la calle 17, que por el cambio de una pila cobran entre $5.000 y $8.000, mientras que Hugo
hace la misma labor entre $4.000 y $5.000. Igual las tarifas
proporcionales de las reparaciones.
González exhibe orgulloso el diploma que el periódico El Tiempo le concedió hace años por su aporte como teatrero comunitario en brigadas de salud. Foto: La Pluma & La Herida |
Pero ni por
esas: El colegaje lo trata con amabilidad y confianza, jamás ha habido con él
un síntoma de competencia insana o de reproche, así el bueno de Hugo no sepa qué es pagar un día de
arriendo por ejercer su trabajo, salvo el coste del guardadero, como antes llamaban a la bodega que prestaba esos
servicios a los ambulantes en la carrera
9° con calle 16, menos ahora, que le dejan guardar sus corotos de relojería
en un centro comercial cercano.
González desconoce de la analogía del relojero
formulada en 1802 por el filósofo y
teólogo británico William Paley, que
plantea que el complejo mecanismo del interior de un reloj es apenas comparable
con el funcionamiento del cuerpo humano y su relación con el universo, y que
esa asombrosa confluencia en el tiempo, el espacio y el infinito, no puede ser
tomada al azar, sino que sustenta un argumento teleológico inspirado en un
diseñador inteligente, capaz de crear un dispositivo maravillosamente preciso.
Distante de
esas sesudas fracciones metafísicas, lo de Hugo
es dar con el daño o la falla de sus engranajes dentados, de su solenoide o
bobina, del espiral o de la minúscula áncora, de las ruedas marcantes de horas,
minutos y segundos; de las coronas del calendario, y de esas diminutas piezas
que sólo se pueden ver a través de un ojo de venado (u ojo de relojero), y que
él con pulso impecable agarra con pinzas de cirujano, desde la época de los
relojes de cuerda, de los automáticos, que según él no fallaban un trazo por la
calidad y la garantía de sus fabricantes suizos; capítulo aparte de unos años
para acá con la revolución de los relojes chinos de pila electrónica, y las
imitaciones de los mismos que despachan por millares a precio de huevo.
Laborando en ese concurrido sector capitalino, Hugo guarda cantidad de anécdotas, de las más sorprendentes, cuando un suicida le cayó encima. Foto: La Pluma & La Herida |
Nacido en Carmen de Carupa, departamento de Cundinamarca, en el hogar de una
familia de agricultores con ocho hermanos, el itinerario existencial del
relojero de marras, como en su oficio, ha marcado una serie de artes y rebusques
para ganar el sostenimiento, desde que tiene uso de razón. Mucho antes de
dedicarse de lleno a la relojería se recibió en la adolescencia como auxiliar
contable egresado del Colegio Mayor de
San Bartolomé, con estudios complementarios en el SENA.
Se empleó de
manera independiente en esas numerologías hasta que se dejó contagiar del virus
del teatro, en una época en que esta actividad estaba relegada a la bohemia, a
las utopías generacionales y a la resistencia de vivir por amor al arte y
ajustarse en lo posible el cinturón para no morir en el intento.
En esas
conquistas y disquisiciones de la dramaturgia y del histrionismo con grupo
comunitarios, presentaciones y correrías por barrios de Bogotá, invirtió varios años. De ahí su remoquete Hugo, el teatrero, en una edad en que el
cuerpo y el espíritu se permiten licencias abstractas como las de vivir de
ilusiones, cumplir a un solo golpe diario con gaseosa y empanada, y ya entrada
la noche, buscar abrigo en cualquier posada de alquiler.
Relojes de todas las marcas y procedencias llegan a sus manos. Foto: la Pluma & La Herida |
Por su
obsesión teatral dejó perder oportunidades que a largo plazo le hubieran podido
asegurar una pensión, o por lo menos un nicho estable dónde guarecerse, que no
fuera el tenderete de relojero a la intemperie, el de la calle 17 con carrera 8°, donde hace 41 años se gana el sustento.
Pero Hugo no se arrepiente de eso. Por el
contrario, sostiene que el teatro le dio una visión amplia y diferente de la
vida, y le ayudó a construir un andamiaje interior para conocerse a sí mismo e
interpretar a los demás. De su cartapacio de nostalgias exhibe orgulloso una
credencial que le dio el periódico El
Tiempo, fechada del 28 de noviembre
de 1969, por contribuir con sus espectáculos teatrales a las brigadas de
salud y recreación que respaldaba dicho diario en la capital.
También
recortes de fotografía de sus actuaciones al aire libre, con la rúbrica de
legendarios reporteros ya fallecidos como Manuel
H. y Benavides; programas y carteles descoloridos de
festivales de calle, uno que otro diploma de reconocimiento, papeles y más
papeles que sustentan su comparecencia fantástica como actor de asfalto.
