88 años está cumpliendo La Rebeca y sin una gota de agua para su cuenco. Foto: La Pluma & La Herida |
Ricardo Rondón Ch.
A punto de reventar en cascajo, náufraga entre basuras,
colillas de cigarrillo y ese penetrante vapor amoniacal que exuda el orín, la
pileta de La Rebeca, como otros íconos del patrimonio urbano, resume el
abandono y el retroceso de una ciudad desatendida por sus administradores y
usurpada por la corruptela política y la manguala de aquellos hamponzuelos de
la burocracia que han impuesto a su antojo y sin escrúpulos el ‘¿Y cómo voy yo?’
como mantra de sus desfalcos y fechorías.
En otros tiempos menos desalentadores, la aguadora en
mención se erigió como punto de referencia de locales y foráneos; los primeros
para sus encuentros sentimentales entre fotoagüitas y vendedores de paletas y
copos de nieve almibarados; los segundos, de obligada cita para estampar en el
daguerrotipo de la polaroid y con orgullo de provincia, el paseo por Bogotá, después
del ascenso a Monserrate, las plegarias al Señor Caído y el infaltable tamal
con chocolate.
Allí, sentado en una banca, como un parroquiano de paso, viendo
chapotear entre sus aguas a los alborozados pelafustanes de medio día, se inspiró
el caricaturista Ernesto Franco para crear su personaje de Copetín, el emblemático
gamín de las tiras cómicas de El Tiempo, y de algunos de sus millares de
jeroglíficos, que en el trayecto fue engrosando la gallada con apodos
pintorescos como ‘Carecaucho’, ‘Bombardina’, ‘Miss Universo’ y ‘Querubina’, en
una época en que las infracciones y los delitos de calle no pasaban de colgarse
de la parte trasera de un troile, jorobarle la paciencia a los turistas en las
puertas del Hotel Tequendama, o romper la marca de los 200 metros con
obstáculos después del raponazo de un reloj o una cadena a algún caballero de blasón y pergamino.
'Tiempos felices de La Rebeca en el antiguo Parque Centenario. Foto: Saúl Orduz, de la colección 'Bogotá Vintage' |
De mano de obra italiana, en mármol de Carrara, esculpida por
Luis Luchinelli en el taller del prestigioso marmolero Tito Ricci, y por
encomienda de Laureano Gómez, en ese entonces ministro de Obras Públicas en la presidencia
de Pedro Nel Ospina, La Rebeca data del 19 de julio de 1926, fecha de su
emplazamiento, primero en el antiguo Parque Centenario -que hoy se conoce como
Parque de la Independencia-, enmarcada en un bosque de urapanes, cerezos y
eucalíptos, y bordeada de aguas diáfanas donde nadaban patos silvestres y
gansos encopetados.
Años más tarde, en 1958, tras la desaparición del Parque
Centenario y la ampliación de la calle 26, la ilustre dama, criticada ante su
desnudez por legionarios y beatas de
María Purísima, fue trasladada a donde en la actualidad se encuentra, entre la
carrera Décima y la calle Trece, sector de San Diego, y si supervive es porque el mármol de la
familia Ricci definitivamente es aguantador pero no exento al hongo depredador
conocido como ‘cáncer de marmol’, que se manifiesta en forma de vetas color
verde esmeralda -vaya paradoja- y que va carcomiendo la estructura hasta dejarla en
ruinas. Ni hablar de los daños derivados del smog y de otras arremetidas de la
naturaleza y del salvajismo del hombre.
En marzo de este año, la escultura femenina de cuenco y
cántaro, inspirada en la samaritana que en los tiempos de Abraham, como narra el
Génesis bíblico, daba de beber a las tribus en caravana y a sus camellos y
ovejas, fue objeto de una ‘rinoplastia’, al parecer resultado de las pedradas
de vándalos y desadaptados. La sola
nariz, fina y perfilada como su original, la italiana, tuvo un costo de tres
millones de pesos y su restauración demoró tres meses. Sin contar el dedo
corazón de la mano derecha que también le fue ‘amputado’ por otra pedrada y el
platillo para recoger agua, desportillado.
Sufrida, golpeada, vilependiada, La Rebeca, noble anciana,
llegó a los 88 años como algunas abuelas de los asilos de caridad, íngrima, cagarruteada
en cabeza y hombros por palomos, cuervos y otros avechuchos urbanos,
consecuente con la sequía, desprovista de ese nítido espejo de agua donde
otrora se miraban enamorados, poetas, damiselas y solitarios, en busca de una
respuesta ontológica a sus dilemas y cuitas.
De La Rebeca, se dice, existe una réplica a escala bajo
custodia en el Museo Nacional, donada por la acaudalada dama Beatriz Koop
Dávila, en 2002, en homenaje al escultor quindiano Roberto Henáo Buriticá, a
quien hasta hace unos años, por error histórico, se le adjudicó su
creación. Gracias a esa réplica, el tallador Teófilo Hernández pudo reconstruir
con calculada simetría la nariz, a la vez que subsanar otros deterioros del
cuerpo, exterminarle el cáncer que ya estaba haciendo ‘metástasis’ en su
espalda, posaderas y muslos, y limpiarle los tatuajes y las caligrafías que
sobre ella, en imperdonable profanación, inscribieron fanáticos de Millonarios
y Nacional.
Después de salir de cuidados intensivos, la penosa metáfora
tiene que ver ahora con que la mítica aguadora del arte neoclásico adolece del
líquido vital que, en su origen y renacimiento, tuvo a caudales. Era la reina blanca
del centro capitalino y propios y extraños la veneraban, la citaban en sus
tertulias de canelazo y capuccino, la adornaban con guirnaldas y bombillos de
colores en Navidad, y la recomendaban a cual más como sitio estratégico de
encuentro: en el amor, en los negocios, y hasta en los subrepticios trámites
del adulterio.
Ahora que llegue a Bogota voy a ir a verificar el mantenimiento que 'Petronilo' le da a los iconos patrimonio y ornato de la gran metropolis.
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