Cabeto González, el novio, paciente en la espera de su amada Rochy. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo Rondón Ch.
Íngrimo, lívido
y meditabundo, en el extremo izquierdo de la primera banca de la Iglesia de Lourdes de Chapinero, con sus
ojillos piadosos concentrados en el Cristo
tutelar de la nave principal, encontré a mi amigo de años Cabeto González Dorado, a las 3:45
minutos del sábado 12 de septiembre de
2015, paciente en la espera de la mujer con la que compartirá techo, enseres
y cobijas por el resto de sus días.
Lucía Cabeto un vestido azul acuático -que después
me enteré por su hermano David Fernando
lo había comprado en un centro comercial dos horas antes de la cita nupcial-, perfectamente combinado con camisa blanca, corbata
azul marino, un jazmín reventón en el bolsillo izquierdo del saco, y zapatos
negros relucientes.
Los novios, en la parte principal de la emblemática Iglesia de Lourdes, en Chapinero. Foto: La Pluma & La Herida |
En esos
zapatos me puse un instante para acompañar la soledad más estoica de todas las
soledades, la prematrimonial, con los mismos pálpitos acelerados que nos suelen
asaltar cuando nos van a extraer las cordales, o cuando empujados en una
camilla vemos abrirse las puertas de vaivén de un quirófano, prestos a una
operación de apendicitis, incluido lavado y desinfectado del tripaje.
La soledad de un novio que después de una vida de felices
irresponsabilidades y jolgorios concupiscentes de soltería, decide, en común
acuerdo y como las ‘inquebrantables’ leyes católicas así lo ordenan, unirse en
cuerpo, bienes y espíritu con la elegida que la Divina Providencia le puso en el camino, viene acompañada -lo digo por
experiencia propia- de leves desajustes en el sistema bicameral del cerebro,
sudor en las manos y en la espina dorsal, precipitaciones de vejiga, y más
dispendioso aún, incontrolables estertores intestinales que prometen arrasar
con la indumentaria de estrene. De ahí que las versadas en etiqueta recomienden
llevar un par de pepitas de Lomotil.
Por si las moscas.
A punto de recibir la bendición y jurarse amor eterno. Foto: La Pluma & La Herida |
Además que siempre
hay una molestia o un imprevisto de última hora, a escasos minutos de que el organista
de turno despache los primeros acordes de la Marcha Nupcial de Félix
Mendelssohn: la marquilla (como de fibra de vidrio) de la camisa nueva que
puya inmisericorde en la nuca. El parlamento aprendido de memoria en el curso
prematrimonial que como por obra del Patas
se borra de repente del hipocampo. Una maldita hilacha, justo en el fundillo,
que se resiste a ser arrancada pese a la furia incontenible de los dedos (ni
modos de pedirle prestado al sacristán o a la señora de las veladoras un cortaúñas,
unas tijeras, menos una navaja). Y no falta el grito ahogado que sacude con
pulsión telúrica la caja torácica: “¡Ay!, los papeles, los dejé en el otro
saco. ¿Será que me piden la cédula?”.
Y por
supuesto: esas divagaciones metafísicas que frente al rostro del Crucificado, creámos en Él o no, ponen
de presente nuestra indefensión, incertidumbre y vulnerabilidad ante capítulos trascendentales
de la existencia, como el del casorio, sin reparar en las murmuraciones del
imprudente de la banca de atrás que le espeta socarrón a su vecino de fila con
un ademán de señora curtida en las aventuras del amancebamiento: “Ve, mijo,
todavía queda gente que se casa”.
Cabeto: "Ya casi, mi Rochy, esto se puso bueno". Foto: La Pluma & La Herida |
Hincado ante
el Redentor, el novio, en el
silencio desconcertante de su soledad desgranará uno a uno los interrogantes
que taladran su conciencia:
-Señor: dime si me conviene este paso
tan grande que voy a dar. ¿Será que me hundo?
-Jesús del Gran Poder: ¿Será cierto eso
que dicen los terapistas de pareja, de que a los siete años, como tormenta,
sobreviene para todos la crisis matrimonial?
-Padre Misericordioso: ¿Es verdad lo que
vive replicando mi tía Cleotilde
entre sus oficios de costura, que matrimonio y mortaja bajan del cielo?
-Dios Padre y por todos los velones
encendidos de tu templo: ¿Y si me arrepiento ahora y salgo corriendo? ¡No!,
enmiendo Señor, como un vulgar
ladrón a toda por la 13. No me lo perdonaría en 200 reencarnaciones.
Pero Cabeto, mi amigo y compañero de arduas
faenas periodísticas no estaba preso en tan hondas y tortuosas elucubraciones
cuando lo abordé para saludarlo con un fuerte abrazo y desearle toda la
felicidad del mundo.
-Qué hubo, güevón-, me dijo
entusiasmado. Qué bueno que haya venido.
-¿Cómo te sientes?-, le pregunté mirando fijos sus ojos
de ardilla.
-Bien, güevón, aquí esperando a la Rochy.
La foto que las páginas sociales estaban esperando, después de considerables años de noviazgo. Foto: La Pluma & La Herida |
Rochy es Rocío Franco Moreno, la curtida y estupenda reportera de Noticias Caracol, una mujer que si al Episcopado Colombiano se le ocurriera
una campaña de reivindicación del matrimonio como institución, ella, sin lugar
a casting, sería la imagen perfecta.
