sábado, 19 de marzo de 2016

Tía María Elena y las amorosas luces de la inteligencia

Tía María Elena en su último cumpleaños, el número 96, bajo la mirada contemplativa de su hija Esperanza. Foto: Archivo particular
Tía María Elena no era la tía convencional que a los niños enseña a medir los primeros pasos sincopados de un baile cualquiera. De eso se encargaron sus hijas, mis primas menores, cuando descubrieron, a la par de la pirotecnia decembrina que estallaba en el firmamento, la fantasía tropical de los Hispanos y los Graduados, y la estridencia adictiva de cinturas y cabelleras, con el ‘Satisfaction’ de Rolling Stones.

Tía María Elena era una mujer sabia y dilecta. Las luces de su inteligencia se veían reflejadas en actos mayores y definitivos como el cumplimiento del deber, el orden, la honestidad, la disciplina y la responsabilidad. Tenía el cerebro tan bien puesto, que cuando se le encendía la lámpara de la genialidad, no descansaba hasta ver realizados sus propósitos, ya con su esposo, el tío Mardoqueo, o con sus hijos: Jairo, Clara, Esperanza, Stella y Lucía.

Era la piedra angular de su hogar. Su carácter firme, irreductible, jamás la dejó desvalida, derrotada o con proyectos a medias, ni siquiera ante los cataclismos y las tormentas devastadoras de la existencia, ni en situaciones apremiantes como la sequía y la enfermedad. Que recuerde, nunca la vi llorar o lamentarse por ligerezas o imposibilidades.

Por el contrario, para limar asperezas y retar al infortunio, se afianzaba en un humor fino, espontáneo, decorado con su espléndida sonrisa y una mirada de picardía que era imposible evitar. Era de tal agudeza su ingenio, que había que tomar por el aire las metáforas o las claves secretas de lo que ella en el fondo quería expresar, sin lastimar o provocar a nadie. Un delicioso guiño suyo era suficiente para comprender sus dardos lúdicos, sus inofensivas bromas.

Tía María Elena poseía la belleza de las recordadas actrices del cine mudo. Ahora que vuelvo a ver, después de muchos años, una foto en sepia de sus primaveras, traigo a colación las fotos de las divas que en su momento rodearon a Charles Chaplin en sus divertidas sagas de cámara rápida: Edna Purviance, Virginia Cherrill, Mabel Normand, Oona O’Neill.

No quiero rayar en comparaciones, pero observando esta postal que grita un camafeo, con su rostro juvenil al natural, su breve nariz respingada, sus ojos negros, profundos, enmarcados en unas cejas pobladas, y su cabello de azabache recogido en una diadema de crisol, concluyo que tía María Elena tuvo que dejar eclipsado a tío Mardoqueo con una primera mirada, sin chance de dar un paso atrás, como quedan paralizados los conejos de carretera ante el chorro de luz de las farolas, en la noche espesa y tenebrosa.

Era una mujer hermosa y elegante. Le sentaba lo que luciera, por más sobrio o sencillo que fuera. El brillo de su estilo original la distinguía de las demás. No una etiqueta, una marquilla, sino el alma en su legitimidad. El sello lo llevaba ella. La prenda se iluminaba con su aura. Esto agregado a su delicada sonrisa, apenas sugerida, redondeaba el encanto. Esa fascinación se robaba las miradas más distraídas y escépticas.

Recuerdo cuando tía María Elena salía de compras con mi madre Luz María por el centro de Bogotá. La ciudad envuelta en una bruma fantasmagórica. Los transeúntes de rostro grave y ceño fruncido. Nadie hablaba con nadie. Si intentaban comunicarse era a través de murmullos. Llovía todo el tiempo como en los óleos de Jorge Olave. Y las iglesias permanecían más abiertas a los funerales que a los casorios.

