Maluma, el efebo oxigenado con la cosmética plus del marketing. Foto: goguiadelocio.com.co |
Ricardo
Rondón Ch.
La vida
breve, estridente y archifamosa de Maluma, tiene un eco, sólo en el título, de
la mentada y multipremiada novela de Juan Gabriel Vásquez: ‘El ruido de las
cosas al caer’.
El ruido
sincronizado en esas modernas consolas chinas que se tomaron las discotecas y
los rumbeaderos de todos los estratos, y que la muchachada del rebusque con
amplificadores sujetos al cinturón, micrófono en mano, ha impuesto como banda
sonora de la decadencia social y la miseria en los vehículos de transporte
masivo, en los articulados de Bogotá, en el Metro de Cali, en el Transmetro de
Barranquilla.
A ese ruido programado le llaman ‘pop urbano’, y Maluma, un efebo oxigenado por la cosmética plus que apenas frisa los 21 años, es en la actualidad el sumo sacerdote de este subgénero, una suerte de Cristiano Ronaldo en crescendo, que tiene enloquecidas a las jovencitas, pero también a las maduras, ansiosas de una dosis urgente de su colágeno a cualquier precio.
De este
imberbe antioqueño, que en la pila bautismal fue registrado como Juan Luis
Londoño Arias, miembro de una familia de clase media, en los albores de la
adolescencia aspirante a las primeras divisiones del Deportivo Independiente
Medellín, la multinacional del marketing hizo un producto estrella, Maluma, -anagrama
de los fonemas de los nombres de sus padres y de su hermana (Marlli, Luis y
Manuela)-, capaz de paralizar un estadio, la zona de inmigración de un
aeropuerto, un parqueadero, un centro comercial.
Tiene
fragancia propia, ahora cuadernos ‘inteligentes’ de resorte y tapa dura para
colegiales pupi de papis money, y en un futuro próximo marca de ropa y zapatos
deportivos para liquidar de una vez por todas a Gef y Tennis, y una línea de marroquinería
que pretende competir hombro a hombro con el zar de estos productos, el
santandereano de Capitanejo, Mario Hernández.
Maluma es el
mantra hertziano a partir del ruido de las cosas al caer, y de unas letras que
no necesitan mayores esfuerzos lingüísticos ni conocimientos de sintaxis ni
gramática. ¡Qué va!, eso para los viejos correctores de prueba de mamotretos que
aún sobreviven entre escritorios apolillados de algunos periódicos y revistas
al borde de la quiebra.
La gramática
de Maluma se remite a echar a rodar un par de dados de marfil sobre una
alfombra roja para que obsesión rime con adicción, temperatura con bravura,
mamacita con risita, corazón con reguetón y faldas con nalgas. Y listo. Sírvase
rápido antes de que se evapore en la fosforescente barra interminable de millares
de fans, cada vez más sedientas del sintético cóctel de su ídolo, con un
poderoso narcótico subliminal en la cereza, óptimo para el consumo en cadena.
La puesta en
escena de los vídeos de Maluma tampoco exige mayores esfuerzos, pero sí una
millonaria inversión en producción: Un Maserati blanco, por ejemplo, para que
el niño mimado del pop urbano fije su enjuto rabito de tigre montañero al lado
de la rubicunda modelo de turno, con unos tacones escarchados de 12 centímetros
y un I Phone última generación para chatear hasta la eternidad con todos los
diablitos y angelitos posibles.
O una docena
de las mismas hechuras con overoles intergalácticos de poliuretano inspirados
en la repetitiva saga de George Lucas, moviendo sus culitos revisteros al compás del zumbido
sincronizado que despacha a borbotones y a decibeles inimaginables la consola
made in Taiwan, sobre las baldosas prístinas de una bar lounge de Miami o del
Village neoyorkino.
El copete matador de Maluma, calcado del de John Travolta en 'Brillantina'. Foto: cuscoenpositivo.wordpress.com |
La erótica
de Maluma, como sus letras, su ruido escaneado y sus montajes escénicos,
también está elaborada con el mejor polipropileno. Es tan aséptica y artificial
que en vez de una erección puede producir un derrame cerebral. Me quedo con la
propuesta húmeda de los vídeos populacheros de Marbelle, que va al grano y
replica de frente y sin mordazas.
El cielo prometido
de Maluma es igual de improbable al cielo del profeta Eliseo que en un día
estival de la antigua Mesopotamia dejó a la humanidad viendo un chispero cuando
despegó con propulsión a chorro en un carro de fuego sin dejar rastro.