Lo aseguro
porque en varias ocasiones y a lo largo de casi diez años de noviazgo, Cabeto insistió en la unión libre, o en
una ‘alianza de medios’ -porque los
dos son periodistas- para formalizar de alguna manera su relación. Rocío
siempre fue contundente en su aspiración, sustentada en el respeto y los
valores inculcados desde la infancia: el matrimonio como contrato estipulado ante los
ojos de Dios, a través del
ministerio sacerdotal.
Con el padre Adolfo Vera, ministro y albacea de la ceremonia, acompañados de la tierna pajecita. Foto: La Pluma & La Herida |
Rocío soñaba un día llegar al altar
vestida de blanco y azahares, de la mano de su señora madre Omaira Moreno, y con la bendición del Altísimo, lo consiguió. No
llegó tarde a la ceremonia como suele suceder con otras novias. Justo los
quince minutos oficiales después de la hora pactada, las cuatro de la tarde,
cuando se oyeron los arpegios de la partitura de Mendelssohn incluida en la ópera El sueño de una noche de verano, basada en la comedia lírica de Shakespeare.
La novia estaba
bellísima. Y en sus ojos de un brillo al punto de las lágrimas se leía la
cantata inmarcesible de la mujer enamorada. De ese amor, como lo explica San Pablo a los Corintios, que fue el
sermón coloquial del padre Adolfo Vera,
párroco de esta pequeña réplica de la parisina Notre Dame de Chapinero:
De entrevistadores consuetudinarios, Rocío y Cabeto pasaron a ser interrogados por el señor cura párroco. Foto: La Pluma & La Herida |
El amor es paciente, es servicial; el
amor no es envidioso, no se envanece, no procede con bajeza, no busca su propio
interés, no se irrita, no tiene en cuenta el mal recibido, no se alegra de la
injusticia, sino que se regocija con la verdad. El amor todo lo disculpa, todo
lo cree, todo lo espera, todo lo soporta…
Si Cabeto González Dorado aceptó el compromiso de unirse en matrimonio por la fe
católica, como lo requería de tiempo atrás su pareja, es porque siente en su
legitimidad y conciencia ese amor correspondido, pese al alarmante bajonazo del
mandamiento y a la crisis de las relaciones conyugales heterosexuales, en estos
momentos alborotados donde la comunidad LGTBI
es la que sale en rama a golpear cacerolas, ante la furia inquisidora del
señor Procurador, para que sus
uniones sean avaladas y respetadas.
Todos, recién casados, familiares y amigos, posando muy titinos y contentos para la foto: La Pluma & La Herida |
El momento cumbre
de la ceremonia, y cuando el brillo en los ojos de Rocío Franco se hizo más intenso, se produjo con las palabras que
toda novia feliz anhela oír en el día más importante de su vida, después del
intercambio de argollas y arras: “Ante los
ojos de Dios y su divina potestad, yo los declaro marido y mujer. Que lo que
Dios una, no lo separe el hombre”.
El beso no
se hizo esperar, como el aplauso de familiares y amigos. A la salida, con un
sol espléndido, una mujer en muletas se volcó a felicitar a los recién casados.
A la novia la colmó de besos y la previno de no salir por la parte trasera,
sino por el frente, porque de lo contrario corría el riesgo de una separación
temprana. Así lo reafirmó como si llevara un registro contable de las parejas que
desobedecieron su advertencia.
Mitos y agüeros
como el del arroz y el ajonjolí en el tradicional cortejo nupcial no se vieron,
pero sí tuvimos la oportunidad de degustarlos con un exquisito pollo bañado en
champiñones y vino en el restaurante anticuario Davidril Arte, en los altos de Chapinero,
una recepción sencilla, pero plena de amor y calidez; una tertulia amorosa
donde los novios tomaron la palabra para agradecer a sus familias el respaldo,
en las buenas y en las malas, con todos los bemoles de una relación de la que se
esperan los mejores frutos, empezando por el crío que en cualquier momento ha
de venir.
Al final, como sugieren los muñequitos del ponqué nupcial, Rochy se echó al hombro a su marido, y directo para la casa. Foto: la Pluma & La Herida |
Rocío, como las novias de época, no se
cambió en el banquete su vestido blanco, como sí lo hacen las recién
matrimoniadas de ahora, que no acaban de salir de la iglesia, y que como por
una suerte de pase de David Cooperfield,
quedan en jeans y camisetas traslúcidas, listas para emprender el foforro de excesos con reguetón y
electrónica, como en ‘Hasta que la
muerte nos separe’, la dantesca fiesta de bodas de Romina (Érica Rivas) y Ariel
(Diego Gentile), de la premiada película argentina de Damián Szifron, ‘Relatos salvajes’.
Y como a Rocío y a Cabeto les quedó gustando el matrimonio, repetirán boda, pero esta
vez simbólica, el próximo 24 de septiembre,
en el Corralito de piedra, con paseo
en coche chambacunero y cócteles tropicales, bajo una luna preñada de amor, tal
y como narra en su precioso bolero ‘Noches
de Cartagena’, el recordado compositor Jaime
R. Echavarría. Pero ese será tema para una nueva crónica social. Ya les
contaré.
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