Las herramientas de rigor para la reparación y ajuste de cronómetros. Foto: La Pluma & La Herida |
Cualquier día,
en el filo de los 30 años, y ya como
protagonista de sus propias desilusiones, pero más acosado por la gurbia, las
deudas y las frecuentes recriminaciones de su familia por llevar una vida
aventurera y sin norte, tomó la decisión de abandonar el teatro para asomarse
con ojos perplejos al escenario de la cruda realidad.
Buscó empleo
como contabilista, pero todas las solicitudes enviadas nunca obtuvieron
respuesta. Entonces se lamentó de haber rechazado en su momento ofertas como
las que les brindaron La Empresa de
Acueducto de Bogotá y la programadora Punch
de televisión.
Agotado de
pasar hojas de vida en formato Minerva,
se empleó en lo que fuera: obrero de la construcción, ayudante en una fábrica
de calzado, mensajero en una firma de arquitectos, vendedor ambulante de ropa
de cargazón en San Victorino, y en últimas, comerciante de panela en sociedad con
un pariente, negocio que se fue a pique, para volver a quedar en ceros.
Para el inclemente sol o la lluvia pertinaz, González tiene su sombrilla en guardia. Foto: La Pluma & La Herida |
Por esa
época despuntaba el furor de la mercancía made
in China y un familiar que trabajaba en la Bolsa de Bogotá le extendió la mano con un plante para que comprara
y vendiera mercancía. Lo primero que hizo fue tramitar la licencia de vendedor
estacionario ante la oficina de Vigilancia
y Control de la Secretaria de Gobierno de Bogotá, hace muchos años fuera de
circulación.
Vendía
relojes y bisutería, pero más que el comercio, que no fue su fuerte, le llamó
la atención la relojería, y la estudió en el SENA. De ese tiempo a la fecha está instalado en el centro de Bogotá, con una clientela
abonada a lo largo de ocho lustros, y la amistad y confianza acreditadas por
los comerciantes del sector.
Un día común
y corriente, de las nueve de la mañana a las cinco de la tarde, que ha sido su
jornada habitual, puede usufructuar libres entre $70.000 y $90.000. Pero
en temporadas como las de fin de año, las ganancias son más prósperas: $100.000 y hasta $140.000, utilidades por ventas de pilas, reparaciones, limpieza y
sincronización. Con esto ayuda al mantenimiento de la casa que comparte con dos
hermanos en el barrio Altamira, luego
de un periplo sentimental desafortunado que arrojó dos hijos, ya hechos y
derechos.
En estos 41 años de tenderete ambulante, Hugo sólo ha sido robado una vez: Fue
en 1993, cuando un ladronzuelo pasó
a la carrera y le rapó un reloj. Por salir en persecución del caco, Hugo no atinó que el compinche de este
tenía en la mira la caja donde él guardaba los relojes que le dejaban para
reparación. Tamaño problema para recuperar esa mercancía que vulneró sus
ahorros, aunque algunos clientes, más comprensibles, pasaron por alto el
imprevisto.
Sus clientes de años lo requieren por su amabilidad, su responsabilidad y porque les sale más económico el arreglo de los relojes o el cambio de pilas. Foto: La Pluma & La Herida |
Otro día, ya
como anécdota, dejó colgado en un gancho del muro de la papelería ubicada al
frente de su puesto una bolsa con varios relojes. Ya era la hora de levantar
trastos y en ese momento llegó un amigo a invitarlo a tomar tinto. Recogió el
armatoste y lo llevó a que se lo guardaran, y se fue a tertuliar a una
cafetería con el compañero. Pasada más de una hora recordó que había dejado la
bolsa en el puntillón y salió como alma que lleva el diablo a recuperarla. Y
ahí estaba. Ya era de noche.
Hugo, con el ojo de venado incrustado en la
cuenca del izquierdo, alza la mirada al firmamento celeste y despejado de estos
días soleados de diciembre, y hace un paneo por los altos de los edificios que
circundan su espacio. Ese hábito le quedó de diciembre de 1998, cuando estaba
en plena labor y de repente, a media tarde, sintió un fuerte golpe en su
espalda que lo aplastó contra el suelo y le desbarajustó el conocimiento.
El 'ojo de venado', el tercer ojo del relojero en su profesión. Foto: la Pluma & La Herida |
Era un
suicida que se había lanzado del octavo piso de un hotel y justo cayó en su
puesto. Gracias al relojero, el
insensato frustró su temerario intento, pero Hugo sufrió esguince del hombro derecho y fuertes contusiones en
clavícula. Estuvo incapacitado por dos meses.
-No sé si
será buen o mal augurio, porque no a todo el mundo le cae un suicida encima-,
dice Hugo a manera de chascarrillo,
mientras escarba en la caja de galletas, remueve pinzas y bruselas,
destornilladores milimétricos, llaves y cuchillas para destapar tapas a
presión; agujas, limas y mandriles, entre otros trebejos propios del oficio.
Algo busca
en el interior de la caja el relojero, y debe ser muy pequeño…
-¿Qué se me
haría el ojo de venado?-, musita.
No repara
Hugo que lo tiene puesto.
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