Tía María Elena en su último cumpleaños, el número 96, bajo la mirada contemplativa de su hija Esperanza. Foto: Archivo particular |
Tía
María Elena no era la tía convencional que a los niños
enseña a medir los primeros pasos sincopados de un baile cualquiera. De eso se
encargaron sus hijas, mis primas menores, cuando descubrieron, a la par de la
pirotecnia decembrina que estallaba en el firmamento, la fantasía tropical de
los Hispanos y los Graduados, y la
estridencia adictiva de cinturas y cabelleras, con el ‘Satisfaction’ de Rolling
Stones.
Tía
María Elena era una mujer sabia y dilecta. Las luces de
su inteligencia se veían reflejadas en actos mayores y definitivos como el
cumplimiento del deber, el orden, la honestidad, la disciplina y la
responsabilidad. Tenía el cerebro tan bien puesto, que cuando se le encendía la
lámpara de la genialidad, no descansaba hasta ver realizados sus propósitos, ya
con su esposo, el tío Mardoqueo, o
con sus hijos: Jairo, Clara, Esperanza,
Stella y Lucía.
Era la piedra angular de su hogar. Su carácter firme,
irreductible, jamás la dejó desvalida, derrotada o con proyectos a medias, ni
siquiera ante los cataclismos y las tormentas devastadoras de la existencia, ni
en situaciones apremiantes como la sequía y la enfermedad. Que recuerde, nunca
la vi llorar o lamentarse por ligerezas o imposibilidades.
Por el contrario, para limar asperezas y retar al
infortunio, se afianzaba en un humor fino, espontáneo, decorado con su
espléndida sonrisa y una mirada de picardía que era imposible evitar. Era de
tal agudeza su ingenio, que había que tomar por el aire las metáforas o las claves
secretas de lo que ella en el fondo quería expresar, sin lastimar o provocar a
nadie. Un delicioso guiño suyo era suficiente para comprender sus dardos
lúdicos, sus inofensivas bromas.
Tía
María Elena poseía la belleza de las recordadas actrices
del cine mudo. Ahora que vuelvo a ver, después de muchos años, una foto en
sepia de sus primaveras, traigo a colación las fotos de las divas que en su
momento rodearon a Charles Chaplin
en sus divertidas sagas de cámara rápida: Edna
Purviance, Virginia Cherrill, Mabel Normand, Oona O’Neill.
No quiero rayar en comparaciones, pero observando esta
postal que grita un camafeo, con su rostro juvenil al natural, su breve nariz
respingada, sus ojos negros, profundos, enmarcados en unas cejas pobladas, y su
cabello de azabache recogido en una diadema de crisol, concluyo que tía María Elena tuvo que dejar
eclipsado a tío Mardoqueo con una
primera mirada, sin chance de dar un paso atrás, como quedan paralizados los
conejos de carretera ante el chorro de luz de las farolas, en la noche espesa y
tenebrosa.
Era
una mujer hermosa y elegante. Le sentaba lo que luciera,
por más sobrio o sencillo que fuera. El brillo de su estilo original la
distinguía de las demás. No una etiqueta, una marquilla, sino el alma en su
legitimidad. El sello lo llevaba ella. La prenda se iluminaba con su aura. Esto
agregado a su delicada sonrisa, apenas sugerida, redondeaba el encanto. Esa
fascinación se robaba las miradas más distraídas y escépticas.
Recuerdo cuando tía María
Elena salía de compras con mi madre Luz
María por el centro de Bogotá.
La ciudad envuelta en una bruma fantasmagórica. Los transeúntes de rostro grave
y ceño fruncido. Nadie hablaba con nadie. Si intentaban comunicarse era a
través de murmullos. Llovía todo el tiempo como en los óleos de Jorge Olave. Y las iglesias permanecían
más abiertas a los funerales que a los casorios.
