Misael Torres en plena función de su montaje 'El árbol de los Buendía', en la gallera de Macondo. Foto: la Pluma & La Herida |
Ricardo Rondón Ch.
Cuando el
dramaturgo y teatrero Misael Torres
lanzó a boca de jarro la pregunta de cómo se llamaba el compadre del fortachón
de José Arcadio Buendía, que junto a
Úrsula Iguarán y el primero de la
estirpe habían fundado Macondo en
una gallera, un espontáneo de corbata y hechuras cantinflescas respondió con un
vozarrón de locutor de lucha libre en la época dorada de ‘Santo, el enmascarado de plata’:
-Se llamaba el almirante José
Prudencio Padilla.
Hubo miradas
y murmuraciones de oreja, y luego un silencio socarrón que no duró más de cinco
segundos, cuando estalló la estridente carcajada de Misael, el teatrero, émulo de la de Petra Cotes que espantaba las gallinas, como narra Gabriel García Márquez en Cien años de soledad.
El juego
preguntón del veterano histrión que más sabe de la obra de Gabo y la ha representado en plazas públicas y en espacios cerrados
a lo largo de treinta años, tiene que ver con un divertimento de música y
oralidad, basado en la novela cumbre del Nobel colombiano, que él bautizó como El árbol de los Buendía, uno de los
espectáculos de mayor convocatoria, programado justamente en la gallera del Pabellón de Macondo, en la Feria del Libro de Bogotá.
Vestido
impoluto a la usanza de los viejos palabreros guajiros, mochila de fique
terciada, Torres, el director y
dramaturgo del colectivo Ensamblaje
Teatro, con un acento marcado de los pregoneros costeños que en remotas
veredas y caseríos madrugan a alertar las cosas o los animales robados o
perdidos; la visita del señor obispo de la capital más cercana, o el funeral de
un patriarca acosado por un cólico miserere, relata, con pelos y señales, y en
un tiempo récord de hora y media, el discurrir de Cien años de soledad.
A su vez, distribuye
entre los presentes unas fichas con algunos de los nombres de los protagonistas
de la novela y en intermitencias y reactivaciones de su relato formula preguntas
repentinas del acontecer macondiano, como deberían hacer los profesores de
español y literatura a sus despistados alumnos en tardes somníferas por el calor
sofocante de las escuelitas públicas del Caribe.
Misael reparó en el yerro del voluntario,
aduciendo que el almirante José
Prudencio Padilla era un personaje real, un militar guajiro de la época
neogranadina que participó en las justas de la Independencia, y que padeció las discriminaciones de los altos
mandos por ser negro, pero que el referido en la saga garciamarquiana de los
Buendía se llama Prudencio Aguilar,
el mismo que murió a manos de su compadre, atravesado por una lanza, después de
haber vapuleado su honor de macho con la provocadora frase:
-A ver si ese gallo le hace el favor
a tu mujer-, derivada
del insulto de impotente que se tomó a pecho José Arcadio por su negativa de procrear con su prima Úrsula, prevenido por la maldición que
corría como el polvo acre de las rancherías, que si así fuere, la prole nacería
con cola de cerdo.
Los de la gallera de Macondo se echaron a reír y
el cachaco cantinflesco, picoteado por el teatrero, enfurruñó el rostro y prosiguió
atento la función.
“Pero como
el amor es más fuerte que el terror -continuó Misael-, José Arcadio Buendía
y Úrsula Iguarán terminaron casándose.
La madre de Úrsula le tejió unos
calzones con tela de vela de barco para protegerla de las arremetidas noctámbulas
del varón descomunal, a quien no le cabían las espaldas por las puertas. Después
de tediosas y prolongadas noches de vigilia, cuando ya Prudencio Aguilar era banquete de los gusanos, José Arcadio no aguantó más las ganas y se pasó por la faja las profecías
de los criaturos con cola de marrano. Entonces una noche le espetó a su mujer: “Quítate esos calzones que no va a correr
más sangre”.
Al final de la función vino el apretado abrazo de Misael Torres con su amigo, el escritor y ensayista cataquero Eduardo Marceles Daconte. Foto La Pluma & la Herida |
Así describe el juglar, en resumen, los capítulos y protagonistas trascendentales de Cien años de soledad, desde la fundación de la llamada Ciudad de los espejos, como también se
conoció Macondo, hasta cuando ya en
las postrimerías de la historia, Aureliano
Babilonia, el último de la generación
de los Buendía, hijo de Mauricio
Babilonia y Renata Remedios, es
sorprendido por una borrasca ciclónica mientras trataba de descifrar los
pergaminos del alquimista Melquiades,
para desembocar en el colofón magistral que sigue haciendo eco en la literatura
contemporánea: “Las estirpes condenadas
a cien años de soledad, no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.
El árbol de los Buendía, de Misael Torres, cuenta con el respaldo musical en acordeón, caja y
guacharaca de la agrupación barranquillera Parranda
vallenata, que entona páginas escritas por Gabriel Romero, como ‘Los
cien años de Macondo’ (clásico de la rumba que desató la fiebre macondiana
a partir del premio Nobel) y ‘El corazón de Macondo’.
-¡¿Dónde queda Macondo?!-, pregunta el maestro de la oralidad
señalando con la mirada la punta del dedo índice derecho.
-Entre Cesar y Riohacha-, responde otro espontáneo ubicado en la parte alta de las
graderías.
-Puede ser,
puede ser…-, interpela Torres. Pero
como Macondo es una ficción, está en
el imaginario y en el corazón de quienes hemos leído Cien años de soledad. Y no olviden que el mejor homenaje que le
podemos tributar a Gabo, es leyendo
y releyendo su obra.
-¿Quién tiene la ficha de José Arcadio
Buendía?
-¡Yo!-, atiende presuroso un colegial.
-¿Cómo se llama el hijo de Aureliano
Segundo?
-Me imagino que Aureliano Tercero-, responde sin vacilar el
adolescente.
-¡Error! No
fue uno, fueron tres retoños los que tuvo Aureliano
Segundo con Fernanda del Carpio:
José Arcadio, ‘el papa’, porque lo mandaron a estudiar a
Roma; ‘Meme’, que es la misma Amaranta
Remedios y, la tercera, Amaranta
Úrsula.
Entre bromas
y chascarrillos, ‘El árbol de los
Buendía’, más que un ejercicio para la imaginación y el deleite, es una lúdica
a vuelo de pájaro para refrescar la memoria de la obra más leída y aplaudida en
el mundo, escrita por un colombiano.
Como dice Misael, es una provechosa fórmula para
jugar aprendiendo, que se debería incentivar en colegios y facultades de
literatura, como una novedosa y práctica alternativa ante el trillado y acartonado
régimen académico.
A la salida
del pabellón, nos encontramos en la fila de ingreso a don Jorge Viracachá, un reconocido gallero de Fusagasugá, sombrero aguadeño y poncho recién planchado sobre el
hombro izquierdo, que estaba convencido que en la gallera de Macondo efectivamente se estaban dando combates
a muerte de espuelones, con racimos de billetes de por medio.
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