Ricardo Rondón Ch.
Hace unos años, cuando entrevisté al escritor chileno Alberto Fuget, autor de 'Tinta Roja', esa novela que retrata el diario trajinar de un periódico tabloide -como para el que trabajé durante 26 años-, el narrador soltó una ácida paradoja que define con acierto la filosofía de la llamada crónica judicial: "el periodismo, como la prostitución, se aprende en la calle".
No son gratuitos los términos 'sabueso', 'chulo', 'buitre', 'muertero' o 'chupasangre' que se nos endilga a quienes hemos oficiado en este género periodístico que ha venido desapareciendo de los grandes diarios, y que en épocas pasadas y a la sazón de célebres plumas como 'Ximénez' (el famoso cronista de los suicidas del Salto del Tequendama), Felipe González Toledo, Germán Pinzón, Herbert Moreno, René Pérez y Guillermo Franco Fonseca, entre tantos, sustentaba no sólo la venta asegurada del diario para el que laboraban, sino que tenían más olfato y malicia que el detective raso. Incluso, muchos crímenes eran resueltos primero por los avezados reporteros que por la misma policía.
Yo me dejé seducir por ese estilo de
periodismo literario desde mucho antes de ingresar a El Espacio como
reportero de planta.
En tiempos aciagos, residía en una
pensión de paso en el histórico barrio de La Candelaria. Hasta ese capítulo
había hecho oficios disímiles como afilador de cuchillos y vendedor de helechos
en tarritos de aceite para carros, ayudante de Expreso Bolivariano, vendedor de
ferretería, chancero, vendedor de libros de segunda en el Mercado de las Pulgas.
Y en labores más temerarias, mensajero de comisionistas de piedras preciosas en la avenida Jiménez, o en la noche, pasando el sombrero en cafetines y tabernas,
entreteniendo borrachitos con mi vozarrón y todo ese repertorio del romancero
gitano, del verso popular y esos tangos apaches que hablan de camajanes,
damiselas, rufianes y puñaladas.
Cuando no, me las arreglaba taco y tiza
en mano, 'pelando marranos' en los billares del centro, entre ellos el
novelesco y desaparecido café de Mario Críales, de la calle 17 con carrera 8°.
En los ratos libres leía de todo. En el
café de turno, en la Biblioteca 'Luis Ángel Arango', en la plaza pública o en
el camastro de la posada donde reposaba a la madrugada mis cansados huesos,
siempre había un libro o una revista entre manos. Al lado de esos mamotretos estaba El Espacio: el único tabloide que a lo largo de 48 años - hasta cuando cerró sus puertas el pasado sábado 23 de noviembre de 2013 por una irreparable crisis económica-, se erigió como el rotativo de mayor demanda en las clases populares por su incisivo trajín de registrar toda clase de acontecimientos nefastos y siniestros a lo largo y ancho del país.
Todo empezó con un retortijón de tripas: Un buen día, acosado por el látigo del
estómago vacío, llamé de una cabina telefónica del centro al editor de El
Espacio, Alberto Uribe Gómez, para pedirle empleo:
-¿Quién habla?-, me contestó al otro lado
de la línea una voz imperativa y marcial, como de cabo de gendarmería.
-Señor Uribe, es Ricardo Rondón. Mire, a
mí me gusta mucho su periódico y me encantaría que me diera una oportunidad
para trabajar.
-¿Usted es periodista?-, indagó el editor.
(En ese momento sonó el pito de corte del teléfono y el hombre al otro lado
tuvo que escuchar cuando cayó una segunda moneda).
-Sí, soy periodista empírico. Tengo
muchas crónicas, reportajes, entrevistas y artículos que he hecho de manera
independiente. Si quiere se los llevo...-, le dije.
-Tráigalos, pues. Nos vemos acá el
lunes-. Y colgó.
En efecto, había escrito muchas relatos de mis propias vivencias, de las maniobras que hacía para superar cualquier cantidad de obstáculos, esa supervivencia a ultranza entre bribones, desarrapados, tahúres, puticas de cafés de mala muerte, en antros, hospicios y callejones
donde se empolla el crimen y la maldad; los travestis, esas luciérnagas
estrafalarias de la noche desamparada; las estaciones de policía, los
pabellones de urgencias, y todos esos territorios donde está inoculado el virus
del deterioro, el dolor y la enfermedad, con toda su alucinación y belleza
literaria.