El de Maluma
es un cielo que se puede apreciar desde la bóveda de Bulevar Niza o desde la terraza
caleidoscópica de Titán Plaza, donde hace unos meses un maltratado, señalado e
incomprendido Sergio Urrego decidió librarse de la doble moral y de las
mezquindades de sus superiores de academia victoriana, poniendo punto final a
su existencia con un salto al vacío, cual angelito empantanado de Andrés
Caicedo.
Al reino
Maluma se accede con una buena baraja -también de termoplástico-, dúctil y
maleable, que es el tiquete inmediato a la feria luminotécnica del consumo: cachuchas
de beisboleros gringos con bordados y repujados en alta definición, camisetas
ídems de colores eléctricos, jeans bombachos y deshilachados que sobrepasan la
pírrica cifra del nuevo salario mínimo, ni hablar de los accesorios, las joyas,
los relojes, las gafas Matrix, y toda esa bocelería de los reguetoneros high
class que nadan en millones.
Allí, en uno
de esos santuarios del capitalismo a ultranza -que provocarían entre retortijones
la náusea del barbado Karl Marx-, observo una fila de padres de familia con sus
colegialas adolescentes prestos a comprar los cuadernos de Maluma. Por compras
mayores a $25.000, obsequian un afiche del cantante.
En el poster
promocional de los cuadernos, negocio redondo de una caja de compensación
familiar y un eslogan que reza: Temporada escolar a tu ritmo, aparece el reguetonero
con un smoking quizás adquirido en la pomposa boutique de Ermenegildo Zegna, diagonal a
la catedral de San Patricio, en pleno corazón de Manhattan.
El paisita
lleva un copete calcado del de John Travolta en ‘Brillantina’ -furiosa epopeya
disco de los 80 con Olivia Newton John-, la nariz perfilada de Rodolfo
Valentino, y un rictus melancólico de maitre del Club Metropolitan luego de una
alborotada jornada en una fiesta de 15 años.
Dicen los
vendedores de camiseta naranja que jamás se había visto tanta expectativa por
unos útiles escolares como los de Maluma, que ni siquiera, en su momento, los
cuadernos de Ana Sofía Henáo y de las gemelas Dávalos, “que todavía hay arrumados
en bodega”, asegura uno de ellos.
¿Qué tienen
entonces de particular los cuadernos de Maluma para que conlleven semejante
demanda, con fila y control de seguridad privada? Fuera del resorte plástico y
las tapas duras, nada. Que son de Maluma, que llevan su estampa en carátula, el
copete matador, la naricilla perfecta, los bíceps marcados, los tatuajes, el
semblante magnético del semidios de masas. Y eso es más que suficiente para
ellas. ¡Aleluya!
¿No les
faltaría un anexo con la tabla periódica de los elementos químicos -o por lo
menos con las tablas de multiplicar como venían los Bolivariano de época-, o
con las capitales de Colombia que ya nadie memoriza y repasa, o con los símbolos
patrios y el mapa folclórico nacional?
Los cuadernos de Maluma, resortados, tapa dura y "a tu ritmo". Foto: Campaña promocional |
Ideal sería
que los cuadernos de Maluma tuvieran un apartado de mínimas normas gramaticales
y ortográficas a la hora de garrapatear una canción. Y por qué no una guía breve
de cultura general para que las jovencitas que aspiran a reinas no terminen
respondiendo tantas burradas. ¿Por qué no?, si son tan caros. Si el coste de un
cuaderno de Maluma lo estira una madre cabeza de familia de Soacha para darle
de comer a su parvada durante una semana.
Pero el
mundo de Maluma no es el de los pobres y desarraigados que sí ven en el
reguetonero a un ser de otra galaxia en una nave estratosférica que gira
precipitada a 36 grados y al ritmo frenético de un ruido sincopado que se oye y
se baila en todas partes, una pulsión mecánica que no requiere de estudios
musicales, de solfeo, menos de lectura en pentagrama.
Es el ruido
de las cosas al caer, como la novela de Juan Gabriel Vásquez. Lo que va
quedando por el piso cuando cualquiera de las modelos del pop-urban se despoja
de sus vestiduras, cuando cae una baratija, una copa, un sostén con
incrustaciones de diamante; a la par de los caracteres de los chats, insulsos,
desperdigados, próximos al olvido; como todo lo virtual y trivial que estamos
viviendo, como la soberana farsa de quienes nos gobiernan, como la esclavitud insufrible
de merecer una clase media, como el falso amor y la erótica plástica de las
canciones de Maluma y sus mortificantes estribillos de rimas consonantes.
0 comentarios