Testimonio desparpajado de un cuarto de siglo del programa de mayor audiencia en la historia de la radio colombiana. Foto: Planeta |
Ricardo
Rondón Ch.
Veinticinco años han transcurrido desde que el chirrido
del insecto hembra de la familia de los coleópteros con el que seduce al macho al
apareamiento, inspiró a periodistas y creativos de Caracol Radio, en ese entonces liderados por Yamid Amat, a emitir un programa que contribuyera a birlar el
racionamiento eléctrico derivado de la crisis
energética de 1992, a raíz del fenómeno
del Niño, capítulo reconocido como el apagón
Gaviria.
Por esa época me desempeñaba como editor nocturno del
desaparecido diario El Espacio, y mi
arsenal de trabajo se limitaba a una máquina
de escribir Olivetti, un teléfono verde manzana de disco, una panelita, como le decíamos a la
grabadora casetera, y un transistor Sony comprado en Sanandresito de San José, que me actualizaba del acontecer
siniestro del país, la tinta sangre del crimen y el corazón maltratado que
nutría las páginas escandalosas y desabrochadas del tabloide.
Años atrás, Yamid
Amat se había inventado en este mismo periódico una fórmula de contar el
chisme político y farandulero, en la penúltima página, con pequeños párrafos a
manera de capsulitas, separados con asteriscos, acompañados de una maja voluptuosa de cualquier rincón del
mundo, escasa de vestiduras. A esta sección del diario la bautizó como Juan Lumumba, y con el tiempo adquirió
el nombre definitivo de Juan sin Miedo,
hasta la muerte del periódico.
Yamid Amat, el gran revolucionario de la radio en Colombia, encendió el bombillo de La Luciérnaga hace 25 años. Foto: Revista Semana |
Yamid, el
revolucionario de la radio, el creador del exitoso 6:00 a.m. 9:00 en Caracol,
en ese entonces propiedad del Grupo
Santo Domingo, dio en el clavo muchos años después con la creación de un
segmento innovador, distante de la programación habitual, a partir de las seis de la tarde, para apaciguar el
tedio y la incertidumbre de un país a oscuras por racionamiento obligado.
Las primeras emisiones de La Luciérnaga tenían el ritmo y el tono de los paseos en bus a Melgar o a Girardot en los remates de año escolar. Los asientos traseros ocupados
por los aventajados en clase de música, armados de guitarra, raspa o guacharaca;
el profesor Rangel, prefecto de
disciplina, con sus anteojos de culo de botella, luciendo orgulloso su camiseta
del Santa Fe, tratando de cautivar a
la concurrencia con unos chistes quirúrgicos y desabridos, cabreado ante la
risa forzada de sus alumnos, invitaba:
-¡A
ver, que cante Jiménez, que tiene bonita voz pero que poco se le oye!
Pero Jiménez
sonreía de soslayo, ensimismado en la ventana con las neblinas y vapores de la Represa del Muña.
-¡Claro,
tenían que ser los musiqueros!- replicaba el veedor
disciplinario.
De los asientos traseros llegaban humores etílicos que
presionaban a los muchachos a rasgar cuerdas y guacharacas:
Rosa
María se fue a la playa, se fue a la playa, se fue a bañar (bis). Y cuando estaba
sentadita en la arena me decía con su boquita ven que vamos a bailar (bis).
Alexandra Montoya, maestra de la voz, imitadora sin rival, ficha clave en el éxito de La Luciérnaga. Foto: Archivo particular |
-¡Bravo,
bravo!
-¡Oiga!,
pasen la botella, no acaparen- refunfuñaban los fiesteros
en pos de una mescolanza indescifrable llamada Vino Sansón.
-Ahora, que declame Rondón.
-¡No,
porque se tira el paseo, nos pone a chillar! Déjenlo para el centro literario-,
ripostaba Maldonado, el trompadachín
fisicoculturista del salón: nulo para matemáticas, religión, español, historia,
geografía…
Entonces, con el índice y el pulgar presionando el anillo
de la manzana de Adán, interpelaba el Gordo Saldarriaga:
Por
estricto reglamento de la institución y considerando su reprochable, cuestionada
y reiterada pésima conducta, la rectoría del Colegio José Manuel Marroquín y en común acuerdo con el distinguido cuerpo de
profesores, ha decidido imponer matricula condicional al estudiante Jesús
Ernesto Saldarriaga Crispín, con la advertencia, óigase bien, de que a partir
de la aplicación, cualquier falta, por leve que sea, será motivo de implacable
expulsión.