Era un hábito de ellas, cuando compartían paquetes en el
corazón de la ciudad, llevarme al almacén Tía
de la 17 con 7° a degustar la maravilla de un pudin o de un plato de peto con panela rayada: con
esos dos manjares, a una edad temprana, la de camisa de marinero, pantalón
corto y medias de rombos hasta las rodillas, me sostenía en la voluntad de que
había asuntos y delicias por las que valía la pena seguir con vida, pese a la
rutina tediosa y amenazante de adultos de caras largas y suplicios de colegios,
en una época en que la diversión de un infante se reducía a un aro, un trompo,
una patineta artesanal y media docena de canicas.
Tía María Elena rodeada de sus nietos Dominique, Joan y Nahual, hijos de Lucía, la menor. Foto: Archivo particular |
Veo a tía María
Elena en la sala de su casa, en el entonces republicano barrio San
Bernardo -hoy convertido en una guarida de rufianes y viciosos-,
conversando con mamá. Mi madre habla de
algo que yo no comprendo y se suelta a llorar desconsolada.
Veo un radio enorme que emite una cantata dolorosa. Veo
colgada la foto en blanco y negro, de marco grueso, de tía María Elena y tío Mardoqueo, el día de su boda: radiantes,
esbeltos, con sus mejores galas, como en los fotogramas de Corín Tellado.
Veo a Esperanza de
cachumbos y jardinera ingresar a
saltitos a la sala para invitarme a jugar a la rayuela. Hay otros niños en el
patio, también de calzón corto que se disputan una cáscara de naranja, santo y
seña de cómo avanzar, con estrategias, del cielo al infierno, y viceversa. La
tiza blanca destella en la penumbra, como en la noche larga de luciérnagas fantásticas que acogió el dramático
final del poeta José Asunción Silva.
Veo a Lucía,
la prima menor, acicalándose frente al espejo, con sus ojos dulces de eterna
niña feliz, susurrando It’s Been a Har’d
Days Night, de los Beatles. Y a Clara, la mayor de las hijas de tía María Elena, con la seriedad precoz
de las muchachas que advierten que el mundo no es ninguna novelita rosa,
llamarme la atención por dejar abierta la llave del lavamanos.
Veo
a Stella, la prima cómplice en la posteridad, la que heredó la
templanza y el humor puntiagudo de su madre, convocarme a un solaz de
televisión, en los tiempos en que el aparato en blanco y negro abría su
programación a las cinco de la tarde y la cerraba a las nueve de la noche, con
un diminuto lucero que quedaba en la mitad de la pantalla después de apagarlo.
Un puntito fugaz que indicaba que era
hora de irse a la cama, persignarse, rezar el Padrenuestro y esforzarse en conciliar el sueño de la noche
silente, de donde creíamos, trémulos de miedo, que emergían lloronas, patasolas
y los más abominables esperpentos.
Veo a Jairo,
el mayor de la prole, en el despertar de su adolescencia, con su peinado de Óscar Wilde, llegar a casa contento,
con el ardor de los primeros amores impreso en sus mejillas. Y los veo a todos
reunidos en la cocina, a la hora de la última merienda, en ese espacio cálido
del hogar, abierto a la tertulia, al reporte del día de padres e hijos,
mientras que tía María Elena, entre
fogones y aromas de sopas calientes entonaba el tango Madreselva, que por esa época había puesto de moda en la radio la
divina Libertad Lamarque.
Bella y radiante en los albores de su juventud |
Y los veo ahora a todos reunidos, incluida mi madre Luz María, con sus ojos tristes, y no
me resisto a evocar La canción del ayer,
de Aurelio Arturo, poeta mayor de La Unión (Nariño), un José Asunción Silva, del sur, en este
cuadro de familia que encierra las neblinas y nostalgias de todas las familias,
con su inventario de pérdidas y ganancias, de los que entre sollozos alistan
maletas para emprender un viaje largo a territorios desconocidos donde aún está
suspendido en el aire el olor acre de la guerra; o los del viaje inexorable y
sin retorno como el de tía María Elena,
y de todos los queridos que se han ido, que es el motivo que hoy nos tiene aquí
reunidos.
