Natalia Ponce de León de cara a un país y a un Estado que, con su Ley, merece su máximo respaldo. Foto: Minuto 30.com |
Ricardo
Rondón Ch.
Si aquel funesto 27
de marzo de 2014, Natalia Ponce de
León, en las puertas de su domicilio y por equivocación, no le hubiera dado
la cara a Jonathan Vega Chávez, el
desquiciado que le arrojó un litro de ácido sulfúrico, seguramente todo
seguiría igual.
Igual en lo que correspondiera a una mujer de apellido
rimbombante, joven, bonita, pilosa, echada pa’lante, orgullosa de su vida y de su
familia, con un abanico de metas por alcanzar.
Quizás hoy estaría “felizmente casada”, con un crío de
brazos, un nuevo almacén de ropa, una atractiva cuenta bancaria y un viaje pendiente por Europa. Una más de las privilegiadas del club de las
triunfadoras convencionales que, en palabras del escritor argentino Guillermo Martínez, en su premiado libro,
no cesan de masticar la goma insípida de “una
felicidad repulsiva”.
Pero Natalia atendió
el llamado de un demente más en un país de locos, y ahí comenzó, en el meridiano
de su existencia, a escribir una nueva historia: trágica y demoledora para ella
y para los seres que ama, y para una sociedad como la nuestra que, con todo lo
terrible y sangrante que pasan a diario los telenoticieros, aún se conmueve y se
niega a perder su capacidad de asombro.
Todo el país sabe de las duras y las maduras que le ha
tocado pasar a la señorita Ponce de León
en estos meses, desde que ella se dio por muerta cuando acudió desesperada, una vez perpetrado el ataque, a
tomar un duchazo de agua fría; el dolor inconcebible
de sus llagas, las torturas y pesadillas bajo los chorros de luz de los quirófanos, la
angustia de quedar ciega, los injertos, las cicatrices, la rabia echa grumos en
la garganta, la sed de agua y de justicia, las ganas de morirse. Ella y su familia destrozadas.
El ataque con ácido más espantoso en el prontuario de
este tipo de atentados. Como la mayoría de ellos, protagonizado por un desadaptado con el cerebro infestado de
alcohol, marihuana y heroína, en un
territorio con alarmantes cifras de delincuentes y enfermos mentales,
narcotráfico, consumo de drogas sicoactivas, y un sistema judicial que da
grima.
Cuando se especulaba que Natalia, por el hecho de ser mujer y por la gravedad de sus quemaduras
que le desfiguraron el rostro en su totalidad -y la cantidad de cirugías a las
que ha sido expuesta, más de veinte a la fecha, un promedio de cuatro en menos
de un mes-, no iba a resistir, ni en lo físico, ni en lo emocional, el valor y
la fuerza de vivir para servir, abrieron el capullo de un renacer.
Hace unos días, luego de un proceso lento y doloroso, noches
en vela, frascos al por mayor de analgésicos y cicatrizantes, máscaras quirúrgicas
y venecianas, pavas de utilería, testimonios desgarradores, audiencias de
banquillo, miradas morbosas y ajenas, Natalia
se despojó de su protector de piel para darle de nuevo la cara al país y
sentar precedente de su valentía, de su apego inconmensurable por la vida, y de
cómo se superan situaciones terriblemente adversas, cuando “querer es poder”.
Testimonio valiente y desgarrador |
En sólo diez meses, Natalia
ha hecho lo que a cualquier persona convencional no le alcanzaría la vida para
planear y realizar sus propósitos. Ver para creer: una revelación hasta el
fondo de lo sucedido que tomó forma y contenido en un libro impávido y a la vez desgarrador, con rúbrica de la periodista
Martha Soto. Una maratón a contracorriente por su rehabilitación en la que
se la jugaron su señora madre, sus hermanos, sus ex novios, su familia, y un
equipo de milagrosos cirujanos encabezados por el colombiano Jorge Luis Gaviria Castellanos y el holandés Ali Pirayesh (este último creador del glyaderm, una piel que se obtiene de
personas fallecidas y es procesada en laboratorio para reemplazar tejidos
destruidos por el ácido). Y, para ella, el logro más poderoso y significativo: La Ley, ante el Congreso, Natalia Ponce de
León para castigar hasta con cincuenta años de prisión este tipo de
atrocidades.
