Por: Paco Apóstol
Lo primero que vio cuando trataba de abrir el ojo izquierdo, fue el rótulo de una media botella de brandy Domecq sobre una mesa de noche para ella desconocida. Luego vino una punzada terrible en el párpado de ese mismo ojo, unos reclamos urgentes del estómago, una lengua dormida, pesada y áspera como papel de lija.
Doña
Graciela, la secretaría de gerencia de la fábrica de muebles y
diseños para oficina, trató de levantar la cadera pero su intento fue fallido.
La cabeza era un remolino feroz con luces robóticas de discoteca de la Primero
de Mayo, y un dolor que se iba despertando hasta enceguecerla, como si alguien adentro,
un retaco de albañilería, estuviera haciendo, con maceta y cincel, reparaciones
locativas.
La punzada del párpado se hizo más intensa cuando oyó un
resoplar animalesco al lado suyo: una especie de bramido con intermitencias de
flautines nasales y ronquidos secos como de chanchos neonatos en busca de las
tetas de mamá marrana.
Cerró el ojo compungida y el mundo interior de la
conciencia, todavía empantanado por la ingesta de licor, le empezó a revelar
por capítulos la novela negra de un guayabo mayor que apenas daba sus primeros
frutos, colofón de la despedida decembrina de la empresa, y lo que vino
después, el remate de foforro con
algunos de los empleados en un galpón como taberna del barrio Quirigua.
El de los ronquidos y silbatinas marraneras no era otro
que don Patiño, jefe de vigilancia
de la compañía, que yacía espernancado al lado de ella sobre la cama empotrada
en la habitación 605 del motel Amarte,
de Chapinero. Cubiertas las partes pudendas con una sábana floreada de 50
hilos, el gendarme mostraba una pipa henchida sembrada de pelos gruesos y
erizados, un rostro rechoncho, enrojecido, y la boca abierta hecha un volcán de
tufo etílico y pútridas emanaciones hepáticas.
Doña
Graciela, 38 años, madre soltera de un adolescente obsesionado en
parecerse a Ricky Martin, creyó que
esa era la última mañana de su existencia. Estiró una mano y buscó el celular a
tientas sobre el nochero: en mínimas de batería, alertó 56 llamadas perdidas de Toñito,
su vástago, émulo del metrosexual puertorriqueño. “Dios, esto es el fin del
mundo”, pensó.
Resortó del camastro sin pantaletas, con las opulentas mamarias
viringas, y fue directo al baño, teléfono en mano, sin mirarle la cara a don Patiño, sabiendo que era él, que
los malditos tragos habían cumplido con su cometido, preguntándose en qué
momento de la noche alebrestada se había concertado el pacto motelero, pero
todas esas recapitulaciones se fueron desvelando en el único lugar donde se
hacen reales y contundentes las determinaciones, los arrepentimientos y los
desafueros de la condición humana: la taza del sanitario.
Una a una fue repasando las escenas del viernes anterior,
desde las dos de la tarde, cuando se dispuso la bodega de almacenamiento para
el convite, el orden simétrico de las 165
sillas Rimax para la presentación de la revista folclórica de las señoras
de la Fundación Cascanueces; la
tarima y el sonido para el toque de la agrupación Caña & Cebada, la tómbola de las rifas, los regalos dispuestos,
la entrega de anchetas, el recibo de las cuatro lechonas de la fábrica del ‘Manteco Guillermo’, los… en el fragor
de sus cavilaciones le entró otra llamada perdida de Toñito. Temblorosa, marcó. Sonó el pitico de batería agotada.
Sin más remedió escribió un mensaje de texto: Hijito, me quedé sin batería. No te
preocupes que estoy bien. Terminamos tarde y estaba muy cansada, y por
seguridad resolví quedarme donde Carmencita, la de despachos, ¿te acuerdas?
Espérame a almorzar. Te amo mucho, mi cielo.
El ardor de las cistitis le hizo malayar la encamada con don Patiño. No estaba en el libreto
retozar al lado del encargado de la vigilancia, aunque no le caía mal del todo,
era su hombre de confianza en la empresa, el que la ponía al tanto de los
últimos rumores de los funcionarios, pero no se le había pasado por la cabeza
que aquel supervisor regordete la fuera a librar, de la noche a la mañana, de
una larga temporada de abstinencia.
Por más que se esforzaba no logró recuperar lo que
hicieron de puertas para adentro del cuarto, menos cómo llegaron al motel. Se
olió el pelo tinturado de caoba, los hombros, los brazos, los enormes pechos,
buscando un humor, una señal delatora. Lo único que encontró fue la
transpiración del trago, del trasnocho y del Fabuloso de lavanda que emanaban los pedernales.
Oteando en los rincones del baño, advirtió alarmada que
en el nicho de la ducha entreabierta estaba la ancheta de don Patiño a medio tapar con el papel cristal. ¿Cómo fue a dar
allá? Ató cabos y concluyó que los últimos tragos que se tomó con su compañero
de labores, fueron los de la media botella de brandy Domecq, incluida en los obsequios de la canasta.
¿Qué cara le iba a poner ahora a don Patiño, como le decían en la mueblería desde el señor Giraldo, gerente y propietario,
hasta el más silvestre de los operarios de planta?