Era un hábito de ellas, cuando compartían paquetes en el corazón de la ciudad, llevarme al almacén Tía de la 17 con 7° a degustar la maravilla de un pudin o de un plato de peto con panela rayada: con esos dos manjares, a una edad temprana, la de camisa de marinero, pantalón corto y medias de rombos hasta las rodillas, me sostenía en la voluntad de que había asuntos y delicias por las que valía la pena seguir con vida, pese a la rutina tediosa y amenazante de adultos de caras largas y suplicios de colegios, en una época en que la diversión de un infante se reducía a un aro, un trompo, una patineta artesanal y media docena de canicas.

Tía María Elena rodeada de sus nietos Dominique, Joan y Nahual, hijos de Lucía, la menor. Foto: Archivo particular 
Veo a tía María Elena en la sala de su casa, en el entonces republicano  barrio San Bernardo -hoy convertido en una guarida de rufianes y viciosos-, conversando con mamá. Mi madre habla de algo que yo no comprendo y se suelta a llorar desconsolada.
Veo un radio enorme que emite una cantata dolorosa. Veo colgada la foto en blanco y negro, de marco grueso, de tía María Elena y tío Mardoqueo, el día de su boda: radiantes, esbeltos, con sus mejores galas, como en los fotogramas de Corín Tellado.

Veo a Esperanza de cachumbos y  jardinera ingresar a saltitos a la sala para invitarme a jugar a la rayuela. Hay otros niños en el patio, también de calzón corto que se disputan una cáscara de naranja, santo y seña de cómo avanzar, con estrategias, del cielo al infierno, y viceversa. La tiza blanca destella en la penumbra, como en la noche larga de luciérnagas fantásticas que acogió el dramático final del poeta José Asunción Silva.

Veo a Lucía, la prima menor, acicalándose frente al espejo, con sus ojos dulces de eterna niña feliz, susurrando It’s Been a Har’d Days Night, de los Beatles. Y a Clara, la mayor de las hijas de tía María Elena, con la seriedad precoz de las muchachas que advierten que el mundo no es ninguna novelita rosa, llamarme la atención por dejar abierta la llave del lavamanos.

Veo a Stella, la prima cómplice en la posteridad, la que heredó la templanza y el humor puntiagudo de su madre, convocarme a un solaz de televisión, en los tiempos en que el aparato en blanco y negro abría su programación a las cinco de la tarde y la cerraba a las nueve de la noche, con un diminuto lucero que quedaba en la mitad de la pantalla después de apagarlo. Un puntito fugaz  que indicaba que era hora de irse a la cama, persignarse, rezar el Padrenuestro y esforzarse en conciliar el sueño de la noche silente, de donde creíamos, trémulos de miedo, que emergían lloronas, patasolas y los más abominables esperpentos.

Veo a Jairo, el mayor de la prole, en el despertar de su adolescencia, con su peinado de Óscar Wilde, llegar a casa contento, con el ardor de los primeros amores impreso en sus mejillas. Y los veo a todos reunidos en la cocina, a la hora de la última merienda, en ese espacio cálido del hogar, abierto a la tertulia, al reporte del día de padres e hijos, mientras que tía María Elena, entre fogones y aromas de sopas calientes entonaba el tango Madreselva, que por esa época había puesto de moda en la radio la divina Libertad Lamarque.
Bella y radiante en los albores de su juventud

Y los veo ahora a todos reunidos, incluida mi madre Luz María, con sus ojos tristes, y no me resisto a evocar La canción del ayer, de Aurelio Arturo, poeta mayor de La Unión (Nariño), un José Asunción Silva, del sur, en este cuadro de familia que encierra las neblinas y nostalgias de todas las familias, con su inventario de pérdidas y ganancias, de los que entre sollozos alistan maletas para emprender un viaje largo a territorios desconocidos donde aún está suspendido en el aire el olor acre de la guerra; o los del viaje inexorable y sin retorno como el de tía María Elena, y de todos los queridos que se han ido, que es el motivo que hoy nos tiene aquí reunidos.

Un largo, un oscuro salón rumoroso/ cuyos confines parecían perderse en otra edad balsámica/. Recuerdo como tres antorchas áureas/ nuestras cabezas inclinadas sobre aquel libro viejo/ que rumoraba profundamente en la noche.

Y la noche golpeaba con leves nudillos en la puerta de roble/. Y en los rincones tantas imágenes bellas/, tanto camino soleado/, bajo una leve capa de sombra/ luciente como terciopelo.