Lo del libro, ‘El Renacimiento
de Natalia Ponce de León: itinerario de una vida que venció a la barbarie’,
fue la piedra angular para dar la batalla, entre ires y venires, demoras y
aplazamientos, como es habitual en Colombia,
en aras de la promulgación de su Ley.
Hoy es una verdad de a puño firmada y apostillada, una voz de aliento para las
miles de víctimas con ácido, y una advertencia mayúscula para quienes insistan
en este delito brutal.
No faltaron las críticas alrededor del libro: que se tuvo
en cuenta la posición social de Natalia.
Que tenía que llevar los apellidos Ponce
de León para que le dedicaran tan generoso paginaje. Que ahí está pintado
el oportunismo de la Casa Editorial El
Tiempo para robustecer sus arcas. Que si se hubiera tratado de una mujer de
estrato humilde de apellido Viracachá, no le habrían prestado
mayor atención, salvo una reseña en el último rincón de la sección de
judiciales.Nada extraño: el síndrome de la mala leche que pasa por encima de episodios tan sensibles como el de una joven destruida física y moralmente por una sustancia química.
Ante todas las habladurías, Natalia demostró todo lo contrario. Parte de las ganancias del
libro, como fue estipulado oficialmente durante su presentación, fueron
destinadas a sembrar los cimientos de la fundación que lleva su nombre, traducido
en el firme respaldo, tanto jurídico
como social y de tratamiento físico y psicológico que le hacía falta a las
víctimas de los atentados con ácido, como ella, que lo ha sufrido entre jirones
de piel y alma.
Y
con su fundación la Ley. Y con la Ley, el propósito en marcha de una
unidad especial para quemados, porque no da a abasto la única que existe, por
lo menos en Bogotá, la del Hospital Simón Bolívar. Y con todo lo
anterior, un punto y aparte a un crimen que campea a sus anchas, a cualquier
hora del día, promovido por esas otras formas del cáncer nacional que en Colombia hace mucho tiempo hicieron
metástasis: el odio, el resentimiento y
la venganza.
Natalia Ponce de León, acompañada de su cirujano estrella, Jorge Luis Gaviria Castellanos. Foto: El Espectador |
Natalia, en
solo diez meses, ha puesto un punto muy alto en su quijotesca campaña, en sus
logros y realizaciones. Pero que no la dejen sola, como es habitual en este
país. De nada servirían sus luchas, su ejemplo de vida, su valor y su Ley, si el Estado no le pone coto cuanto antes a un problema grave que ha
pasado silente en los escritorios de las rectorías de salubridad: una incuestionable y cada vez más
preocupante epidemia demencial.
Al bárbaro que ataca con un frasco de ácido se suma el salvaje del semáforo que destroza a garrote o a ladrillo el panorámico del automóvil de
una indefensa dama; el desequilibrado que, acezante, le refriega su genitalidad
a una señorita en el transmilenio; la turba de perturbados de todos los hedores
y pelambres que avanza al compás del desprevenido peatón por parques, puentes,
potreros y avenidas; los esquizofrénicos y drogadíctos como el ‘Monstruo de Monserrate’ que violan y asesinan
a sus víctimas en tétricos cambuches; los lunáticos con parafilias innombrables
que se escudan en las redes sociales para seducir menores e incautos; y con el perdón de los respetabilísimos
credos, los curas y pastores que aprovechan su labia y su investidura para
cometer cualquier clase de aberraciones en nombre y gracia de sus potestades.
Es un lugar común subrayar que el bien, tarde que temprano, siempre triunfará
sobre el mal. Pero asumo la licencia para reafirmar que Natalia, con creces, lo ha sustentado. Mientras ella nos ofrece su franca y
valerosa mirada, y el brillo de sus ojos evidencia que va ganando un nuevo round en el más desafiante de los combates
que el destino le ha planteado, uno procura imaginar el rictus en penumbras de Jonathan
Vega, perdido entre las siluetas siniestras de una cárcel, atosigado por el
hedor de miasmas y detritus, sin más espejo que el de su propio horror, y sin
otra complicidad que la de roedores y cucarachas, con el dilema corrosivo del enorme cargo de conciencia, y de que el resto que le queda de vida no será suficiente para saldar su castigo.
Colombia
es un país de locos, al garete y sin camisa de fuerza. De hecho,
vivir en este país, ya es una locura. Y nadie más que Natalia Ponce de León para atestiguarlo.
Alguien timbra a la puerta. ¡Cuidado!
Alguien timbra a la puerta. ¡Cuidado!
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