El Gordo
Saldarriaga no era el bruto de la clase ni el estudiante calavera, sino un
imitador de voces con un repentismo extraordinario y una fluidez de palabra que
en los descansos, con sus gracejos y parodias, nos hacía desternillar de la
risa.
Guillermo Díaz Salamanca, 'El hombre de las mil voces', bastión del exquisito humor de La Luciérnaga en su primera etapa. Foto: Archivo particular |
No había profesor, alumno, pariente, personaje de la
radio o de la televisión que se le escapara a Saldarriaga. Sacaba perfecta las voces de Carlos Arturo Rueda C., de Alberto
Piedrahíta Pacheco y de Julio
Arrastía Bricca en la época dorada del ciclismo colombiano, que en jornadas
escolares oíamos a hurtadillas en transistores de antena y pilas Eveready (marcadas con las 9 vidas del
gato), y que disponíamos en el pupitre de tapa, a mínimo volumen. El problema era
dejarse pillar del maestro de turno, que decomisaba el aparatico ipso facto y lo devolvía a final de año.
Era el Gordo
el que nos hacía la vida agradable en los años de la dictadura académica cuando
obligaban a poner de rodillas y con dos ladrillos en las manos a quienes no
cumplían con tareas absurdas y represivas como recitar de memoria las 32 estrofas del Himno Nacional, o
escribir en el tablero los 118 elementos
químicos de la famosa tabla
periódica, con sus respectivos símbolos y equivalentes.
De ahí que burlarnos de los opresores, malgeniados y sin
gracia y, por supuesto, de nosotros mismos, se nos convirtió en un hábito, en
una época en que Bogotá era una ciudad
seria, silente y taciturna, y los únicos espacios para el humor se remitían
a programas como El Pereque, en Radio Santa Fe, o Sábados Felices en la televisión.
Por eso, cuando en marzo
de 1992 alumbró La Luciérnaga de
Caracol para dorarle la píldora al
apagón, inmediatamente reviví los paseos de fin de año en el colegio y el
recuerdo imborrable del Gordo
Saldarriaga y su derroche de apuntes, siempre en un tour de force con su antagonista, el rector Pineda, que no aguantó sus imitaciones e impertinencias en
clase, hasta que lo echó.
Jairo Chaparro, creativo y autor de las narrativas del día a día de La Luciérnaga. Foto: La Pluma & La Herida |
Y esta retahíla, porque cuando a Yamid se le vino a la cabeza un segmento diferente a las noticias y
las entrevistas de la mañana, pero sin la compostura y la formalidad con que se
emitía 6:00 a.m. 9:00 a.m., y
descubrió la mina de diamante en dos de las más grandes voces en la historia de
la radiodifusión colombiana: Guillermo
Díaz Salamanca y Juan Harvey Caicedo,
no vaciló, con estas poderosas columnas, armar el circo radial.
Pero había un rector
Pineda en el Grupo Santo Domingo,
a quien no le gustó la gozadera vespertina y puso el grito en el cielo: don Augusto López (presidente de Bavaria), quien pidió reconsiderar el
espacio porque no se ajustaba a las políticas editoriales de criterio,
seriedad, veracidad y respeto con el oyente, que era responsabilidad de la
compañía.
Amat
retó a López para que se hiciera una
encuesta: si los resultados no eran favorables para la empresa, él dimitía en
su propósito de continuar con el proyecto. El sondeo favoreció
considerablemente a Yamid, al
concluir que La Luciérnaga era el
programa de mayor audiencia en el dial. López,
como todos los mandacallares, se
quedó con la espinita, y su incisivo revanchismo presionó para que Yamid terminara redactando su renuncia.
Hernán Peláez Restrepo, piedra angular de La Luciérnaga y director emérito del programa. Foto: Cromos |
El elegido, sin pensarlo mucho, para darle continuidad a
la dirección del programa fue Hernán
Peláez Restrepo. Ricardo Alarcón,
en esa época presidente de Caracol,
depositó toda la confianza en quien por décadas se ha consolidado como el
decano de la radio, no sólo en lo concerniente al comentario y al análisis
deportivo sino, como lo ha demostrado, por su vasta cultura, su estrecha
relación con la música, y su sabiduría para profundizar en lo divino y humano.
Hernán
Peláez Restrepo, Guillermo Díaz Salamanca, y los recordados Juan Harvey Caicedo y Alberto Piedrahíta Pacheco, El Padrino, fueron bastiones y escuela
de uno de los programas de entrenamiento de mayor audiencia en la historia de
la radio, como lo fue en su época El
Show de Hebert Castro, La Escuelita
de Doña Rita, Los Chaparrines y Los Tolimenses.
