miércoles, 8 de noviembre de 2017

Jaime Llano González: virtuoso caballero de fina estampa

Maestro de maestros, Jaime Llano González deja una huella imborrable como cultor, creativo e intérprete del órgano eléctrico, al servicio de la música colombiana. Foto: eltiempo.com
Ricardo Rondón Ch.

En un momento crítico de la historia nacional, cuando priman los antivalores a lo honroso y franco del hombre en épocas pretéritas, y la mentira, el engaño y la corrupción penetran como el áspid en los encumbrados aposentos de las leyes, la justicia y la gobernabilidad, y la herencia de nuestra música se ve opacada a cual más por una fiebre desconcertante de ruidos prefabricados que acompañan un dialecto altisonante y procaz, nos asomamos entristecidos y luctuosos a la despedida de uno de los grandes creativos e intérpretes de la esencia y el folclore que nos identifica: el Maestro, con letras de molde, Jaime Llano González.

Con su partida, a la edad de 85 años, el destacado organista antioqueño deja un inmenso vacío en la cultura y el quehacer de la música colombiana, hoy por hoy ignorada y disminuida en su divulgación, y relegada a contados espacios radiales en horarios absurdos, como el que se le permite en su dial, como por caridad, al quijotesco y nonagenario don Gabriel Muñoz López con su programa Así canta Colombia.

Caballero en todo el sentido de la palabra, con el porte y la gallardía de galán de celuloide, culto y estupendo conversador, y con un virtuosismo inagotable que solo fue menguado en los últimos años por quebrantos de salud, Jaime Llano González tuvo la fortuna de llevar por más de medio siglo la antorcha de la música que nos identifica, en su riqueza y esplendor, y en sus variados géneros y ritmos, a lo largo y ancho de la geografía colombiana, traspasando fronteras y cobrando públicos diversos de generación en generación.

Prolífico en su quehacer y producción musical, Llano González deja un honroso legado de setenta títulos en diferentes formatos. Foto: Youtube
Prolífico, incansable, con propósitos y realizaciones concretas en el arte que lo hizo digno y célebre ante propios y extraños, el maestro Llano González comparte un honroso legado representado en cerca de 2.000 interpretaciones plasmadas en setenta producciones discográficas en distintos formatos: acetatos, casetes, discompactos, y en consecuencia con las afortunadas tecnologías, una sólida plataforma de contenidos.
   
Nacido en Titiribí, un municipio enmarcado por todos los verdes que caracterizan la gran montaña antioqueña, cuna de coplas, troveros, payadores, músicos e intelectuales que  han enriquecido el folclor colombiano, Llano González vivió su infancia y buena parte de su juventud en esa bella población de contrastes, que ostenta la plaza de toros más pequeña del mundo, y la gallera más grande de la que se tenga conocimiento.

Allí, en la casa de su nacencia, a oído de los viejos radios Telefunken que llegaban en barco de Alemania y que cubrían las estaciones de las aldeas más remotas del mundo con el rumor de la mar incluida, Jaime Llano González se dejó impregnar por las músicas latinoamericanas, por los payadores de la pampa argentina, las cuecas chilenas, los valsecitos ecuatorianos, las grandes voces del bolero mexicano en su apogeo, y el folclore de la región andina colombiana, con sus notables compositores e intérpretes.

Doña Magola González, su señora madre, dama culta y de un exquisito gusto musical, le inculcó a temprana edad el apego por el piano, vocación que fue interrumpida después de recibirse bachiller por sus estudios de Medicina, en una época en que las tradicionales familias antioqueñas abrigaban ilusiones en hijos abogados, curas o médicos.

Álbum de grata recordación, tributo al virtuosismo y la personalidad íntegra del admirado maestro de Titiribí (Antioquia). Foto: archivo particular  
Sólo que el joven Jaime rompió la rancia costumbre cuando al finiquitar su segundo semestre, y acosado por premuras económicas del entorno familiar, decidió establecerse en Bogotá, cosas de la vida, para atender su primera responsabilidad laboral en uno de los primeros almacenes importadores de órganos y de otros instrumentos musicales: la recordada firma J. Glottmann.

Como era evidente que su destino estaba marcado por la música, retomó el aprendizaje que había dejado en Medellín y se inscribió en el Conservatorio de la Universidad Nacional para tomar cursos libres de órgano, con el rigor y la disciplina de los cánones de la llamada música brillante, las escuelas rusa y alemana, las complejas piezas para órgano clásico, todo Bach por supuesto, que el atento y virtuoso discípulo asimiló como plataforma y laboratorio de la música que a él, desde niño, por culto y formación, le interesaba: el pentagrama colombiano y su generosa gama de ritmos y expresiones.

Así se dio a conocer en programas radiales que se transmitían en vivo y con público presente, primero en La Voz de Colombia, y luego en la emisora Nueva Granada, aliado para esos compromisos con otro grande de los teclados, el recordado Oriol Rangel, con quien selló un vínculo profesional, Los Maestros, que trascendió en los refinados salones y clubes de la sociedad capitalina.

No obstante el talento y la admiración que fueron cosechando en los círculos artísticos e intelectuales, Llano y Rangel no escaparon a la ira santa de la curia, que los tildó de profanadores de un instrumento que, según las leyes eclesiásticas, pertenecía a la oficialidad litúrgica, y como tal, quienes lo ejecutaban debían acatar las normas establecidas por la implacable rectoría clerical.

