Libardo tiene musculatura y fibra en los brazos para lidiar a diario con veinte perros de diferentes razas. Foto: La Pluma & La Herida |
‘Vito’, un springer spaniel en fase blanca y café, mira de
reojo al intruso, más con una mirada de plantígrado, que de perro. Sobre la
tierra fina y fresca del bosque descansa su panza. Respira acompasado como los
otros diecinueve canes de la guarnición, a esta hora, 10:30 a.m., el reposo
habitual en una alameda de Altos del Chicó, por la carretera que conduce a la
Calera, luego de un itinerario que comienza a las siete de la mañana y termina
a las dos de la tarde.
El tiempo calculado con precisión de reloj suizo que marca
la rutina diaria de Libardo Deaza Deaza, uno de los tantos paseadores de perros
que abundan en el norte de Bogotá, con una experiencia de veintiún años en el
oficio, y con un agregado que ha redundado de manera positiva en sus
honorarios: el de entrenador canino.
Veinte perros de diferentes razas (entre Golden retriver,
Sharpei, Pug, Labrador, Pastor alemán, Pastor siberiano, French poodle) maneja
Libardo (46 años), oriundo de Chía (Cundinamarca), casado, padre de tres hijos,
domiciliado en Cajicá y con finca en Chocontá, que reparte en racimos de diez
en cada mano, con sus respectivas correas. Según él, en el envión de una
embestida este grupo perruno podría desarrollar una potencia comparable a la de dos caballos de
fuerza.
Dicha resistencia está representada en la musculatura y la
fibra de sus brazos, que en otros tiempos conocieron las arduas labores del
campo, la siembra y la cosecha, y los cabrillazos al volante de la flota
intermunicipal que cubre la ruta Bogotá-Chía, hace más de veinte años, con la
que se hacía hasta ocho y diez viajes en temporada alta, de cuyo producido sólo
le quedaban libres quince mil pesos que invertía en el pago diario de una
posada por tres mil, y el resto para medio comer, adquirir elementos de aseo, entre
ellos, una pasta de jabón Rey con la que lavaba su ropa el día de descanso en
lavadero de cemento.
Libardo en el sector de Chicó Alto, intervalo habitual en su caminata por el norte capitalino. Foto: La Pluma & la Herida |
Pero estaba en la flor de la vida y soltero, y en esa edad
cualquier mendrugo sabe a gloria y en una cabecera de piedra se sueña con las
estrellas, tal cual reza un corrido de la revolución. Pero si hubiera sido en
estos tiempos, el jornal sobre ruedas no le alcanzaría ni para completar lo del
mercado, menos para costear la universidad y el colegio de sus hijos, mantener
los automóviles que con orgullo menciona: una camioneta Mitsubishi para la
granja y un Chéverolet Optra para ir de paseo con su familia, y darse esa buena
vida que se da, esa ‘vida de perros’, que es su modus vivendi, contradiciendo
la mítica frase que remite a la mala vida, la escasez y la pobreza.
De lunes a viernes y de 7:00 a.m. a 2:00 p.m., Libardo, el
paseador y entrenador de perros se echa al bolsillo $250.000 mensuales por el
cuidado de cada animal; es decir, un promedio mensual líquido de $5.000.000 por
los veinte perros, que él da por seguro no se lo gana un profesional que
presume de títulos y posgrados, ropa de marca, el último Hublot con caja de
oro rosado, un automóvil financiado en ‘cómodas’ cuotas mensuales; menos el
salario inimaginable del cronista que lo está entrevistando.
Libardo Deaza es como él ángel de la guarda y la dulce
compañía de los ‘nuevos hijos’ de ese grupo poblacional de la posmodernidad que,
tras largas y penosas bregas de convivencia humana, divorcios y similares, eligió
a la mascota felpuda, orejona y de fino olfato para sobrellevar la dura carga
de sus días, y reencontrarse en la noche, luego de una ardua jornada de
trabajo, con una mirada generosa, un batir de cola y el amor inconmensurable de
quien ha sido estipulado en cariño y fidelidad –sobre todo fidelidad-, como el
mejor amigo del hombre. Sin duda.
Hace veintiún años, Libardo pensó que le había llegado la
roya cuando el propietario de la flota que manejaba le comunicó que no había
más trabajo para él: por razones de crisis económica se veía obligado a vender
el automotor. Lo que no sabía era que ese cambio estaba descrito en los
cuadrantes de su carta astral como un capítulo para bien. Y así fue.
Un colega de carreteras le pasó el dato de que estaban
necesitando un conductor para una ambulancia de perros, en una clínica de
perros. Libardo pensó que el amiguete le estaba jugando una broma, no obstante
su debacle financiera. Pero era cierto. Él jamás se había enterado, ni de
oídas, que existiera un centro asistencial que ofrecía, no sólo servicios de
veterinaria, sino todos los cuidados que para propietarios de estratos altos
prestan a sus mascotas: nutricionista, peluquería, guardería, piscina y hasta
masajes antiestrés, exclusivamente para perros.
En la calle 81 con carrera 9°A, parada obligada en su itinerario. Foto: La Pluma & la Herida |
Allí se empleó y alcanzó a trabajar dos años por el sueldo
mínimo. Al cabo del tiempo, una acaudalada clienta le ofreció trabajar para
ella, es decir, para que cuidara sus dos amados Pit-bull, con un contrato por
dos millones de pesos mensuales (un millón por cada perro), ocho horas diarias,
de lunes a viernes.
Dicho y hecho. La rentabilidad fue creciendo por el sistema
de tarjetas que él repartía a damas y caballeros residentes en el conjunto
donde trabajaba, y que usualmente transitaban con mascotas. Cómo no, el negocio
tomó ribetes de prosperidad. De dos canes pasó a cinco, luego a diez, después a
quince. Cuando se dio cuenta que alcanzaba veinte, paró. No podía, por razones
de control y seguridad, responsabilizarse de más. Veinte fue el tope. La
ambición rompe el saco.
