Ricardo
Rondón Ch.
Si en su último viaje por el Tibet, mi amigo-hermano el profesor
Andrómeda no subió al majestuoso monte
Kailash –visto por los budistas como un portento sobrenatural, de donde
brotan algunos de los ríos más largos y sinuosos de Asia, entre ellos el Indo
y el Brahmaputra-, fue porque en esa
época (mediados de 2015) lo aquejaban intensos dolores de várices de sus
piernas. De lo contrario, hubiese profanado con sus huellas las nieves
perpetuas de la cima sagrada, motivo de admiración y contemplación de los
turistas que visitan el Himalaya.
Me atrevo a afirmarlo porque conozco de hace casi treinta
años las virtudes y oquedades del astrólogo que a diario escribía el horóscopo
y el tarot, y cualquier cantidad de minucias esotéricas en el desaparecido
diario El Espacio, y de ñapa ofrecía
el número para jugar el chance, que por triquiñuelas luciferinas muchas veces
coincidía, y que redundaba en el favoritismo y lecturabilidad de sus
pronósticos.
Él, Alberto
Montoya González, ariano consumado, con un poder de convicción y una energía envidiables, de los que empiezan
un proyecto, y con una obsesión rayana en la locura, como subraya su signo en
el Zodiaco, no descansan hasta culminarlo; impetuoso, de una terquedad
irreductible, en su caso particular, capaz de trepar contra todo riesgo como
tití cachorro al árbol de la ciencia del bien y del mal, y chupar hasta el
tuétano todas las cerezas.
Andrómeda en el territorio que le corresponde como ser espiritual y afincado a las ciencias esotéricas: Egipto y su fascinante historia. Foto: Archivo particular |
Ahora que me envía su foto de grado, de toga y birrete,
que lo acredita como profesional en Ciencias
de la Información, Documentación, Bibliotecología y Archivística de la
Universidad del Quindío, diploma que recibe a la edad de 56 años, concluyo
que Montoya González, o el ‘profe
Andrómeda’, como lo llamaban y le escribían sus lectores, es un raro
espécimen, imbatible y de largo aliento, que no se deja vencer ante nada.
Andrómeda se
ha pasado la vida estudiando y, a la vera del camino, lo sigue haciendo. Media
docena de títulos así lo atestiguan: desde el de bachiller académico del
colegio ‘José Asunción Silva’, en Bogotá, pasando por su licenciatura de Hotelería y Turismo, de INPAHU; de Informática en la Universidad
INCCA; una Licenciatura en Educación
de la Pontificia Universidad Javeriana;
amén de cursos de inglés y francés en el Instituto
Electrónico de Idiomas, cursos de Astrología,
Yoga y Pintura con maestros
particulares, y hasta uno de marquetería.
Con todo lo anterior, mi amiguete no sabe conducir un
automóvil. Tampoco negociar. Es el único paisa atípico que conozco en estos
menesteres. Y no me lo van a creer: le oído sugerir que le bajen al sueldo
porque le parece mucho. Es el único astrólogo pobre de que se tenga
conocimiento en Colombia. La
mayoría, empezando por Salomón, que
es más hechicero que astrólogo, goza de múltiples propiedades y de atractivas
cuentas en bancos locales y de Panamá.
Con su compañera de vida y aventuras alrededor del mundo, la licenciada Gilma Alzate Rivera. Foto: La Pluma & La Herida |
Andrómeda,
cuando ejercía con sus trebejos de barajas egipcias, moneditas de I Ching, y cartas astrales, lo hacía
de manera gratuita. Sólo por complacer las ansias desesperadas de las señoras
preocupadas por las sospechosas andanzas de sus maridos, o por las ilusiones
paganas de los libertinos de querer volverse ricos y bellos de la noche a la
mañana.
Lo de pedir que le bajen el sueldo es una anécdota, que
aunque parezca un fragmento de un stand
up comedy de Alejandro Riaño o
de Ricardo Quevedo, se ciñe a la más
cruda realidad, y vale la pena compartirla.
Hace diecisiete años, el material esotérico que se
publicaba en El Espacio y que suministraba
la Agencia EFE de Noticias, fue
cancelado. Sobra decir que por su procedencia española, era un horóscopo
escueto, monosilábico, sin sustancia, y por supuesto aburridor. En ese entonces
Montoya atravesaba una crítica
situación económica, y quien escribe estas líneas pensó que el amigo, presa de
la debacle monetaria, podría calar en la vacante.
