domingo, 17 de agosto de 2014

La Rebeca, a secas

88 años está cumpliendo La Rebeca y sin una gota de agua para su cuenco. Foto: La Pluma & La Herida 
Ricardo Rondón Ch.

A punto de reventar en cascajo, náufraga entre basuras, colillas de cigarrillo y ese penetrante vapor amoniacal que exuda el orín, la pileta de La Rebeca, como otros íconos del patrimonio urbano, resume el abandono y el retroceso de una ciudad desatendida por sus administradores y usurpada por la corruptela política y la manguala de aquellos hamponzuelos de la burocracia que han impuesto a su antojo y sin escrúpulos el ‘¿Y cómo voy yo?’ como mantra de sus desfalcos y fechorías.

En otros tiempos menos desalentadores, la aguadora en mención se erigió como punto de referencia de locales y foráneos; los primeros para sus encuentros sentimentales entre fotoagüitas y vendedores de paletas y copos de nieve almibarados; los segundos, de obligada cita para estampar en el daguerrotipo de la polaroid y con orgullo de provincia, el paseo por Bogotá, después del ascenso a Monserrate, las plegarias al Señor Caído y el infaltable tamal con chocolate.

Allí, sentado en una banca, como un parroquiano de paso, viendo chapotear entre sus aguas a los alborozados pelafustanes de medio día, se inspiró el caricaturista Ernesto Franco para crear su personaje de Copetín, el emblemático gamín de las tiras cómicas de El Tiempo, y de algunos de sus millares de jeroglíficos, que en el trayecto fue engrosando la gallada con apodos pintorescos como ‘Carecaucho’, ‘Bombardina’, ‘Miss Universo’ y ‘Querubina’, en una época en que las infracciones y los delitos de calle no pasaban de colgarse de la parte trasera de un troile, jorobarle la paciencia a los turistas en las puertas del Hotel Tequendama, o romper la marca de los 200 metros con obstáculos después del raponazo de un reloj o una cadena a algún caballero de blasón y pergamino.

'Tiempos felices de La Rebeca en el antiguo Parque Centenario. Foto: Saúl Orduz, de la colección 'Bogotá Vintage'

De mano de obra italiana, en mármol de Carrara, esculpida por Luis Luchinelli en el taller del prestigioso marmolero Tito Ricci, y por encomienda de Laureano Gómez, en ese entonces ministro de Obras Públicas en la presidencia de Pedro Nel Ospina, La Rebeca data del 19 de julio de 1926, fecha de su emplazamiento, primero en el antiguo Parque Centenario -que hoy se conoce como Parque de la Independencia-, enmarcada en un bosque de urapanes, cerezos y eucalíptos, y bordeada de aguas diáfanas donde nadaban patos silvestres y gansos encopetados.

Años más tarde, en 1958, tras la desaparición del Parque Centenario y la ampliación de la calle 26, la ilustre dama, criticada ante su desnudez por  legionarios y beatas de María Purísima, fue trasladada a donde en la actualidad se encuentra, entre la carrera Décima y la calle Trece, sector de San Diego, y si supervive es porque el mármol de la familia Ricci definitivamente es aguantador pero no exento al hongo depredador conocido como ‘cáncer de marmol’, que se manifiesta en forma de vetas color verde esmeralda -vaya paradoja- y que va carcomiendo la estructura hasta dejarla en ruinas. Ni hablar de los daños derivados del smog y de otras arremetidas de la naturaleza y del salvajismo del hombre.

En marzo de este año, la escultura femenina de cuenco y cántaro, inspirada en la samaritana que en los tiempos de Abraham, como narra el Génesis bíblico, daba de beber a las tribus en caravana y a sus camellos y ovejas, fue objeto de una ‘rinoplastia’, al parecer resultado de las pedradas de vándalos y desadaptados.  La sola nariz, fina y perfilada como su original, la italiana, tuvo un costo de tres millones de pesos y su restauración demoró tres meses. Sin contar el dedo corazón de la mano derecha que también le fue ‘amputado’ por otra pedrada y el platillo para recoger agua, desportillado.

Sufrida, golpeada, vilependiada, La Rebeca, noble anciana, llegó a los 88 años como algunas abuelas de los asilos de caridad, íngrima, cagarruteada en cabeza y hombros por palomos, cuervos y otros avechuchos urbanos, consecuente con la sequía, desprovista de ese nítido espejo de agua donde otrora se miraban enamorados, poetas, damiselas y solitarios, en busca de una respuesta ontológica a sus dilemas y cuitas.

De La Rebeca, se dice, existe una réplica a escala bajo custodia en el Museo Nacional, donada por la acaudalada dama Beatriz Koop Dávila, en 2002, en homenaje al escultor quindiano Roberto Henáo Buriticá, a quien hasta hace unos años, por error histórico, se le adjudicó su creación. Gracias a esa réplica, el tallador Teófilo Hernández pudo reconstruir con calculada simetría la nariz, a la vez que subsanar otros deterioros del cuerpo, exterminarle el cáncer que ya estaba haciendo ‘metástasis’ en su espalda, posaderas y muslos, y limpiarle los tatuajes y las caligrafías que sobre ella, en imperdonable profanación, inscribieron fanáticos de Millonarios y Nacional.

Después de salir de cuidados intensivos, la penosa metáfora tiene que ver ahora con que la mítica aguadora del arte neoclásico adolece del líquido vital que, en su origen y renacimiento, tuvo a caudales. Era la reina blanca del centro capitalino y propios y extraños la veneraban, la citaban en sus tertulias de canelazo y capuccino, la adornaban con guirnaldas y bombillos de colores en Navidad, y la recomendaban a cual más como sitio estratégico de encuentro: en el amor, en los negocios, y hasta en los subrepticios trámites del adulterio.

Sólo en la memoria histórica y en las habladurías de aquellos que peinan hebras de plata y se apoyan en bastón para desplazarse cansinos a cobrar el cheque del jubileo, quedará el recuerdo de los años felices de esa noble estatua nacarina, cuando en sus aguas se soslayaban cisnes y gansos, y en vespertinas soleadas se refrescaban los gamines que germinaron las viñetas del hoy octogenario Ernesto Franco.
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1 comentarios

  1. Ahora que llegue a Bogota voy a ir a verificar el mantenimiento que 'Petronilo' le da a los iconos patrimonio y ornato de la gran metropolis.

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© La Pluma & La Herida

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