Los escribía en cuadernos de estudiante y para conservarlos en carpeta, los mandaba a pasar en máquina de escribir en una de las tantas oficinas de mecanógrafas de la Academia Paciolo y el Instituto Triángulo ubicadas en los antiguos edificios de la Plazoleta del Rosario.
De modo que ya había hecho algo del curso reporteril por mi cuenta y en el mejor escenario, la calle. Esto agregado al
Taller de Redacción Periodística de la Universidad del Rosario y al Taller de
Escritores de la Universidad Central, que aún dirige ese mecenas de la
literatura: Isaías Peña Gutiérrez, hoy decano de la Facultad de Humanidades, una de las cátedras más recomendables para quienes quieran iniciarse en el oficio narrativo.
Alberto Uribe me acogió en su planta de
redacción, inicialmente como colaborador habitual. Empecé con una columna
cultural que reseñaba eventos y actividades de Bogotá. De
vez en cuando me publicaba reportajes y entrevistas. Y así duré casi dos años, sin recibir un sólo peso, sólo las gracias, ese "que Dios se lo pague" de los entrevistados que a uno al comienzo lo llena y satisface más que un banquete opíparo.
Un buen día, Uribe me llamó a su oficina para enterarme de que había una vacante:
-¿Usted, Ricardo, le tiene miedo a los
muertos?
-No, don Alberto. Yo lo que le tengo
miedo es a los vivos, y a los vivos bien vivos...
-Entonces lo espero mañana a las 7:00
a.m., para que se encargue de judiciales. A partir de ahora usted va a
cubrir muertos.
Y ahí fue cuando inicié esta maratón
delirante por las estaciones de policía, 'comisarías' y 'permanentes', como se les llamaba; las funerarias, los 'chulos' de las
funerarias, los pasillos de Medicina Legal, los hospitales de caridad, La Hortúa, por ejemplo, uno de los de mayor demanda; los en
ese entonces tétricos calabozos como El Guavio y El Dorado, en las
goteras de la ciudad, donde a menudo guardaban a los hampones más peligrosos.
La prueba de fuego, o lo que llamamos
'la novatada del nuevón', fue con un caso de un hombre que apareció ahorcado con una
media velada negra, en un paraje solitario, a la altura de la calle 150 con
séptima, cerca a unas canteras del norte de Bogotá.
La policía no tenía un solo dato del
difunto. Ni siquiera el nombre. Sólo estaban las fotos: un tipo de aproximadamente 40 años, con el
rostro morado e inflamado, media lengua afuera y la media de mujer enredada en
su maltrecho cuello.
Cuando llegué al periódico con el
fotógrafo, Uribe, extasiado con las fotos, exclamó como si se hubiera ganado el
premio gordo de la lotería:
-¡Huy!, hermano. ¡Qué fotos tan berracas!
Escríbase dos páginas para mañana con ese caso.
Es la primera página del periódico.
Quedé frío.
Yo
no sabía ni cómo se llamaba el muerto. Desconocía si lo habían estrangulado o
se había suicidado.
Me salvó la campana cuando me llamó Edgar
Sierra Anaya, también empírico, costeño, pionero y
maestro de la titulación sensacionalista.
-¿Qué hiciste?-, preguntó Sierra.
-Un caso de un tipo que lo encontraron
muerto con una media velada negra. Pero no tengo ni un dato de él.
-Entonces describe el escenario, habla de
la noche, baraja unas hipótesis sobre su muerte.
Métele misterio, suspenso. Ahí tienes
para una novela-, concluyó Sierra mientras me pasaba el título recién salido
del rodillo de su máquina de escribir. Decía:
Cuidado, usted puede ser la próxima
víctima
EL ESTRAGULADOR DE LA MEDIA
NEGRA
Un enigmático e implacable asesino anda
suelto por los cerros capitalinos.
Sentado
frente a la vieja Olivetti, con la cuartilla en blanco y el editor mirándome
desde su flamante escritorio por encima de sus anteojos, comencé a elucubrar
sobre aquellas lecturas trasnochadas alrededor del misterio y el homicidio: cité a Edgar Alan Poe con su escabrosa literatura policial y de horror puro. A Thomas
de Quincey, en su tratado 'Sobre el asesinato como la más bella de
las artes'.
Hice una reflexión comparativa entre
ambos autores. Exprimí la pulpa extraordinaria de Quincey, eso que el autor
inglés llamó como el 'hombre morbosamente virtuoso', el genio de los asesinos,
con toda su 'estética y precisión', desde el primer homicidio público del que
se tenga cuenta en la historia de la humanidad: cuando Caín mató a su hermano
Abel con la quijada de un asno.