Alberto Montoya y su apostolado con la enseñanza, su razón de ser, lo que más le gusta y se empeña en profesar. Foto: Arhivo particular |
-¡Pero
cómo!, si yo no tengo estudios de Astrología-, me dijo
sorprendido Alberto.
-Mientras que hace el curso completo, vaya escribiendo el
horóscopo que eso hasta un policía se da mañas. ¿O usted cree que en esas lides
Salomón se recibió en Harvard? ¡Hombre!, camine lo recomiendo
con el gerente y se gana unos pesos. Le riposté.
No fue sino ingresar a la oficina del financiero. Yo
tenía lista la suficiente labia para descrestarlo con mi nuevo producto. Sabía
de la tacañería de Rafael Navia, el
de las sumas y restas, como la de todos los que manejan finanzas, pero con el
libreto que le extendí sobre el escritorio, el hombre quedó peripatético.
-Para esa plaza de
astrólogo no tengo un presupuesto mayor a $600.000. Por ahora…, más tarde
veremos, pero me parece buena opción-, indicó el gerente apoltronado mientras
hacía tintinear sobre el vidrio su estilográfica.
Seiscientos
mil pesos era una fortuna en ese tiempo para un escribidor de
predicciones astrales. Montoya me
miró lívido. Creí que se iba a desvanecer en cualquier momento.
Andrómeda en la Plaza Tiananmen, en China, evocando sus años revolucionarios con el Libro Rojo de Mao como biblia. Foto: Archivo particular |
-Piénselo
esta noche y me confirma mañana-, recalcó Navia observando al aspirante. Y remató,
cuando estábamos a punto de abandonar su oficina: “Eso de la astrología es bueno, nos vende periódicos. A la gente le
gusta mucho eso.
Mientras bajábamos las escaleras, Montoya me miró
cariacontencido, como si se hubiera hecho pis
en los pantalones.
-¡No,
Richie!, eso es mucho. Yo con $400.000 tengo.
-¡No
sea pendejo!-, le reclamé. Si le parece demasiado, y le son
suficientes cuatrocientos mil pesos, pues me consigna el resto. ¡No la vaya a
embarrar!, le advertí.
A partir de ese momento, Alberto Montoya González se convirtió en el Profesor Andrómeda, y se lo tomó tan a pecho, que se sumergió en el
fondo de las ciencias esotéricas: se hizo a un inventario de libros
relacionados con el tema, entre ellos, por entregas quincenales, la Enciclopedia Salvat de la Astrología,
compuesta de treinta volúmenes, además de mamotretos en físico y digitales, y
cumplía sagradamente a sus clases particulares de los sábados. En una de ellas
conoció a quien en la actualidad es su compañera de vida: la licenciada en Educación
e Idiomas Gilma Álzate Rivera.
En el Coliseo Romano, en las mismas arenas donde fueron sacrificados cientos de cristianos. Foto: Archivo particular |
Quién sabe desde cuándo estaba escrito para los dos en la
“casa de las uniones”, que Gilma y Alberto no sólo iban a
compartir la sabiduría de Nostradamus,
Galileo, Copérnico y Zoroastro,
y de los alquimistas medievales, sino los mapas, las guías turísticas y las
rutas de vuelo de veinticinco países que
ya han visitado, desde las remotas estepas siberianas, pasando por la Mongolia
de Gengis Khan, los cercos
prohibidos por Dios en las nebulosas del Himalaya, la Gran Muralla
China, Egipto, gran parte de Europa,
Latinoamérica en su mística y esplendor prehispánico, hasta el horno
inconmensurable de la Patagonia,
como lo narra, con el candil de su ‘Luna
caliente’, el escritor argentino Mempo
Giardinelli.
Hay santos que la iglesia católica por ceguera o
ignorancia no ha canonizado. En Praga,
Kafka es uno de ellos. Recién falleció uno en estas comarcas, el padre italiano
Javier de Nicoló, quien hizo
‘resucitar’ de las cenizas del bazuco a cientos de jóvenes desahuciados de toda
rehabilitación y reintegración social. Alberto
Montoya González también podría estar avanzando por los caminos de la
santidad si sus sandalias no se enredan en las zarzas y abrojos que a las almas
buenas pone como quiebrapatas el
demonio.
