jueves, 31 de diciembre de 2020

Adiós al año del pestilente bicho que nos dejó en picada

 


Que en 2021 volvamos a contar con la calidez de los abrazos, la esperanza en las sonrisas y la bendición redentora de nuestros viejos

Ricardo Rondón Chamorro

(Foto: Ricardo Rondón)

En mi infancia, para los 31 de diciembre, el vecindario armado de escobas, cepillos, estopas y baldes repletos de agua y detergente, se dedicaba desde tempranas horas a fregar pisos y fachadas, mientras que en los patios traseros de cuerdas repletas de ropas al viento, los niños cuidábamos a los perros de que no fueran a estampar sus pomas sucias en lo recién aseado. Era costumbre recibir el nuevo año con absoluta pulcritud.

Corrían por aceras, vestíbulos y zaguanes ríos de jabón, y nuestras miradas inocentes perseguían relucientes pompas hasta que se diluían en el firmamento. Al final de la tarde, en el interior de las casas, y reunidos en familia, quemaban en latas de galletas incienso, mirra y alhucema para purificar el aire, convocar buenas energías y rogar por el descanso eterno de los que se fueron.

Ante la partida inexorable de un ser querido, las mujeres, salvo las embarazadas, guardaban luto riguroso, y en el cierre del calendario oraban y lloraban desconsoladas sus irreparables vacíos. Durante el año luctuoso se restringía la música de radiolas, y solo se oía radio a un volumen incipiente.

La muerte, por cualquier causa, representaba un suceso demoledor, traumático y difícil de superar para los dolientes, a tal punto que se necesitaba ayuda psiquiátrica, acompañada de sedantes y placebos de teguas y yerbateros. El deceso de un entrañable era como el fin del mundo. Si hasta se producían desmayos y ataques similares a los de la epilepsia en velorios y entierros.

Este año, el memorable 2020, bisiesto y cabalístico para los esotéricos, el maligno bicho coronado, del que solo se delata su presencia física en los lentes de los microscopios, se ha llevado una cifra cercana a las dos millones de personas, de las casi ocho mil millones que habitan el planeta, y la muerte ha dejado de ser un hecho terrible y penoso, para convertirse en un guarismo de registro en los cuadros de las estadísticas sanitarias y mediáticas.

Por este 2020 pandémico y arrasador han corrido ríos de jabón y millones de litros de alcohol y desinfectante. Seguramente, de otras galaxias, el globo terráqueo, por los excesos del etanol, el cloro y sus derivados, se verá como una inmensa  bola traslúcida, que permitirá ver, como en una cinematográfica profecía de Fritz Lang, el trepidante caos de una humanidad debilitada y vencida por los estragos mortales del minúsculo bicho.

El diminuto patógeno que nos tapó nariz y boca, que nos envió a confinarnos y a revelarnos en la desnudez de nuestras mezquindades y miserias con quienes más queremos, o en estas dramáticas circunstancias, a quienes creíamos haber amado; el microscópico dios coronado que nos privó de los afectos, cuando más necesitados de abrazos y mimos hemos estado; el mismo engendro que nos esclareció cuán débiles, miedosos e impotentes somos, y a la vez cuán soberbios y egoístas somos con nuestros semejantes.

El pavor al contagio nos ha puesto en guardia hasta con quienes compartimos techo. Una carcajada o un estornudo sin barbijo es un atentado contra la vida, y el miedo y la incertidumbre nos ha impuesto un tatequieto con interrogantes complejos, viscerales y metafísicos, de los que todavía no acusamos respuestas: ¿Qué vida era la que llevábamos antes del bombazo de la pandemia? ¿Por cuántos caminos equivocados hemos transitado? ¿Cuál la razón para cuidar y abrigar con desquiciado celo las fortunas materiales que nuestras propias vidas y las de los que más queremos? ¿Qué es eso que no cesamos de buscar por tanto tiempo?

Pero cuando creíamos que la humillación, la impotencia y la tortuosa cotidianidad desatada por la peste iba a unirnos en hermandad y en apegos amorosos y solidarios, nos asomamos al triste y desolador panorama del odio, el engaño, la maldad y la indiferencia; de las bajas pasiones humanas, de la corrupción y la brutalidad de quienes rigen los destinos del mundo, y lo tienen sumido en la decrepitud, la enfermedad y el acabose; este desventurado mundo que, como en el tango de Discépolo, "fue y será una porquería, ya lo sé...".

No obstante, el bichito exterminador nos ha dejado contundentes enseñanzas, por más que nos resistamos a asimilarlas. Nos ha puesto en claro que la salud es el regalo más preciado de Dios, poderosa fuente de la energía vital; que los milagros existen (hemos sido testigos de ellos durante esta pandemia), que hay seres esenciales a los que nos debemos en momentos emergentes como los que estamos trascendiendo: que más que estos grandes protagonistas de la salvación de la debacle como los científicos, los médicos, el personal hospitalario. Desconocíamos su vocación, esa sí, religiosa, para atender pacientes por racimos y devolver vidas, exponiendo las suyas. Va el aplauso cerrado para ellos.

Aprendimos que de nada sirve ostentar del dinero en las arcas si alguno de nosotros, o de los seres que más amamos, depende de un respirador en una unidad de cuidados intensivos, y también aprendimos que hay personas más débiles, huérfanas y destruidas de las que nos pasaban por la mente.

Pero sobre todo, pienso, que de la pandemia hemos aprendido una enorme cátedra de humildad, de interpretar y suplir las necesidades de los derrotados y afligidos, de los enfermos y de los desvalidos, de los olvidados y menospreciados. Así corroboramos que todos somos iguales ante los ojos de Dios. Y que el paso por este mundo es breve. Que nada nos llevamos y que apenas somos una gota ínfima ante la infinitud del universo.  

Hoy, cuando despedimos este desventurado año, el del pestilente bicho que nos dejó en picada, y nos asomamos a 2021, más que fachadas, aceras y aposentos, procuremos limpiar nuestros corazones, y desechemos de nuestras vidas esa basura que no nos ha permitido vivir y respirar en paz y tranquilidad: la soberbia, la codicia, la envidia, el odio, la agresividad, la vanidad, y todos los resquemores y mezquindades que hacen parte de esa pandemia que llevamos a cuestas.

Deseo, para el mundo, la salvación anunciada a través de la vacuna contra el virus, y que ésta en Colombia no se vaya a convertir en otro cartel más de la amañada corruptela; que volvamos a contar con la calidez de los abrazos, la esperanza en las sonrisas y la bendición redentora de nuestros viejos; y que recuperemos esos momentos, tan sencillos y entrañables de cuando éramos chicos, como ver elevarse las pompas de jabón hasta diluirse en el firmamento,  mientras acariciábamos a los perros. Que en vez de quemar incienso, mirra y alhucema, arrojemos al fuego imaginario todo lo tóxico y nocivo que llevamos dentro.

Y como en el poema de Cortázar, "que no falte a las doce la mano tibia y cariñosa, como si de ella dependiera la sucesión de las cuatro estaciones, el canto de los gallos y el amor de los hombres".

Una copa a la salud de 2021.

¡Va por ustedes!

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