Abigail Escalona, el vivo retrato de su hermano, el legendario compositor. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo
Rondón Ch.
Por la
calle larga del barrio Cañaguate que nace en la plaza ‘Alfonso López’,
doscientos metros adelante de la estación radial que lleva su nombre (La voz
del cañaguate), a mano izquierda, está ubicada la amplia casona de patio
trasero de Abigail Escalona Martínez, hermana del prolífico compositor
desaparecido hace cinco años.
La nonagenaria matrona (95 años) es el vivo retrato
de su hermano, el juglar, si se compara su rostro con el autor de ‘El
testamento’, impreso en este óleo que cuelga de la pared mayor del salón de
recibo.
El ‘cucú’ de un antiguo reloj Capo Di Monti marca
las tres de la tarde de un viernes de principios de octubre, de sol canicular, con 32 grados a la sombra, y la
dueña de casa recibe al forastero con una mirada dulce, como lo es también el
esbozo de su sonrisa.
A una edad en que muchas ancianas se ven obligadas a
trasladarse en silla de ruedas, o apoyarse en bastones o en los hombros de sus
nietos, Abigail Escalona Martínez se mueve a sus anchas por su residencia de
una sola planta, que ha sido su casa-memoria durante treinta y cuatro años que
lleva viviendo en Valledupar, y de donde solo sale a cumplir con los oficios
religiosos de la Virgen del Rosario o a sus compromisos con las Damas grises,
asociación benéfica que apoya a los más necesitados.
“No me gusta salir. Soy de las mujeres que sólo se mueven pero en la casa. Jamás he asistido a los espectáculos de tarima o a
las eliminatorias del festival, porque le tengo pánico a la muchedumbre. Eso me
lo respetó siempre ‘Apa’ (como le decía a su hermano Rafael). Yo lo sigo por
televisión. Y con eso me basta”.
‘Apa’, ‘Rafita’, ‘Don Quaker’ o ‘Guacaó’ (un pájaro
que canta en la selva pero que nunca se ve), son algunos de los remoquetes con que
cariñosamente ella llamaba a Escalona, y que hoy rememora nostálgica, a cinco
años de su inexorable partida.
“¡Ay!, a mí me duele todos los días la muerte de mi
hermano”, dice doña Abigail mientras observa el óleo con unos ojos amorosos de
resignación.
Luego nos conduce al cuarto de la hamaca grande
donde el letrista, en tiempo de festival, solía reunirse con sus amigos, de una
extensa lista encabezada por Gabriel García Márquez, Santander Durán Gómez
(esposo de Abigail), los Pavajeau Molina, los Lacouture, el clan Baute, el
escritor y vallenatólogo Carlos Alberto Atehortúa Gil, el pintor Álvaro
Martínez Torres (autor del macondiano cuadro: ‘Funerales del hombre que murió
arrecho’), y Adelmo Dar, el mejor amigo de Escalona.
Ahí, en esa habitación, están inamovibles los
trebejos de Escalona: la hamaca donde hacía la siesta o apaciguaba esos
infaltables chorros largos de Old Parr que llovían en las parrandas. Era el
nicho estimado para la tertulia, fuente inagotable de anécdotas y gracejos.
Por el vestíbulo, hacia el patio, pasamos por la
cocina donde a esta hora nos arropan efluvios de níspero, esa fruta redentora,
carnosa y aromática cuya pulpa, dicen en esta morada, es tan efectiva para la
buena digestión como para las incoherencias y los desafíos del espíritu.
En este patio enorme, parafraseando al de ‘los vientos
perdidos’ del escritor cartagenero Roberto Burgos Cantor, se erigen los árboles
memoriosos de mango y cañaguate donde Escalona, en palabras lúcidas de su
hermana mayor, “tomaba el aliento de su inspiración. “‘Apa’, cuando aclaraba el
día, respiraba aquí el aire fresco y puro de la primera mañana. Por eso yo me
amaño mucho aquí, porque aquí también están mis plantas a las que riego y cuido
todos los días”.