Porque un santo no es el que fabrican con molde de yeso
al vacío, alumbran con veladoras electrónicas de monedas de quinientos pesos, y
rescatan de su tedioso cautiverio en capillas y catedrales, cada año por Semana Santa, mientras la procesión va
por dentro. Santos, apóstoles y ángeles
también son de carne y hueso, con obras y dádivas oportunas al caído y al
necesitado, despojados de intereses materiales, sin esperar nada a cambio.
Andrómeda en el Tibet, a 4.000 metros de altura. Foto: Archivo particular |
En la vida ordinaria, Montoya ha tenido detalles que jamás le he visto a ningún cura de
púlpito y arenga. Doy fe que con las escasas rupias que devenga como profesor
de colegio adscrito al gobierno, ayuda a un círculo de personas desvalidas y
enfermas. Entre ellas, una señora de avanzada edad que habita en un inquilinato
del barrio Restrepo, en Bogotá, a la que periódicamente le
lleva un mercado de talego, pero al fin mercado.
Cualquier día, Montoya
se fue para San Victorino,
dizque por satisfacer el capricho de hacerse tomar un retrato con un viejo fotoagüitas. Como esperó casi la tarde
entera y el de la cámara de fuelle nunca llegó, optó por los servicios de un
fotógrafo de polaroid.
Sentado en el sardinel de la escultura de La Mariposa, de Enrique Grau, lelo ante la fotografía precoz: él en la mitad de la
plaza, rodeado de palomas pedigüeñas y cagalitrosas,
al lado del escaparate rodante de campanillas y manivela, hábitat recursivo de
un periquillo vidente, Andrómeda fue
expulsado de su abstracción por el gemir intermitente de una mujer que estaba
sentada a su lado.
El astrólogo le preguntó que si le dolía algo. La
desdichada, que resultó ser una vendedora de golosinas y cigarrillos, le contó
que había sido víctima del atraco y la golpiza de unos hampones, y que lo que
más le preocupaba era que no tenía donde pasar la noche porque pagaba un
dormitorio compartido al diario.
Conmovido por la dramática historia, Montoya acompañó a la mujer al Pasaje
Rivas. Allí le compró una chaza (repisa
del rebusque), bajaron otra vez a San Victorino a proveerse de galguerías y
cigarros, la invitó a comer algo, y luego le pidió el favor que lo acompañara a
tomarse una cerveza. Terminaron los dos bebiendo lúpulo en el sórdido corredor
de la 11 con 11, en una cantina
bulliciosa apretada de marchantas, menesterosos y apaches.
Montoya González el día de su grado de Bibliotecólogo, título expedido por la Universidad del Quindío. Foto: Archivo particular |
También me consta, que cuando oficia como educador, no
encuentra ningún inconveniente en llevar a colegios o escuelas remotas de los
cinturones de miseria de la ciudad, alimentos y útiles para los párvulos que a
primera mañana lo saludan de entrada con un:
“Profesor, tengo hambre”. O, “profe,
no hice la tarea porque en mi casa cortaron la luz”.
Son niños de poblaciones vulnerables, víctimas de
maltrato intrafamiliar, con delicados problemas de salud, de desnutrición, y
más grave aún, de total ausencia de amor y protección. Andrómeda siempre está presto a apoyarlos en lo que esté al alcance
de su bolsillo: unas bolsas de yogur, unos paquetes de galletas, cuadernos,
esferos, lápices de colores, pero sobre todo, voluntad y calor humano.
Con Gilma Alzate, en el Glaciar Perito Moreno, en Argentina. Foto: Archivo particular |
De ahí que cuando Montoya
por vencimiento de contratos se distancia de un plantel, no faltan los niños
que le ruegan para que no se vaya, o los comités de padres de familia que, ante
las rectorías o los consejos de profesores, abogan por su permanencia. “Es que el ‘profe’ Alberto es muy diferente
a los demás: enseña bonito y tiene un alma muy buena”, coinciden las
madres.
Quizás por eso, por pasarse de bondadoso, Andrómeda también ha pasado por
pendejo. Le sucedió hace dos años en el Colegio
Morisco IED (Institución Educativa Distrital), zona Engativá, a donde ingresó en calidad de bibliotecólogo, por
prestación de servicios.
Es bien sabida la corruptela que de tiempo atrás se
manejan en los planteles adscritos al distrito: los cargos de rectorías a dedo por complacencias y sucias prebendas
políticas, la agria mermelada los
fraudes y la desorganización, el desgreño administrativo en general, en el que
las víctimas directas son los estudiantes de mínimos recursos.