"Caballero de fina estampa", como citó en su emblemática letra doña Chabuca Granda. Esa fue la impronta del organista, agregado a su virtuosismo musical. Foto: archivo particular
El llamado de atención de las sotanas no pasó a mayores, salvo uno que otro titular de prensa y algunos virulentos artículos de ortodoxos influenciados por la iglesia, porque para ese entonces, con todas las salvas y críticas de las que fueron objeto, Llano y Rangel abonaban una extraordinaria popularidad.

Más tarde, al dueto Los Maestros se unirían los hermanos Jaime y Mario Martínez, y el bajista Otón Rangel (hermano del pianista), quienes acaparaban por su cuenta los sets de grabación de las disqueras, y los programas de radio y televisión en un período en que las emisoras y las escasas programadoras, entre ellas la de Jorge Barón, se empecinaban en darle lustre y realce al folclore nacional, a sus letristas e intérpretes.

Fueron años prósperos y fecundos, de una audiencia rotunda que no se medía por el rating sino por la cultura musical y el buen gusto. Espacios televisivos como Tierra colombiana (con su espectáculo en vivo en el restaurante-show de Eucario Bermúdez, y en su programa de televisión), Embajadores de la música colombiana, Así es Colombia, Reportaje a la música colombiana, Huellas de nuestra música, entre otros, cobraron vital importancia como vitrina musical y cultural ante el mundo.

Para esa época, mediados de los 70, Jaime Llano González era una institución musical, y a la par de compositores e intérpretes de la talla de Lucho Bermúdez, José Barros, José A.Morales, Jorge Villamil, Alvaro Dalmar, entre otros, se erigió como un preciado referente del patrimonio musical colombiano, y un digno embajador de la creatividad y el virtuosismo en otras latitudes.

Hombre de una sola palabra y de un solo matrimonio, aunque buena fama de don Juan y picaflor cosechó entre sus amigos, el virtuoso del órgano contrajo nupcias en Medellín, en el año 1954, con quien después de su señora madre, doña Magola, sería su fuente de inspiración musical y la madre de sus tres hijos: Jaime León, Luis Eduardo y María Elena Llano Aristizábal, los mismos que el día de la velación del padre ejemplar, instalaron dos retratos de él a lado y lado del cofre fúnebre, donde aparece el maestro en la pose que más lo caracterizó: al frente de los teclados que lo inmortalizaron como el más grande en su estilo y producción.

Con Rodrigo Silva, en los años dorados de la música colombiana. Foto: archivo particular
Amén de la música de la región andina colombiana que ejecutó y cultivó con esmero, Jaime Llano González no escatimó en tiempo ni en recursos para conquistar con su talento el grueso del folclore colombiano: de Lucho Bermúdez, por ejemplo, asimiló los secretos del porro, la cumbia y del merecumbé, y de toda esa portentosa melodía que fluía a torrentes de su mágico clarinete, ese jazz del caribe que también hizo inmortal al maestro de Carmen de Bolívar, cuando vestido de lino blanco y peinado con Glostora, al frente de sus músicos, amenizaba los bailes de los turistas que atravesaban en barco, desde el interior hasta la costa, el Río Grande de la Magdalena.

Llano González también fue muy cercano de otro egregio pilar de la inspiración, el maestro José A. Morales. Con él fueron eternas horas de plática, de camaradería musical, de un amistad provechosa y sincera, al punto de que el autor socorrano de joyas del pentagrama criollo como Campesina santandereana, Tiplecito bambuquero y Pueblito viejo, entre tantas, no vaciló en componerle a su amigo del alma el pasillo Jaime Llano.

Igual relación sostuvo con José Barros, quien al oírlo interpretar La Piragua en el órgano eléctrico, apuraba a disimular las lágrimas. Otro compadrazgo de grata recordación fue el que trascendió por años con un inmenso organista, también antioqueño, Francisco ‘Pacho’ Zapata, y posteriormente, tras su fallecimiento, con su hijo mayor Jorge Zapata, director de La Gran Rondalla Colombiana, con quien grabó a cuatro manos el recordado álbum Gracias, maestro.
  
Querido y admirado por presidentes y potentados, Jaime Llano González, a donde iba, dejaba huella. La fórmula talento, simpatía y personalidad, lo hicieron acreedor de múltiples preseas, desde la Cruz de Boyacá en el grado Gran Caballero, máxima distinción del gobierno nacional, pasando por la Orquídea de Plata Philips, Ciudadano Emérito del Valle del Cauca y de Santander, el Hacha de Antioquia, Hijo adoptivo del Socorro, y el Premio Aplauso, entre otros.

La música colombiana está de luto, no sólo por el fallecimiento de sus grandes compositores e intérpretes, de la talla de Jaime Llano González. Seguirá de luto si quienes tienen la responsabilidad de reivindicarla y darle el estatus que ostentó en épocas boyantes (medios de comunicación, agremiaciones artísticas, directores y productores musicales, profesionales, docentes, padres de familia, etc.), no dan un paso al frente para abogar por ella y defenderla a capa y espada, tal y como lo hizo el genio de Titiribí (Antioquia).
Que Dios lo guarde en su gloria.

*La Pluma y La Herida recomienda: Jaime Llano González, A mi Colombia, Serie Premium de Codiscos. Dos Cds y un DVD, con las interpretaciones más importantes y reconocidas de su extensa y laureada obra.

Jaime Llano González, sus grandes éxitos: bit.ly/2zGkhoD  
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