La voz de Saúl me era una barca melodiosa/. Pero yo prefería el silencio/, el silencio de rosas y plumas/, de Vicente, el menor, que era como un ángel/ que hubiese escondido su par de alas en un profundo armario.

Mas, ¿quién era esa alta, trémula mujer en el salón profundo?/ ¿Quién la bella criatura en nuestros sueños profusos?/ ¿Quizá la esbelta beldad por quien cantaba nuestra sangre?/ ¿O así, tan joven, de luz y silencio, nuestra madre?

O acaso, acaso esa mujer era la misma música/, la desnuda música avanzando desde el piano/, avanzando por el largo/, por el oscuro salón como en un sueño.

(A ti lejano Esteban, que bebiste mi vino/, te lo quiero contar/, te lo cuento en humanas, míseras palabras:

Cuando estás en la sombra/. Cuando tus sueños bajan/ de una estrella a otra hasta tu lecho/, y entre tus propios sueños eres humo de incienso/, quizá entonces comprendas/, quizá sientas, por qué en mi voz y en mi palabra hay niebla).

Un largo, un oscuro salón/, tal vez la infancia/. Leíamos los tres y escuchábamos el rumor de la vida/, en la noche tibia, destrenzada/, en la noche con brisas del bosque. Y el grande, oscuro piano/, llenaba de ángeles de música/ toda la vieja casa.

En el cementerio de La Inmaculada, a donde fueron trasladados los restos de tía María Elena, en la tumba de tío Mardoqueo (18 de marzo de 2016). Foto: La Pluma & La Herida
Tía María Elena: tú que amabas tanto y cuidabas con esmero tus macetas de lirios y geranios, las hortensias, los mantos de María, tus jazmines y tus reinas de corazones, ahora este pródigo jardín con su remanso de paz y sus coros celestiales, te acoge en el último aposento de la memoria terrenal, tú que a estas alturas, en el espíritu libre de la eternidad, vigilas nuestros pasos y nos alientas a seguir el camino señalado con firmeza y determinación.

Tía María Elena, tú que viviste para dar amor y enseñar a vivir, y vivir para enseñar, acoge como semillas nuestras plegarias, para que de ellas florezcan nardos y pensamientos de vida. Que la vida que nos enseñaste como un libro abierto, sea ejemplo para tu prole, para tus hijos, tus nietos y biznietos, para las futuras generaciones en la impronta de esta familia que de ti guarda los más amorosos y entrañables recuerdos.

Perdona querida tía nuestras faltas: los desaciertos, las equivocaciones, las mezquindades y las intrigas. Tú que proclamaste el amor por encima del rencor. Tú que dirigiste la misma mirada para tu amado esposo y para todos tus hijos, no permitas que la maledicencia, la envidia y el rencor intoxiquen nuestros corazones.

Bendícenos desde tu reino y procura nuestra paz para recodarte en paz, con las mismas luces de la sabiduría que impartiste verdad y conocimiento, en el alfabeto del mundo, en el orden de las cosas, en los linderos del bien y del mal.

Observo a la entrada del campo santo de La Inmaculada una frase que parece tomada de Jorge Luis Borges: Uno no se muere cuando lo entierra sino cuando lo olvidan. No será tu caso, querida tía, que trascenderás en la memoria imperecedera, justo ahora que descansas al lado de tío Mardoqueo.
   
Gracias por tus amorosas luces perpetuas. Desde el fondo de nuestros corazones, por siempre, ¡bendita seas!


Ricardo Rondón Chamorro, marzo 18 de 2016
Cementerio de La Inmaculada (Bogotá, Colombia)
Share this post
  • Share to Facebook
  • Share to Twitter
  • Share to Google+
  • Share to Stumble Upon
  • Share to Evernote
  • Share to Blogger
  • Share to Email
  • Share to Yahoo Messenger
  • More...

0 comentarios

 
© La Pluma & La Herida

Released under Creative Commons 3.0 CC BY-NC 3.0
Posts RSSComments RSS
Back to top