El equipo en pleno de La Luciérnaga, en el marco de las celebraciones de sus primeros 25 años. Foto: Caracol Radio |
Esa mezcla de realidad y ficción con este frente de lujo,
ligado con el bagaje, el olfato y la pericia de periodistas como Guillermo Rodríguez Muñoz, William Restrepo,
Héctor Rincón y Edgar Artunduaga,
entre otros, orquestado por Peláez,
constituyó la decanatura del humor
inteligente, que no es el del cuenta chistes silvestre, sino el de un humor
macerado en una amplia y rica cultura, en la espontaneidad, en el gracejo
oportuno, en la imitación fidedigna y respetuosa, de la que pueden dar fe dos
grandes maestros en estas lides: Díaz
Salamanca y Alexandra Montoya,
quien desde que ingresó al elenco en 1993,
se ha convertido en la voz femenina más reveladora y polifuncional del espectro
radial, modelo a seguir de nuevos semilleros de humoristas.
Como una selección de fútbol, La Luciérnaga, después de Peláez
Restrepo, solo ha contado con dos directores más en su trasegar de 25 años:
Guillermo Díaz Salamanca, como
director encargado, tras la sorpresiva renuncia de Peláez, en solidaridad con la deserción de Artunduaga, su coequipero, por las presiones y censuras de las que
el comunicador huilense fue objeto por parte del gobierno de Andrés Pastrana.
Gustavo Gómez y Hernán Peláez, directores de La Luciérnaga en sus diferentes períodos. Cada uno con su sello impreso. Foto: Diageo |
Y el otro director y conductor desde el 23 de diciembre de 2014, Gustavo Gómez Córdoba, quien reemplazó
definitivamente a Peláez tras el
retiro voluntario de haber cumplido un afortunado ciclo, y en particular, por
atender el tratamiento de la complicada y desgastante enfermedad de la que ha
logrado salir avante.
Gustavo
Gómez, con su experiencia y profesionalismo, ha dejado impreso
su sello. Aunque muchos colegas y oyentes le criticaron el retiro sin
argumentos públicos del escritor Gustavo
Álvarez Gardeazábal -mano derecha en los años de Peláez-, Gómez se ha
sabido rodear de periodistas idóneos, curtidos en salir a flote de las aguas
turbulentas de la información en un país como Colombia, casi siempre al borde
del naufragio.
Pascual Gaviria, tribuna abierta de La Luciérnaga, desde Medellin. Al fondo Alexandra Montoya y el actual director Gustavo Gómez Córdoba. Foto: Caracol Radio |
Claudia
Morales, en Bogotá, y
el poeta Pascual Gaviria, en Medellín, se han empeñado en meter sin
asco el dedo en las llagas purulentas del poder: denunciar, controvertir, poner
patas arriba los escritorios de la corrupción y del desangre administrativo.
Ante la renuncia de Claudia,
una dulce y carismática Mabel Lara
le hace la segunda a Gustavo en la
última etapa, con la puntual intervención de Alexandra Montoya en temas de actualidad; la simpática Patojita, quien este año rubricó un
significativo logro profesional como Jurista de la Universidad del Rosario.
La
Luciérnaga, lo ha subrayado Gustavo
Gómez en varias oportunidades, no podría marchar sin dos motores que la
iluminan en el día a día: el duitamense Jairo
Chaparro, o el Viejo Chapa, como
lo llama el combo, desde Bogotá, y Juan Machado, sembrado en la cabina de Medellín. Dos creativos de marca mayor,
duchos en narrativas radiales, prestos a tomarle el pulso diario a la realidad
colombiana sin pasar por alto anécdota, escándalo o metida de pata que se
detecte en las andanzas y vericuetos de cualquier personaje del acontecer
nacional.
La cuota dulce y carismática de Mabel Lara en la etapa reciente de La Luciérnaga. Foto: Caracol radio |
El bus disparatado de los paseos colegiales que
ahora evoco con nostalgia a la orilla de mis años, citando a Álvaro Cepeda Samudio: Los felices e irresponsables que éramos
entonces, no volveríamos a ser los mismos. (A propósito, desde la ceremonia
de grado, nunca volví a tener noticias del Gordo
Saldarriaga. Y de eso hace ya muchos calendarios)
Larga vida a La
Luciérnaga con su chirrido seductor y su equipaje de mano.
¡Felices fiestas!
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