Cleotilde, Leonor y Sagrario, un solaz en la tarde entre fogones. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo Rondón Ch.
Cleotilde, Leonor y Sagrario tienen muchas cosas en común: Manos y brazos con huellas
de quemones, dedos callosos de pelar papa y picar cebolla, y el arduo trabajo y
la resignación, que no es el sufrimiento, porque de él hace mucho tiempo
hicieron su propia coraza, que como las de las tortugas o los armadillos, las
protege de las adversidades del hombre y del mundo.
Si para una
gran porción de la población sufrir es levantarse con las primeras luces del
alba en cuartos de humildes viviendas de las goteras de Bogotá a tomar una
ducha de agua helada, preparar a la vez desayuno y almuerzo, despachar a sus
hijos al colegio, y emprender un itinerario al restaurante donde laboran –pleno
centro capitalino- en el tripaje infesto de un articulado o de una buseta, la
rutina de estas tres mujeres es una bendición aplicada al credo de que “bendito Dios hay salud y trabajo”.
Coinciden también
en que son madres cabezas de familia, y que se enorgullecen de serlo, antes de
someterse a la dictadura machista de la enajenación y el maltrato de
borrachines y mujeriegos que no supieron valorar la tenacidad y el esfuerzo que
ellas aportaron desde el primer instante en que se engancharon como parejas.
Cleotilde, Leonor y Sagrario
eligieron el sagrado oficio de la cocina. Un empleo que en Colombia no ha sido
reconocido con la dignidad y la paga que merecen sus largas jornadas entre
fogones y calderos, el agite de cada comida, sobre todo la del almuerzo, prueba
candela que ellas a diario resuelven gracias a su sagacidad y experiencia.
En Colombia, el país de mayor número de
fiestas y celebraciones en el orbe, se reseñan cantidad de homenajes a trabajos
y profesiones de distintos ramos. Muy válidos por cierto. Pero que se tenga
conocimiento, no hay un día especial para dedicárselo a las nobles y laboriosas
cocineras, artífices del buen sazón y de las ricuras del paladar.
Es que ni
siquiera por parte de los comensales. Cuando algún manjar ha sido del agrado
colectivo, las felicitaciones se las llevan los propietarios o los
administradores. Incluso los meseros. Son escasas las personas que luego de
sentir “la barriga llena y el corazón
contento”, se dirigen a la cocina a expresar un halago por las verdaderas
protagonistas del sabor y el saber culinarios.
Seguro que
les caería bien un piropo de vez en cuando. Aunque Cleotilde, Leonor y Sagrario
concuerdan en que ese es el deber y la responsabilidad que ellas tienen para
con su patrón y la marca: tener siempre satisfecha la clientela. Pero ¡ay! de que
a alguno le salga un crespo en la sopa y la queja se haga evidente: Motivo de
memorando, descuento nominal, o en dramático caso, despido ipso facto.
En ese
laboratorio de la vida que para placer de todos termina en el cielo de la boca,
Cleotilde Leonor y Sagrario permanecen, de lunes a sábado,
entre diez y doce horas de largo. Solo una hora –regularmente a las 3:00 pm.-,
para degustar de sus propios alimentos y disfrutar de una breve sobremesa que
por lo general tiene que ver con las últimas noticias de entre casa:
Que al mayorcito
de Leonor se lo llevaron para el
Ejército a “servir a la patria”. Que
la niña de Sagrario termina este año
el bachillerato y que quiere estudiar Medicina, pero “de dónde…”, salvo que pase los exámenes en la Universidad Nacional. Que Cleotilde
no se repone del chuzón que un criminal adolescente le pegó en el hombro a su crío de 13 años, sólo por llevar una
camiseta de Santa Fe.
Pero no sólo
acontecimientos nefastos. También el regocijo de buenas nuevas como las tres
cuotas que a Sagrario le faltan para pagar la lavadora con el recibo de Codensa. O la felicidad que embarga a Leonor porque le aprobaron el crédito
para una casa de interés social en Soacha.
Y el suspiro enamorado de Cleotilde
porque “el Paulino”, camionero de la
cervecería y padre de su mucharejo que sueña con el cielo que hoy abriga a James Rodríguez, está arrepentido por los
‘cachos’ que le puso y quiere volver a casa, por encima de los reproches de sus
compañeras que la tildan de boba y alcahueta: “Otra vez la burra al trigo”.
Y de nuevo
al quehacer. A levantar ollas y fregar platos. A dejarlo todo reluciente, como
si no hubiera pasado nada. A alistar el menú siguiente: pela de papas, picado
de cebolla y legumbres, desgranado de arvejas y habas, adobo de carne, pollo y
pescado, y todos esos trámites que exige como hábito sin disquisiciones el
apostolado de la cocina, en el apartado de las cocineras, el más ingrato, sacrificado
y mal pago de los oficios cotidianos.
Al final de
la tarde, el retorno al hogar, de nuevo en los intestinos apretujados de un
articulado o de una buseta. Un trayecto interrumpido por las afugias demenciales
de la ‘hora pico’, los endemoniados
trancones, el ulular de ambulancias, el
olor acre y pestilente de todas las sudoraciones y fluidos, la retahíla suplicante
de los menesterosos de turno, cuando no las arremetidas de los parlantes del rap, esa tribu rasa y contestataria de
la ignominia y la injusticia humanas; siempre ojo avizor a la mano de seda del
malandrín que araña en bolsos, bolsillos y morrales ajenos.
A lo lejos,
la lucecitas titilantes que anuncian la noche en las humildes casas de los
cerros capitalinos. El viento, como de muerte, que corre helado y bronco por esos
lares. El territorio comanche donde habitan en arriendo Cleotilde, Leonor y Sagrario,
con un cansancio que se vacila entre chascarrillos y sonrisas, como si
regresaran, no de las fatigas y el calor de una cocina, sino de un plácido ‘paseo de olla’.
Y en casa, a
continuar el trajín: La preparación de la comida, la ropa limpia y planchada
para el día siguiente, un solaz después de la cena para averiguar cómo les fue
a los párvulos en el colegio, la cita médica pendiente y la curación en el
hombro del hijo de Cleotilde que,
bajo recomendación estricta de su madre, ha jurado jamás en su vida volver a
ponerse una camiseta roja. La pasión por el equipo continuará desde la
clandestinidad.
Casi al filo
de la media noche, estas mujeres de fogones, para quienes la palabra cansancio
no les es permitida, buscan cobijas. Lo hacen no tanto por conciliar el sueño
sino en pos de seguir soñando despiertas, después de una oración: El futuro de
sus hijos, su protección, y las invocaciones y peticiones a sus dioses secretos
para que a ellas les conserve todo el tiempo salud y trabajo.
En eso se
les va lo que queda de noche, hasta cuando el reloj biológico, el cantar de
gallos, el trepidar de las primeras busetas y el latir de perros, les alerta el
comienzo de una nueva jornada, la misma que empieza con el duchazo de agua
fría, las canciones de un ídolo del despecho en la radio, el aroma estimulante de
un café caliente, el cariñoso saludo de los hijos, y esas ganas desbordantes de
seguir viviendo.
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