Montoya
González sintió ese tufillo acre desde el primer día en que inició
labores. La biblioteca que encontró, daba vergüenza: un pírrico stock de libros, no contaba con
implementos de lúdicas y aprendizaje. Se notaba que hacía tiempo no le pasaban
una mano de pintura a la estancia.
Uno de los óleos de Andrómeda, homenaje a Sonsón |
Con
su malicia a toda prueba notó de inmediato que algo andaba mal, no sólo en la
biblioteca, sino en el colegio en general. Pero lo que más
asaltó su preocupación, es que los profesores no chistaban nada, y si se quejaban
era entre murmullos, en conciliábulos clandestinos, detrás de las puertas, como
en una película de misterio.
Montoya,
el maestro firme y dilecto, acostumbrado a mentar las cosas por su
nombre y a salvar del naufragio lo que muchos han dado por perdido, se afianzó en
la tarea de rescatar el espacio que él por méritos y calificación se había
ganado por concurso ante la Secretaría
de Educación.
Él mismo, balde, cepillos, trapero y jabón a mano, se
encargó de brindarles a muebles, paredes y piso la limpieza que hacía tiempo la
biblioteca estaba clamando. Para hacer más amena la visita de los niños, la
decoró con cartulinas pobladas de dibujos y mensajes optimistas. Los
estudiantes, que hasta esa fecha se negaban a visitarla por monótona y
desangelada, comenzaron a frecuentarla copiosamente.
Las horas de descanso, como nunca se había visto en la
historia lectiva de Morisco, eran
aprovechadas por los educandos para el goce y la camaradería, charlas
académicas del ‘profe’ Montoya, y
lecturas dirigidas con textos de rigor escolar y obras literarias que mi amigo
por sus propios medios conseguía. Integró a los padres a dichas jornadas los
fines de semana y organizó una exposición de pintura que fue recibida con
beneplácito.
Con la bata de profesor en la etapa gris de su desafortunada experiencia en el Colegio Morisco. Foto: La Pluma & La Herida |
A esa muestra plástica, como debía ser por respeto al
conducto regular, Montoya González
invitó a la rectora del plantel, Blanca
Isabel Pérez Ortiz, pero según él, nunca asistió. Dicha señora -en palabras del acosado maestro y bibliotecólogo- a quien funcionarios y
académicos temían con solo sentirles sus pasos, sabía por sus esbirros que el
recién llegado ‘profe Montoya’ venía
realizando mejoras a su espacio bibliotecario, para brindar un servicio óptimo
y agradable a los alumnos. Además de promover actividades jamás realizadas en
el colegio. “Dizque una exposición de
arte…, ¿Quién se creía este advenedizo?”.
La
envidia, el egoísmo, la mala leche y la corrupción que reina a su aire en la
sociedad colombiana, y que se hace más visible y depredadora en
estamentos gubernamentales como la salud y la educación, tomó forma y contenido
en la triste y decadente humanidad de la rectora Pérez Ortiz, fenotipo de esas señoras que frecuentan a menudo las
clínicas de belleza y cosmetología, ignorado que lo que tienen es el alma
infecta y consumida.
La rectora en cuestión, se ensañó con Montoya González. Cuando éste llegaba a
su despacho para solicitarle materiales de apoyo académico, presentarle un
parte de sus realizaciones, un pliego de peticiones para mejoras y beneficios
académicos, o un permiso médico de atención a sus dolencias, ni siquiera le
dirigía la mirada. Controvertía y
desaprobaba todo proyecto, por más útil y filántropo que ella, de hecho
sabía, representaba para el conglomerado estudiantil.
Disfrazado de emir para animar a sus párvulos |
En finadas cuentas, celos profesionales, esa cizaña latente de no hacer ni dejar
hacer, de aprovechar los recursos del Estado en intereses personales, de
contratos leoninos y del ‘¿cómo voy
yo?’, de los miles de cargos privilegiados en el lugar equivocado, y de otras pestes propias de esta raza en
involución, que esta visto, con pasos enfermos por todas sus cargas, retorna
irreversible con sus huestes a la caverna primigenia.
El profesor Montoya
González, en el colegio Morisco,
fue víctima directa de esa corrupción. Y la señora Blanca Pérez Ortiz, su verdugo hasta el último día. Le hizo la vida
imposible y fue tan incisiva su persecución, que cuando se le venció el
contrato como bibliotecólogo, en diciembre de 2014, confabuló con sus contactos de la Secretaría de Educación para
que le dieran al bibliotecólogo una
calificación mediocre por sus servicios, con el falso pretexto de su constante inasistencia por problemas de
salud.
