José Manuel Rodríguez, el último de los pescadores artesanales
de la Costa
Ricardo Rondón Ch.
Al fondo se escucha el ulular de un buque
en alta mar, bronco e imponente ante el ‘jazz band’ de trémulas borrascas. Es el
mismo navío que la radio anunció hace días que
anclaría en la bahía de Santa Marta con turistas alemanes, dispuestos a
disfrutar de las maravillas turísticas y ecológicas que ofrece a sus visitantes
la llamada ‘Perla de América’: sus parques naturales, sus playas, sus
paradisíacos hoteles, y la magia y el esplendor de la Sierra Nevada.
Un viejo macerado por la brisa ultramarina y el oficio
ininterrumpido de la pesca artesanal a lo largo de más de cincuenta años,
atisba el flamante galeón con esa mirada hermosa de los sabios, poniendo su
mano en la frente a manera de visera para protegerse de los punzantes rayos del sol.
El viejo en cuestión se llama José Manuel Rodríguez López, más
conocido en el gremio de los pescadores artesanales como ‘Catuto’, nacido en
Ciénaga (Magdalena) hace 72 años, curtido en las faenas de la pesca, dueño de
unos brazos enormes, fortalecidos en las bregas incesantes del canalete -como
llaman al remo-, un hombre que ha sacado adelante veinte hijos, engendrados en
cuatro mujeres, a punta de pescado.
Hijo de pescador, Rodríguez López, o ‘Catuto’, para hacerlo más
próximo y familiar en estas líneas, apenas tiene segundo de primaria, pero es
un filósofo del océano con todos sus cuadrantes, sus misterios, la geometría de
los vientos, y ese tiempo que no se mide con reloj de pulso sino con la
ubicación del sol, y si es de noche, con el brillo crepitante de constelaciones
y estrellas.
Un viejo que nos recuerda al pescador de Ernest Hemingway, sólo que este ha tenido
fortuna con las redes, y contrario al de la novela, no es flaco ni desgarbado,
ni mucho menos presenta en su rostro esas pecas pardas, producto de la
arremetida del sol en arduas y prolongadas jornadas de arpón, cordel y carrete.
El orgullo del viejo cienaguero, al que hemos abordado esta mañana de octubre,
es su barca de cincuenta años, construida de un tronco de caracolí y pintada
con brea, que es lo que refuerza su longevidad contra viento y marea.
El viejo ‘Catuto’ tiene apoyado un pie sobre ella. La embarcación tiene ese tinte bíblico de milenios, y al cronista se
le antoja que en una como ésta, un hombre llamado Jesús, acompañado de una tribu
de despistados apóstoles, pudo haber celebrado entre borrascas, miedos y padrenuestros, el
capítulo memorable de la pesca milagrosa. El madero tiene nombre propio: ‘Sala
de espera’, que resume la paciencia jobiana de los pescadores.
-Es mi amiga, mi compañera, mi amante-, dice el pescador
artesanal. No me ha desamparado nunca y con ella he sido protagonista de
innumerables aventuras. Gracias a ella he podido levantar a mis veinte hijos.
En la noche, me acuesto sobre sus maderos y escucho el susurro de Dios desde
los cielos. Pocos saben de las bellas músicas que se escuchan en tinieblas y en
alta mar. La gente suele asustarse, pero no. Uno nació para esto.
‘Catuto’ hace mucho tiempo que no se pone un par de zapatos. Si
alguien por casualidad le llegara a regalar una corbata, a lo mejor la
utilizaría como cordel para sujetar sus peces.
La de la noche anterior no ha sido la pesca más afortunada.
Apenas unos cuántos lebranches por los que en el comercio de playa no le
darán más de treinta mil pesos.
“Esta es una época crítica para los pescadores, que no tenemos
ningún amparo del Estado ni mucho menos seguridad social. El mar de hoy está
perdido, contaminado, envenenado. Tiene mucha basura y la explotación del
carbón está matando los peces. Mire, hace unos veinte años, con sólo echar una
‘manta parada’ (que es una red artesanal de aproximadamente 600 metros
cuadrados), sacábamos hasta cien kilos de pescado en un sólo viaje: lebranche,
sierra, pargo, carita, sable, cojenoa y hasta tiburón”.
“Eran los tiempos cuando el mar todavía estaba sano. En una
semana nos cuadrábamos hasta millón y medio de pesos. Había abundancia y
celebrábamos con ron y cumbia, y mujeres caderonas que danzaban en la playa a
la luz de las velas. Claro que guardábamos para épocas difíciles. Los
pescadores teníamos nuestro propio calendario: cuatro meses de abundancia,
cuatro regulares y otros cuatro de vacas flacas. Desde ese entonces, todavía
permanecemos en los de la escasez”.
No obstante, el viejo ‘Catuto’ poco se queja. Los años le han
enseñado que la vida ofrece a sus siervos recompensas. Qué la fortuna no viene
únicamente en dinero y en placeres materiales. Que la bonanza también se
traduce en eso que él le da gracias a Dios todos los días: gozar de una buena
salud y de una energía y un optimismo a toda prueba. Todo esto agregado al
bienestar de su familia, de su actual compañera que lo espera a medio día con
un suculento sancocho de pargo preparado en leche de coco, allá en su modesta
casa del Barrio abajo, en Ciénaga.
Le pregunto al veterano pescador que si no teme a su edad
insistir en esos trajines épicos de ultramar, sólo, con la única compañía de su
barca. Me da la leve impresión que he cometido una imprudencia.
“Yo no le tengo miedo a la muerte, mi don. Le he visto la cara
muchas veces, me he agarrado a brazo limpio con ella, como sucedió hace un par
de años cuando vi morir a uno de mis mejores amigos: el viejo ‘Morris’, en un
punto llamado Buriticá, cerca a la Guajira. Luchábamos contra una tempestad y
‘Morris’ cayó al mar. Se lo merendó una tintorera. Era su fecha. Yo aspiro a que
el día que me toque, mis huesos queden sepultados en el fondo del mar”.
El buque cargado de alemanes hace su entrada triunfal en la
bahía. El viejo ‘Catuto’ sigue arreglando sobre la barca sus pescados. Estoy
seguro de que he hablado con un sabio, con un anacoreta mar adentro. Ahí queda
el patriarca pescador con su barca de leyenda y sus anclas herrumbrosas.
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