En este solar, punto equidistante entre el presente
y el pasado, Abigail Escalona, sin tomar asiento, hace reminiscencias de la
casa paterna de Patillal, de su padre, el agricultor y compositor Clemente
Augusto Escalona Lavarcés, de su señora madre, Margarita María Martínez
Celedón, de sus ocho hermanos: Justa Matilde (la consentida de ‘Rafa’, a quien
también conocen como ‘La nena’), de Nelson o ‘Papa Necho’, de Clemente
Sebastián ‘Pachín’, de Margarita María o ‘Magolita’ (que vive en Bélgica), de
Jorge Isaac (fallecido), y de Blanquita, la menor.
¿Por qué le decían ‘Don Quaker’?, pregunta el
cronista estimulado por el sorbete de níspero.
“Porque desde pelado era vanidoso, elegante. Se
ponía los vestidos de papá y sacaba pecho mirándose al espejo”.
¿Fue buen estudiante?
“No fue el mejor estudiante, pero a los siete años
ya componía versos a las compañeritas de su colegio, porque mi hermano, todo el
mundo lo sabe, fue el más enamorado, hasta sus últimos días. No he conocido
otro hombre que haya amado tanto a las mujeres como Rafael”.
¿Qué imagen tiene de la última vez que lo vio?
“¡Ay!, estaba muy apocado. Él fue a visitarme a la
clínica Valledupar donde estuve interna por una complicación renal, pero lo vi
muy deteriorado”.
¿Cómo recuerda al maestro?
“Como el hombre libre, alegre y querendón que fue
desde chiquito. Él vivió para la música y gracias a su talento hoy nos sentimos
orgullosos de todo lo que hizo por el folclore y de esa gran herencia que dejó
para postreras generaciones”.
¿Qué vallenatos le gusta de Escalona?
“Todos, porque Rafita todo lo que escribió le quedó
muy bonito. A mí me gusta mucho por ejemplo ‘Honda herida’, ‘La golondrina’,
‘El testamento’, ‘La vieja Sara’, ‘El jerejere’, ‘Jaime Molina’, tantas, por
Dios. Yo pongo su música y me quedo horas enteras recordándolo. Han pasado cinco años y aún le guardo luto. Aquí, en esta casa, siento su aliento, su
presencia”.
En Valledupar y entre vallenatólogos de ley se
afirma que el ingeniero agrónomo Santander Durán Escalona, el hijo compositor
de Abigail, es el digno sucesor de su tío Rafael. Ha sido cuatro veces Rey
vallenato de la canción inédita, a saber: ‘Lamento arhuaco’, ‘La canción del
valor’, ‘Ausencia’ (célebre en la voz de Jorge Oñate) y ‘Paloma banqueña’”.
¿Cuántos hijos tuvo usted, doña Abigail?
“Cinco, gracias a Dios todos profesionales, muy bien
casados. Ya me han dado diez nietos y cuatro biznietos”.
¿Cómo se conserva usted tan entera, saludable y
lúcida?
“Eso es la buena crianza, la tranquilidad y la
satisfacción de haber cumplido con Dios y con la vida”.
¿Rezandera?
“De rosario a las cinco de la mañana. Cuando puedo,
lo repito en la tarde. Nunca se me olvida. Por más cansada que esté, no falto a la camándula”.
¿Cuántos años puede tener este palo de mango?
“Cuando llegué hace 34 años aquí ya estaba ahí,
hermoso y florecido. Yo le llamo ‘Don Custodio’, porque es la memoria de esta
casa. Este árbol es testigo del desarrollo y la alegría de varias
generaciones”.
¿A quién se encomienda usted?
“Al Santísimo Sacramento, que es el guardián de esta
casa, que también es la suya cuantas veces quiera”.
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