Alternando las reflexiones sociológicas y
sicológicas, describí el terreno escarpado y solitario donde fue encontrado el
cuerpo sin vida de aquel ciudadano supuestamente estrangulado con una media
negra: puse músicas de pájaros noctámbulos, el rumor del viento silbando entre
el follaje, y las pisadas del misterioso asesino acercándose sigiloso a su
víctima.
Me tomé la licencia de evocar a Aristóteles cuando argumenta que 'la finalidad del crimen es la de purificar
la compasión y el temor', y que como en la tragedia griega, con esa sofocante
carga mortal y sus legendarios asesinatos: el de Orestes, que mata a su madre;
el de Edipo, que extermina a su padre; el de Medea, que acaba con todos sus
hijos -por nombrar algunos ejemplos-, en Bogotá también padecemos esa
catarsis poderosa de los criminales anónimos que acechan los rincones y
los insospechados recovecos de la gran ciudad, camuflados detrás de un antifaz o de una media
sensual de mujer, a la saga de su atemorizada presa.
Al final, en los últimos dos párrafos,
registré el enigmático crimen ocurrido en las últimas horas, a manos
de un homicida que andaba suelto, como me lo había sugerido el titulador del
periódico.
Apenas puse el punto final de la quinta
cuartilla escrita, exhalé un prolongado suspiro de triunfo. Lo había logrado.
Eduardo Yáñez Canal, excelente cronista y compañero de pupitre en esa época, me
invitó a almorzar.
-¿Cómo te fue?-, me preguntó Yáñez.
-¡Hombre!, como dicen en la costa:
'mamonudo' para empezar, pero me acordé de un
sentencia de mi padre cuando corregía mis
deberes en la edad temprana:
-¡Carajo!, póngale cuidado y hágala
bonita y despacio: la letra con sangre entra.
Así me inicié como reportero de sangre,
cubriendo los casos más dramáticos y espeluznantes del anecdotario citadino,
con todos sus Orestes, Medeas y Edipos postmodernos, y un par de años más tarde,
cuando fui delegado como editor nocturno, la escalofriante época del narcoterrorismo
con sus bombas y sus incesantes ráfagas de metralleta, que sonaban al compás
del tableteo de la vieja Olivetti.
Debo sostener con nostalgia que la mejor escuela que he
tenido ha sido la de El Espacio. Y la calle, por supuesto. Y los libros y revistas. Y la gente del común: el taxista, el tendero, el policía de estación (ahora de CAI), el embellecedor de calzado y hasta la meretriz de turno que, en el ajetreo del rebusque callejero, es mucho lo que ve, pero poco lo que guarda.
Salir por ejemplo de un caso de
ultratumba: el tráfico de cadáveres o los rituales de brujería en el Cementerio
Central -con huevos de gallina envueltos en pañuelos negros y
enterrados en las tumbas, o las fotografías tamaño carné atravesadas por alfileres en los ojos- y a las pocas horas estar frente a frente con Mario
Vargas Llosa, y a la tarde con 'El Charrito Negro'. O, de repente, cortar el
chorro de una entrevista con la reina de la panela, una modelo o una actriz,
tras recibir una llamada urgente del editor, por radioteléfono, que me alertaba
sobre un crimen en La Calera, donde un desquiciado acababa de matar a cuchillo
a la mamá. ¡Vaya escuela!
Tampoco tenía ningún inconveniente en
escribir el tarot sexual o responder las cartas del correo del amor. Igual,
siempre me he deslizado por esa fascinante autopista que va del Eros al
Tánatos.
En este periplo de la 'tinta roja' -al
decir de Fuget-, lo que más me seducía era la noche con su mitología citadina, sus fantasmas y sus antros.
Un viernes, por ejemplo, era un
banquete para el cronista y el fotógrafo: penetrábamos a media noche
al pabellón de urgencias del Hospital de la Hortúa y salíamos a las cinco o
seis de la mañana con un cargamento de testimonios que hubiera envidiado el autor de 'La fosa y el péndulo':
Heridos y mutilados en riñas, madres que
daban a luz en las baldosas, apenas auxiliadas por una improvisada parturienta; borrachos desconcertados y con el estómago a dos manos, víctimas de
la intoxicación con trago adulterado; un par de prostitutas con el rostro
ensangrentado, producto de una pelea en un gril con picos de botella;
otros, atropellados, atracados, o pasados de droga, con los estertores de quien
pide pista para el otro lado...