Todo lo contrario a las buenas y positivas referencias de
profesoras como Blanquita, de preescolar y
Ana Teresa, de español y literatura, de grados superiores, quienes les dieron su
respaldo, a sabiendas que podrían ser las siguientes en la lista negra de la
iracunda superior, cuando manifestaron su admiración por el ‘profe Montoya’, un profesional que en
los cinco meses que laboró en esa institución, estuvo como pocos consagrado a
sus labores didácticas, de puertas abiertas a un espacio acogedor para sus visitantes,
y ofreciendo en su transparencia su calidad humana y profesional.
Por esa injusticia, por esa frustración, vi rabiar y malayar varias veces a mi amigo-hermano
Montoya. Entablar tutelas y demandas es lo pertinente en
un país de bellacos y canallas, donde no obstante los juzgados, hasta el techo de cartapacios y folios; y
donde hasta las altas cortes perdieron hace mucho tiempo toda inspiración y credibilidad, este caso por acoso laboral y evaluación tendenciosa por parte de la señora Pérez Ortiz, sigue su curso en un juzgado laboral de Bogotá.
Lo valioso en este caso, el ejemplo a seguir, es que Alberto no se da por vencido. Y ante la
caída provocada por el aplastante monstruo del establecimiento, sigue incólume
y sin bajar la guardia. Hoy en día se desempeña como profesor de un colegio en Puerto Nare (Antioquia), a ocho horas
en flota de Bogotá, y a donde se
llega después de atravesar el río
Magdalena en una chalupa de pescadores.
En su visita a la Iglesia de la Natividad, en Belén, donde la historia narra, nació Jesús . Foto: Archivo particular |
Todas estas aventuras las vive Montoya en su apostolado de maestro. Y él se siente reconfortado
por ellas. Le he gastado de tiempo atrás muchas bromas al respecto. Que en vez
de estar insistiendo en ser un Indiana
Jones de la educación en Colombia, por qué no se hace la vida más cómoda y
menos riesgosa, abriendo un consultorio astrológico en el garaje de su casa. El
ríe y me sigue la cuerda a sabiendas de que eso no es lo suyo. Qué poco le
importa la idea de enriquecerse, de los bienes materiales. De que con lo que
posee, le basta, traducido en compartir su conocimiento y experiencia de
pedagogo y bibliotecario.
Igual,
la vida que en su sabiduría quita, pero recompensa, le
ha dado fortunas y parabienes merecidos. Siento gran admiración por su familia,
a quien también, si se me permite, considero mi familia. A Gabrielita, su hermana mayor, que es paradigma del espíritu
familiar, de la bondad, del amor y el orden que debería reinar en todo hogar.
De su hermano Guillermo que abandonó
este mundo dejando a su paso la impronta del trabajo a pulso y la generación de
empleo, gracias a su visión de próspero empresario. De doña Dilia, su señora madre, con quien tuve el privilegio de
compartir varios años: otra santa
inédita que sacó a adelante siete hijos tras la muerte prematura de su esposo.
Y de toda su prole, gente noble, querida, sin pretensiones.
Ahora que Alberto
me comparte la postal donde aparece conmovido con su título de Bibliotecólogo, uno más en su pródiga lista de logros y satisfacciones,
me embarga el hondo sentimiento de la verdadera amistad, ese caro valor que
también se ha perdido en este país, como todo lo bueno que otrora se sembraba y
cosechaba con esperanza y entusiasmo.
Escultura de Andrómeda, homenaje a la Revolución Cubana. Al lado pernocta 'Mono', el minimo de la casa. Foto: La Pluma & La Herida |
A la edad que compartimos, que es la misma, hemos lanzado
sobre la mesa los dados de las cábalas en caso de quién se pueda morir primero.
Le he dicho que si me adelanto al surco de gladiolos, ponga a sonar sobre mi
lápida ‘Sur’, de Homero Manzi, con el milagroso bandoneón
de Rodolfo Mederos -banda sonora de
estas líneas-, y él a su vez me lanza la petición de que haga lo mismo pero con
el Adagio, de Albinoni. Que la señora parca
sepa acolitarnos a su debido tiempo estos caprichos.