Para controlar veinte perros, no sólo se necesita de poteca
en los brazos. Hay que saber entender el genio, los resabios y las asperezas de
cada uno de los animales. Y eso sólo se logra con experiencia, que es la fuente
de la sabiduría en todas las actividades humanas. Nadie, de buenas a primeras,
se las arregla para llevar el control y la uniformidad de veinte canes a la
vez, a no ser que sea César Millán, el afamado encantador de perros. Pero ese
es otro tomo de la vasta enciclopedia canina.
Con toda su experiencia, Libardo también ha sufrido los
derrotes y las desdichas que deja a su paso el destino en cualquier oficio. En
1992, por ejemplo, perdió a dos mascotas en pleno tránsito: un Golden retriver
(macho), y una perrita criolla enrazada con labrador. Paseaba con quince perros
por la calle 91 con carrera 15, donde varios obreros estaban concentrados en
una obra. A uno de ellos se le estalló la manguera de aire del taladro, y el
impacto, dice el entrenador, fue similar al de las bombas que en épocas
sangrientas del narcoterrorismo, mandaba a poner en la vía pública el extinto
Pablo Escobar.
El brutal tironazo de los perros ante el tremendo susto,
hizo que el paseador cayera de bruces sobre el pavimento. Algunos quedaron
enredados en las correas, pero dos salieron despavoridos y cuando cruzaron la
avenida, una volqueta a toda marcha les pasó por encima. Arrastrado, golpeado,
sin poder salir del shock, Libardo vio como los animalitos se retorcían en su
agonía ante la mirada estupefacta de los curiosos.
El dueño del criollo enrazado con labrador fue comprensivo
con el accidente y se la pasó. No sucedió lo mismo con el del Golden retriver,
a quien tuvo que recuperarle la mascota por un cachorro de la misma raza a un
precio de $400.000. Hace un año, una Golden retriver mordió a una Galgo
australiana en miniatura. Las heridas fueron de tal consideración que la sola
asistencia clínica, sin contar los medicamentos, le costó $1.700.000.
Cinco millones de pesos mensuales promedio se gana Libardo en su oficio de entrenador y paseador de perros. Foto: La Pluma & La Herida |
De resto, todo ha trascurrido “a tutiplay, con la bendición
de Dios”, como él sostiene. Eso sí, no se compromete con perritas en celo,
porque sabe de la hecatombe que se podría presentar; tampoco con animales
descuidados en sus hogares, con plagas o enfermedades, o deprimidos, que él por
ojímetro, detecta a primera vista.
Si su cliente requiere capacitación, la tarifa aumenta,
depende de la raza y los años de la mascota. Ese entrenamiento lo tomó de
Ricardo Esmorri, un adiestrador uruguayo experto en obediencia, nutrición,
detección de enfermedades, habilidades de campo, juegos y estrategias de
defensa.
A las siete de la mañana, Libardo emprende el recorrido por
Santa Ana, el parque El Virrey, Rosales y Chicó Alto. En ese tránsito hace
intervalos de reposo necesarios. Los perros no comen nada porque salen
desayunados y retoman otro alimento a las cuatro de la tarde, por cuenta de sus
amos. A las diez de la mañana los lleva al descanso a un bosque aledaño a un
conjunto residencial de Chicó alto, poblado de acacias, eucaliptos, cerezos,
pinos y cipreses; aire puro y el rumor de una quebrada de aguas cristalinas que
baja de los cerros.
Allí los suelta sin el temor de que se vayan a extraviar.
Ellos ya tienen definida su querencia para el reposo bajo la sombra de los
arbustos. Allí se soslayan, beben agua, o se purgan con pastos y yerbas. Dicho
receso dura una hora exacta. A las once de la mañana reanuda la marcha final,
que es la de llevar a cada mascota a su respectiva residencia. Y en ese trámite
invierte dos horas.
A las dos de la tarde, Libardo queda libre. El tiempo justo
para almorzar, y por estos días, trabajar ‘dos horas extras’ en la capacitación
de cuatros perros, cada uno por valor de $30.000. A las cinco de la tarde ya
está en casa, donde suele sintonizarse con canales especializados en el cuidado
y entrenamiento de perros, como el de César Millán; interactuar con Luz Stella,
su mujer, chef en un convento de monjas en Chía, y con sus hijos, John Arley
(23 años), Vicky Marcela (20) y Daniel (18), y por supuesto, con los perros de
la familia, ‘Piti’ y ‘Marcos’, dos criollos que él rescató de la calle en lamentables
condiciones de salud.
A las nueve de la noche, cuando finaliza la emisión del
noticiero City Tv, ya está acomodando la almohada para invocar los favores de
Morfeo porque lo esperaba una nueva jornada. Le pregunto a Libardo que si los
perros que pasea no cogen recelo con sus verdaderos amos después de permanecer
con él la mayor parte del tiempo. La respuesta es afirmativa. Incluso, recalca,
hay algunos que se resisten a ingresar a sus domicilios cuando los va a
entregar. Pero son gajes del oficio y él asegura cumplir a cabalidad con su
trabajo.
Libardo aspira a seguir veinte años más como entrenador y
paseador. Los perros son su vida, su sostén, los mejores amigos, “los que nunca
te van a traicionar, los que siempre te seguirán a donde vayas, incluso a la
tumba, como se ve en las películas”.
Si necesita asesoría en entrenamiento de perros, contacte a
Libardo Deaza en el celular: 3192870001
Cómo educar al cachorro perfecto, por César Millán: http://bit.ly/1dk41cg
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