Pero el verdadero infierno lo viví en el
Anexo Psiquiátrico de la Penitenciaría de La Picota, en Bogotá, hace tiempo desaparecido por hacinamiento. Duré más de
tres meses para que expidieran el permiso de ingreso. Una amiga del Inpec se
esforzó por conseguírmelo.
-Vaya preparado -me dijo-. Ese sí es el
infierno.
En efecto, lo era: 80 enfermos
criminales, con las patologías más desquiciadas y aberrantes, deambulaban como
zombies por los patios y pasillos del frenocomio. Algunos, los de mayor riesgo
y peligrosidad, estaban bajo rejas especiales y aislados de los demás enfermos.
-¿Cuál es el caso más duro?-, le
pregunté a la psiquiatra jefe.
-El del loco Cuadros -me contestó- Ha
matado a nueve, incluida su propia mamá. Padece una paranoia progresiva y no
asume la culpabilidad de sus delitos. Si lo va a visitar no le pregunte nada de
sus crímenes, háblele de cualquier otra cosa.
Me sudaron las manos: el loco Cuadros "se había echado ya nueve al pico", como dirían los 'chulos' de las funerarias, y
yo estaba decidido a entrevistarlo. Listo, vamos para allá. A mi fotógrafo Gerardo Chaves y a mí nos escoltaron cuatro gendarmes que nos recomendaron
tomarnos de la mano.
-¿De la mano?, ¿por qué?-, le pregunté a
uno de ellos.
-Es que si pasamos por el patio y ven a
alguno de ustedes suelto, inmediatamente lo abordan para agarrarlo,
ultrajarlo o untarlo de sus propias heces. Por supuesto que obedecimos al pie
de la letra la recomendación.
Antes de llegar a la celda del famoso
Cuadros, pasamos por unos corredores en penumbra donde se mezclaba el
penetrante olor de creolina, orín y medicamentos para esquizofrénicos.
Por entre los barrotes y como en la
película 'Expreso de Media Noche', se descolgaban manos con los dedos
crispados, cubiertos de llagas.
Nos gritaban, nos insultaban, nos pedían
clemencia. Otros pegaban unas carcajadas estridentes. Unos más gemían y
lloraban amargamente su dolor y desdicha.
La celda especial que habitaba Cuadros
estaba asegurada con fuertes aldabones y candados de hierro forjado.
La verdad, a primera vista, Cuadros no me
intimidó. Era un hombrecito menudo, delgado, con una cabellera ensortijada y
abundante. Su cuarto estaba muy bien arreglado. Las paredes estaban cubiertas
de afiches y fotos de mujeres desnudas, recortes esmaltados de Playboy y algunas
'monas' de Juan sin Miedo que publicábamos en El Espacio. (Se había llevado a nueve, entre ellos su
propio mamá), recordé.
Entré en pánico cuando me miró fijamente,
con sus ojos vidriosos y después de invitarme a sentar en su cama, pronunció un
discurso sobre el sexo y la muerte.
-¡Mire!, ¿cómo es que se llama usted?
-Ricardo.
-Ricardo, ¿qué?
-Ricardo Rondón. Trabajo para El
Espacio.
-Mire Ricardo Rondón, a mí siempre me ha
gustado El Espacio porque habla de lo que más me gusta en la vida: del sexo
y de la muerte. Y de eso yo sé bastante...
Cuadros se quedó lelo frente a un recorte
de revista pegado en la pared, donde aparecía Amparo Grisales ligera de
ropas.
-Esa ha sido mi mujer de toda la vida-,
replicó el interno señalando la foto. Yo por ella doy este pecho, y sufro por
no tenerla a mi lado. Pero siempre está conmigo, porque está en mi mente, y la
mente es lo que vale.
El hombre se extendió en su parlamento psicótico. Sacó un cuaderno de una caja de cartón y me enseñó todas y cada una
de las composiciones escritas en sus años de cautiverio.
Luego se arrancó en notas con una
guitarra que sólo tenía tres cuerdas, entonó una de sus letras en tiempo de
vals, y empezó a llorar:
-Perdone, periodista, pero es que yo soy
muy sentimental. Aquí donde me ve yo sufro mucho, porque me han traicionado,
porque me ha tocado duro en esta puerca vida. Por eso compongo y canto, y por
eso me gusta tanto el sexo y la muerte.