Para ese entonces habrá tiempo de escribirle el texto del
catálogo de la exposición de pintura que prepara como donación al municipio de Sonsón, la provincia
antioqueña que lo vio nacer. Habrá tiempo, la providencia así lo disponga, de
seguir disfrutando de sus innumerables
anécdotas y fotografías de viajes con su compañera
Gilma, de sus expediciones a la Patagonia por el río Gallegos,
atravesando pampas, seguido por una corte de avestruces, atisbando la redondez
del mundo en medio del acoso pueril de una parvada de pingüinos.
¡Ah!,
Montoya, cómo la vida nos quita y nos retribuye a su antojo.
Recuerdo ahora entre vinos y músicas de Arabia
tus fascinantes historias. Las de aquí y las de allá, las del territorio
macondiano que nos acontece y las de las antípodas en tus cruzadas novelescas.
Enterarme por ejemplo de tu visita a la casa -más exactamente
a la habitación- de Miguel Hernández,
en Orihuela, Alicante, España, el querido poeta
de ‘Nanas de la cebollas', que
compartíamos desde los tiempos en que estudiábamos francés en el Electrónico de Idiomas, y pretendíamos
arreglar el mundo en barcitos paganos con las letras de Mercedes Sosa y el Libro
Rojo de Mao.
Las una y mil caras de Andrómeda, desde su niñez a la fecha. Foto: Archivo particular |
De la memorable tarde de otoño en que fuiste con Gilma Alzate, tu mujer, y con Patricia Suárez -nuestra entrañable
amiga en común-, a poner flores en la tumba de Óscar Wilde, en el emblemático cementerio Përe-Lachaise, de Paris,
y terminaron agarrados como colegiales por un helado de ventorrillo, bajo el
plafondo zafir de esa ciudad, aún con humores cortazarianos de sopa de cebolla
y miradas compasivas de clochards.
De todo lo que hicimos y dejamos de hacer… De la obra de
teatro subversiva que escribiste y en la que me encomendaste el rol de un
gendarme al servicio de la dictadura fascista, ¡qué karma!, como años después
el director de cine Rubén Mendoza repitió
la dosis y me hizo vestir de policía para su película ‘La sociedad del semáforo’.
De los amigos que se han ido y de los que, por una u otra
razón, nos olvidaron. De tus frecuentes visitas al Hospital Psiquiátrico ‘San Pablo’, en Cartagena, cuando le llevabas
panes, manzanas, refrescos y tabacos al poeta Raúl Gómez Jattin, tu cómplice en el infortunio, ese otro santo trágico
y condenado que compartió contigo opio y cicuta en los recovecos de la Calle Luna, en las noches dionisiacas
de las playas de Boca Grande y en
los amaneceres fucsia del Muelle de los
Pegasos, y que al final de sus días agradeció tus bondades con un poema, ‘Un día’, que, con tu venia, me permito
publicar:
Amaneceré
un día muerto/ y ya el sol no brillará para mí/ y no tendré hambre ni sed/. No
estoy preparado para ese día/. Ojalá mi rostro sonría/ aunque sea un poco/ Y
mis manos no tengan un rictus de agonía/. Ojalá que si hay un Dios/ éste sea
benevolente/ y se apiade de mis errores/. Amanecerá y veremos qué ocurre/ y
quizás alguien escribirá al respecto (Para Alberto/Raúl).
Facsímil del poema que Raúl Gómez Jattin le dedicó a Alberto Montoya. Y el verso sigue echando raíces. Ilustración: Revista El Malpensante. |
Alberto,
amigo-hermano del alma, hoy que celebras 57 primaveras, que te has sanado de todas las heridas, físicas y
morales, de las que te ha dejado en rostro, cabeza y manos la barbarie enferma
del hampa; de las lesiones accidentales que no rebaja el cuerpo en su arduo
trajinar de años; y de las más duras en cicatrizar, las de la ofensa y las de
las desconcertantes injusticias humanas, no
me queda más que expresarte los mejores augurios, guerrero de la vida,
arquetipo de la lucha y la templanza, sobrio y perenne ante las sequías y las
borrascas, con la misma sabiduría con que has contemplado y digerido el
esplendor y el fracaso, causa y efecto de la existencia, alfa y omega de este
breve peregrinar por el mundo, hasta que nos llegue el adiós inexorable.
Por
siempre y hasta siempre, amigo, recibe mi cálido y fraternal abrazo.
Adagio, de Tomaso Albinoni: http://bit.ly/1orPzOh
Documental de Raúl Gómez Jattin (Colcultura): http://bit.ly/1TIjBBZ
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