Una luz en la difusa laguna la enteró que el personal
estuvo bailando hasta las 9:00 de las noche con los acordes festivaleros de Caña y Cebada, que tuvo que hacerle
un enérgico llamado de atención a Chiguazuqe, uno de los instaladores, por sabotear la
revista folclórica de las señoras de la Fundación
Cascanueces, que tuvieron la cortesía de presentarse gratis.
Que el mismo Chiguazuque,
ya copetón de trago, se tomó sus licencias confianzudas con Vargas, el administrativo, para
reclamarle, copa en mano, un merecido aumento salarial después de tres años
afincado con el mismo sueldo; que Vargas
repartía trago a diestra y siniestra de unas botellas de un whisky aguapaneludo de marca y botellas sospechosas que él, para
ganarse unos pesos, adquirió por cajas en los alambiques clandestinos aledaños
a la Estación de La Sabana.
Que el señor
Giraldo, también prendidito, la sacó a bailar varias veces y le dio tantas
vueltas con el Pávido Navido, Sólo un cigarro y La saporrita, que patinó entre baldosines varias veces ante las
carcajadas estridentes de su jefe; que el señor
Giraldo le decía al oído que como estaba de bonita, de sexi, que cómo le
lucían la minifalda escocesa y las medias veladas pepiadas, y que cada vez que se acercaba Vargas con la botella le hacía aplicar rebosante una copa del scotch adulterado.
Qué Jiménez,
el de cobranzas, fue sorprendido por don
Patiño robándose del dispensario las medias de aguardiente que camuflaba en
el interior de su chaqueta de motociclista. Que tuvo que prestarle ayuda a una de
las señoras bailarinas que sufrió un malestar acompañado de sudoración y
escalofrío después de la actuación, y que sus compañeras de danza atribuyeron a
los tragos aguapaneludos y a la
lechona excesiva de grasa.
Que Peña, el
coordinador de operarios estaba cansón insistiéndole a Carmencita que le regalara la cabeza de la lechona para que su
mujer le prepara unos fríjoles, y que ante la negativa de la dama el empleado
arremetió displicente y grosero, obligando a los subordinados de don Patiño a sacarlo de la fiesta.
Que al filo de las siete de la noche, Vargas, don Patiño y sus subalternos
tuvieron que separar de una furrusca a Monsalve
y a Molano de distribución,
trenzados a pata y puño por una resentida disputa, el primero, herido en su
color de hincha furibundo de Santa Fe;
el segundo, empecinado y con apuesta de por medio de que el Tolima se iba a coronar campeón de la Liga Águila.
Hasta ahí, doña
Graciela, tenía algo nítido de lo que había pasado. No recuerda si fue Forero, el jefe de transportes, el que
incitó a seguirla en otro lado. Sí cayó en cuenta que Carmencita le alcanzó un plato de lechona con par orejas tostadas y
arepa para que reforzara los tragos, pero que ella se negó a aceptarlo por la
dieta asegurada de las damas que bordean los cuarenta, obstinadas en dimitir al
mínimo harinas y grasas en aras de conservar la línea.
Después, como solía decir ella, “todo quedó por cuenta y
riesgo del demonio”. Ciertos fogonazos de certidumbre le revelaron que a la
taberna del Quirigua llegaron en
varios carros, uno de ellos, donde iba la secretaria de gerencia, la camioneta
de Vargas, el administrativo, quien
asumió la invitación colectiva después de agotarse la reserva de whisky chiviado. Y que ahí reconectó el
bailoteo con Forero, con Peña, con el mismo Vargas, con los energúmenos hinchas Monsalve y Molano, con
el señor Rojitas de mensajería, y
con don Patiño, el bailarín que
mejor supo cogerle el paso y de paso endulzarle el oído, la glándula de mayor
propulsión erótica bajo los efectos del embellecedor.
¿Qué como salió de ese lugar con el jefe de vigilancia?, ¿qué
cómo se dejó convencer para dejarse llevar de motel, en Chapinero, por la Caracas,
donde todo el mundo lo está mirando a uno desde las ventanas de Transmilenio?, ¡por Dios!, qué
vergüenza, ¿a qué horas pasó todo eso?, y ¿por qué pudo más el apetito carnal
impulsado por el etanol que la voluntad de una funcionaria a carta cabal que se
preciaba de digna, responsable y seria? Obra del diablo que hace fiestas cuando
a sus almitas ingenuas les da por empinar el codo.
En esas estaba, trémula, con la náusea en el cogote y la
cabeza a dos manos en el filo del inodoro, y ese ardor de vejiga acompañado del
taladro que no cesaba de abrir huecos en su cabeza, cuando se percató de dos
golpecitos de la puerta.
-Doña
Gracielita, ¿ya va a salir…?, es que estoy que me…
No se oyeron más palabras. Lo que vino es innombrable en
asuntos de arrasadoras avalanchas intestinales, seguidas de gruñidos y
onomatopeyas porcinas, salvas de flatos
y temerarias resonancias guturales y nasales.
Atolondrada por la resaca y por la catástrofe que
acontecía al otro lado de la puerta, doña
Graciela intentó incorporarse pero las piernas no le respondieron.
Entonces alertó unos nuevos golpeteos, esta vez de la
puerta de la habitación. Era la mucama de turno que advertía que el tiempo de
retozo había finalizado. Que si querían seguir tendrían que cancelar una nueva
tarifa: ochenta mil pesos, precio de promoción navideña de Amarte, su motel de
confianza.
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