Me abrió lo ojos y pensé que yo iba a ser
la siguiente presa de Cuadros. Uno de los gendarmes también se alarmó y anunció
que la visita había terminado.
Cuadros regresó de su estado de
alucinación y se despidió
amablemente.
-Ayúdeme usted a grabar un disco. Vea que
si me ayuda nos volvemos famosos y partimos ganancias-, fue lo último que
le escuché.
Nunca más volví a saber más de Cuadros.
La psiquiatra me había prevenido de su peligrosidad. Dos meses atrás, cuando lo
dejaron tomar el sol del medio día en uno de los patios, le descargó un bloque
de cemento a un loquito que dormitaba sobre el pavimento. El cráneo de la
víctima había quedado hecho un reguero. Cuadros tomó los sesos a dos manos y
como en la más delirante ceremonia se los frotó en su rostro, al tiempo que
gritaba extasiado.
No volví a tener noticias de Cuadros ni
de sus otros compañeros de frenocomio a los que entrevistamos: el travesti
barranquillero que le había prendido fuego a su casa, con sus padres adentro,
en venganza porque no le quisieron aportar para una operación de cambio de
sexo. El fanático que predicaba y leía
pasajes de la Biblia, y que fue retenido después de
ponerles petardos a varias iglesias de
Bogotá en época de semana santa. El homosexual
derruido por el abandono e infectado de Sida, que se encargaba de lavar los
harapos de los internos, mientras cantaba sobre el lavadero rancheras de
Yolanda del Río y de Alicia Juárez. El
filósofo, ex profesor universitario, especializado en los clásicos alemanes, crucigramista
intrépido, culto y de buena familia, que acabó con su hermano a punta
de maceta, entre otros cuadros estremecedores.
Caía la tarde, y ya de salida del Anexo Psiquiátrico de la Picota, me sorprendió ver un enfermo, maltrecho y con la ropa
sucia y hecha jirones, acurrucado y ojo avizor frente a un sifón destapado.
-¿Qué hace ese hombre?-, le indagué al
guardia.
-Está esperando que salga una 'langosta'.
-¿Una qué?-, insistí.
-Una rata, aquí los locos les dicen
'langostas'. Y este es un experto cazador de ellas. Si no tienen afán, espérese
un momento y verá cómo las caza.
Se me erizó la piel. El cavernícola de
las alcantarillas ni siquiera se inmutó ante nuestra presencia. Estaba perdido,
lejano, como un reloj al que se le ha acabado la cuerda hace mucho tiempo.
No había pasado media hora cuando asomó
la cabeza del enorme roedor. La escena fue espeluznante. El hombre, con la
velocidad de un rayo, la tomó por el cuello y la aporreó varias veces contra el
suelo hasta dejarla inerte.
-No creo que tenga hígados para quedarse a
ver el siguiente paso.
-¡¿Cuál es?!-, pregunté alarmado.
-La abre con una tapa de gaseosa, le
saca las vísceras, la pone en su asador de miniatura, le prende fuego y se la
merienda.
Con el fotógrafo salimos como alma que
lleva el diablo.
Hice cuatro entregas de doble página con
este infierno de barrotes, locura y miseria.
Al poco tiempo de haber salido publicado
este informe, nos visitó el canal TFI de Francia. Nos pidió que les prestáramos
fotos y que les contáramos todo el rollo. Se llevaron varios ejemplares. Un
día, explorando en una de las agencias internacionales, me enteré de que la
famosa TFI se había ganado en París un premio de periodismo con este trabajo:
el alucinante y no menos desgarrador reportaje del Anexo Psiquiátrico de la
Picota.
Después de haber transitado por el
laberíntico averno de las prisiones y los manicomios, este ejercicio de cubrir
una masacre, identificar un cadáver en las bandejas de Medicina Legal, seguir
la pista de un misterioso crimen con los 'chulos' de las funerarias, o penetrar
a las cloacas de Bogotá, de noche, con
'Papá' Jaramillo y en tiempo de navidad, se puede
traducir en una ronda de niños.
De los niños sí quiero hacer un punto
aparte. Es lo que más me vulnera, cuando maltratan párvulos,
cuando asesinan infantes, cuando sus propias madres exterminan sus críos, cuando abusan de ellos.
Uno de los casos más terribles del
anecdotario judicial, en mis épocas de reportero de crónica roja, lo presencié
en un inquilinato del barrio La Estanzuela, en Bogotá. Una mujer desesperada por la
pobreza, les dio sopa de arroz con raticida a sus tres críos.