Un
largo, un oscuro salón rumoroso/ cuyos confines parecían perderse en otra edad
balsámica/. Recuerdo como tres antorchas áureas/ nuestras cabezas inclinadas
sobre aquel libro viejo/ que rumoraba profundamente en la noche.
Y la
noche golpeaba con leves nudillos en la puerta de roble/. Y en los rincones
tantas imágenes bellas/, tanto camino soleado/, bajo una leve capa de sombra/
luciente como terciopelo.
La
voz de Saúl me era una barca melodiosa/. Pero yo prefería el silencio/, el
silencio de rosas y plumas/, de Vicente, el menor, que era como un ángel/ que
hubiese escondido su par de alas en un profundo armario.
Mas,
¿quién era esa alta, trémula mujer en el salón profundo?/ ¿Quién la bella
criatura en nuestros sueños profusos?/ ¿Quizá la esbelta beldad por quien
cantaba nuestra sangre?/ ¿O así, tan joven, de luz y silencio, nuestra madre?
O
acaso, acaso esa mujer era la misma música/, la desnuda música avanzando desde
el piano/, avanzando por el largo/, por el oscuro salón como en un sueño.
(A
ti lejano Esteban, que bebiste mi vino/, te lo quiero contar/, te lo cuento en
humanas, míseras palabras:
Cuando
estás en la sombra/. Cuando tus sueños bajan/ de una estrella a otra hasta tu
lecho/, y entre tus propios sueños eres humo de incienso/, quizá entonces
comprendas/, quizá sientas, por qué en mi voz y en mi palabra hay niebla).
Un
largo, un oscuro salón/, tal vez la infancia/. Leíamos los tres y escuchábamos
el rumor de la vida/, en la noche tibia, destrenzada/, en la noche con brisas
del bosque. Y el grande, oscuro piano/, llenaba de ángeles de música/ toda la
vieja casa.
En el cementerio de La Inmaculada, a donde fueron trasladados los restos de tía María Elena, en la tumba de tío Mardoqueo (18 de marzo de 2016). Foto: La Pluma & La Herida |
Tía
María Elena: tú que amabas tanto y cuidabas con esmero
tus macetas de lirios y geranios, las hortensias, los mantos de María, tus jazmines y tus reinas de corazones, ahora este
pródigo jardín con su remanso de paz y sus coros celestiales, te acoge en el
último aposento de la memoria terrenal, tú que a estas alturas, en el espíritu
libre de la eternidad, vigilas nuestros pasos y nos alientas a seguir el camino
señalado con firmeza y determinación.
Tía
María Elena, tú que viviste para dar amor y enseñar a
vivir, y vivir para enseñar, acoge como semillas nuestras plegarias, para que
de ellas florezcan nardos y pensamientos de vida. Que la vida que nos enseñaste
como un libro abierto, sea ejemplo para tu prole, para tus hijos, tus nietos y
biznietos, para las futuras generaciones en la impronta de esta familia que de
ti guarda los más amorosos y entrañables recuerdos.
Perdona
querida tía nuestras faltas: los desaciertos, las
equivocaciones, las mezquindades y las intrigas. Tú que proclamaste el amor por
encima del rencor. Tú que dirigiste la misma mirada para tu amado esposo y para
todos tus hijos, no permitas que la maledicencia, la envidia y el rencor
intoxiquen nuestros corazones.
Bendícenos
desde tu reino y procura nuestra paz para recodarte en paz,
con las mismas luces de la sabiduría que impartiste verdad y conocimiento, en
el alfabeto del mundo, en el orden de las cosas, en los linderos del bien y del
mal.
Observo a la entrada del campo santo de La Inmaculada una frase que parece
tomada de Jorge Luis Borges: Uno no se muere cuando lo entierra sino
cuando lo olvidan. No será tu caso, querida tía, que trascenderás en la memoria
imperecedera, justo ahora que descansas al lado de tío Mardoqueo.
Gracias
por tus amorosas luces perpetuas. Desde el fondo de nuestros
corazones, por siempre, ¡bendita seas!
Ricardo
Rondón Chamorro, marzo 18 de 2016
Cementerio
de La Inmaculada (Bogotá, Colombia)
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