Cuando ingresamos a la humilde
habitación, la madre yacía en el suelo con dos de sus retoños entre sus brazos.
La otra, una nenita de unos tres años, estaba aferrada a una muñeca de trapo.
Justo, en ese mismo instante, sonaba 'la voz aguardientosa y de amargura llena'
de Óscar Agudelo con su emblemático tango: 'La Cama
Vacía'. Juro que no pude resistir una punzada en el miocardio y rompí en
llanto.
Tengo un hijo adolescente al que adoro y él es mi carta de navegación. Y después de ver y escribir de todo esto, las
fibras del alma, por más templadas que estén de este duro trajín, terminan
cediendo.
En ese palpitar de la crónica roja uno
termina familiarizándose con la esquelética, con el crimen ordinario que ocurre
en tinieblas y a la vuelta de la esquina. Cuántos muertos habré visto en este
periplo judicial: los 100 de la bomba que Pablo Escobar mandó a poner en un avión
de Avianca y que explotó sobre una finca de Soacha. Los muertos que dejaban
regados las 'brigadas de limpieza' en el sector de Mondoñedo. Los muertos en
riñas de billares y cafetines, y los muertos diarios de esa cinematográfica
aldea de los cerros capitalinos, por microtráfico, ajustes de cuentas o 'fronteras invisibles'. Allí donde hay nombres de barrios que no concuerdan con la zozobra, la violencia y el abandono
que transpiran: La Estrella, Lucero, La Belleza, Jerusalén, la
Gloria, Vistahermosa, La Victoria, entre otros de esa numerosa y fatigada
comarca que es Ciudad Bolívar, donde el crimen es el pan de cada día.
Hace un par de años, durante un conversatorio
al que me invitó Daniel Samper Ospina para un postgrado de periodismo, alguien
me preguntó qué miedos o temores podría tener yo que he vivido tan cercano a la
muerte.
Respondí que mis miedos no son con la
parca sino con la furia desmedida del poder, el que arrasa con todo lo bueno
que encuentra a su paso, el que traiciona, el que nos tiene sometidos,
engañados, esclavizados: ese poder ambicioso y totalitarista, enfermo y
decadente; el poder que a diario nos vende mentiras y nos encima la guerra y el
exterminio.
Pero también el temor a una enfermedad
incurable y prolongada o la incertidumbre en un país tan feroz y violento como
el nuestro, de no poder ver hecho un hombre a mi retoño.
La crónica roja es ese entramado químico
en donde se conjugan todas las pasiones humanas, las mezquindades, las
debilidades, las frustraciones, el desasosiego que trae consigo la vida, y en
muchos casos la esperanza de la muerte como única alternativa para borrar todas
las penurias y los tormentos del hombre.
El que la ejerce, deberá tener ante todo
vocación, deberá vivirla, sufrirla, palparla y auscultarla en sus calles; estar siempre informado, y seguir los cinco sentidos del periodista, de los que habla
el genial reportero y corresponsal de guerra polaco, Ryszard Kapuscinski:
"estar, ver, oír, compartir, pensar".
En Colombia, donde el muerto es el pan
diario del cronista judicial, donde son masacrados y descuartizados inocentes
campesinos, donde se ponen artefactos explosivos en centros comerciales y en jardines
infantiles, donde se le quita la vida a puñal a un bebé de 8 meses que duerme
en su coche, la crónica roja es esa ambulancia, esa radiopatrulla que con
su permanente ulular nos alerta que todavía estamos vivos y que la tinta roja
seguirá corriendo por las venas abiertas de este desangrado país y sin
escatimar espacios.
Juan Carlos Roncancio Mendoza:
ResponderEliminarFascinante crónica de esa verdad que duele, la misma que miramos de reojo o desde el balcón de la indiferencia; la realidad social de la cual pensamos, nunca seremos víctimas, ¿o por qué no? protagonistas. En un país donde se ha enfriado el amor y se ha perdido el respeto, todo es posible.
Qué artículo tan bueno, hace rato no leía algo que me conmoviera tanto. Gracias por compartir esas historias que muestran los protagonistas reales de este país. No congresistas, ni grupos armados, ni miembros de la farandula sino esas historias de gente del común. Lástima que hoy la mayoría de periodistas no se separan de un monitor y les da miedo hasta ir a San Victorino. Fue hermoso leer todas estas anécdotas de periodismo real. Ricardo, de nuevo gracias y le deseo éxitos en los demas proyectos que tenga en su vida.
ResponderEliminar