miércoles, 25 de enero de 2017

La fiesta y la furia

El performance de 'Las santísimas', de la Plataforma  Colombiana para los Animales (Alto). Foto: La Pluma & La Herida  
Ricardo Rondón Ch.

Vamos bajando la cuesta / que arriba en mi calle / se acabó la fiesta (Joan Manuel Serrat).

Hacía muchos domingos que don Heriberto Salamanca, propietario por espacio de cuarenta y dos años del Restaurante El Parque, contiguo a la Plaza de Toros de Santamaría, y refugio de viejos taurinos, no se levantaba de madrugada para asistir a misa de seis en la Iglesia del Divino Niño, en el 20 de Julio.

Lo hizo con el reprocité de Padrenuestros y Avemarías por el regreso de los toros a Bogotá, después de un paréntesis de cinco años sin corridas, que para los aficionados de ley, aquellos de hueso colorado que llaman, y que de niños han seguido puntuales la fiesta desde las gestas de su Majestad El Viti, Paco Camino, El Capea y Antoñete, representa una eternidad.

Por eso los buenos ánimos y la expectativa del mesonero y criador de truchas, oriundo de Boyacá, cundió aquel domingo 22 de enero de 2017 en su familia, en su equipo de colaboradores, en sus meseros, y hasta en el personal de cocina, esas honrosas y abnegadas señoras que entre fogones y calderos apenas levantan cabeza para secarse el sudor de la frente.

Don Heriberto Salamanca, propietario por 42 años del legendario restaurante 'El Parque', refugio de taurinos de época. Foto: La Pluma & La Herida
A partir de las 11:30 de la mañana empezaron a llegar los primeros comensales, dispuestos a retomar la tradición a manteles: degustar el cocido boyacense -que buena fama de años tiene en El Parque-, el cordero al horno, la chanfaina, el ajiaco santafereño, y la trucha en diferentes presentaciones. Otros, ya almorzados, a preparar la bota, que a las puertas de su restaurante, el mismo don Heriberto se encarga de asesorar.

Bien se sabe que ir a toros en Bogotá, en los últimos años, es comparecer a una fiesta diseñada para la élite, que demanda  echarse un buen fajo de billetes entre bolsillos. Empezando por el recargo de la boletería, la más costosa del planeta taurino (incluidas Madrid y Sevilla), como que una barrera de sombra vale casi que el salario mínimo: $728.000. La más barata, una fila 24, $136.000: el mercado de la semana de una familia de clase media baja.

De ahí que la Temporada de la Libertad, la Expresión y el Respeto, como la viene anunciando la nueva corporación (alianza entre las empresas de Bogotá y Manizales), no le dé chance al pueblo raso, que fue el que dio origen a las corridas en la España monárquica, cuando los reyes premiaban al populacho, primero con el juego al garete de las reses a campo abierto y por la municipalidad, y luego con el legado del madrileño Francisco Arjona Herrera, el legendario Cúchares, pionero del arte de lidiar con elegancia el toro en un redondel llamado circo, con andamiajes y tribunas para deleite de espectadores rasos.

La policía antidisturbios  recordará la fecha del 22 de enero de 2017, como una de las jornadas más tensas y agresivas en los alrededores de la Santamaría. Foto: La Pluma & La Herida 
Pero es tal la pasión arraigada por el toreo, que el aficionado de a pie asiste temprano a la plaza, ingresa al sorteo y planta cara desde todos los ángulos, con el aliciente de encontrarse un amigo, un compadre, un torero o un apoderado que le extienda una boleta, o por lo menos le tire la liga, traducido en una colaboración monetaria, por mínima que sea, para completar el recibo de entrada.

Igual, agotados los recursos, y cuando las puertas del edificio taurino se cierran para que comience el festejo, los que se quedaron por fuera con sus cachuchas y  distintivos alegóricos, hacen su propia fiesta en cualquiera de las tascas o restaurantes adyacentes a la Santamaría, como el de don Heriberto Salamanca, con más de cuatro décadas de tradición taurina.

Allí justamente nos topamos entre asaduras y sorbos de lúpulo con Luis Guillermo Robayo, el popular Bigotes, fotógrafo de callejón, que por primera vez en tantos años de registrar el acontecer en el ruedo, pegado a los tableros, y de complacer con sus retratos sociales a los aficionados de barreras y contrabarreras, esta vez -siempre hay una primera vez-, le negaron la credencial.

El abogado Óscar Sánchez y su hijo Óscar Felipe, infaltables en la temporada bogotana, después de cinco años de sequía. Foto: La Pluma & La Herida 
Robayo ni se malayó ni echó culebras porque no le permitieron el privilegiado ingreso por la puerta donde acceden empresarios, apoderados, periodistas, fotógrafos, invitados especiales, toreros, cuadrillas, mozos de espadas y auxiliares.

Por el contrario, a la edad de los cerezos cenizos que todavía arrojan frutos, se sintió agradecido con la vida por haber disfrutado de muchas tardes gloriosas, irrepetibles, en distintas épocas de la Santamaría. Sí advirtió que hoy, como en ninguna otra etapa de la historia taurina, que la fiesta está sintiendo, a la par de los toros apuntillados, los estertores de su desaparición.

En una mesa contigua a la de Bigotes y su patota, el abogado y periodista bogotano Elker Buitrago López, acompañado de don Efraín Lizcano Caicedo, gerente-propietario de la antológica Librería El Profesional, especializada en Derecho, celebraba que ese domingo El Espectador le publicó su artículo Vuelven los toros a Bogotá.

El abogado y periodista bogotano Elker Buitrago López, acompañado de su amigo, el librero y jurisconsulto Efraín Lizcano Caicedo, prestos al condumio. Foto: La Pluma & La Herida
Buitrago López sostiene completar 60 años como aficionado, desde que su padre, don Pedro Buitrago Franco lo llevaba de la mano a la Santamaría, cuando el público asistía de terno, corbata o lechuguilla de seda, sombrero y paraguas, y en los carteles resaltaban nombres como el de Paco Camino, Ángel Teruel, José Mari Manzanares, Antonio Chenel Antoñete, Francisco Rivera Paquirri, Santiago Martín El Viti, entre otros consagrados maestros del arte; los del otro lado del Atlántico, y de los locales, Pepe Cáceres, Jairo Antonio Castro, Alberto Ruiz El Bogotano, Enrique Calvo El Cali, Jaime González El Puno, y el más rutilante de la camada criolla, César Rincón, el maestro que trascendió en el albero por hacer posible lo imposible, héroe en Las Ventas y en La Real Maestranza de Caballería de Sevilla, donde cobraba los trofeos con una mano, y con la otra se limpiaba el rostro apelmazado de sudor, lágrimas y sangre.

El César del toreo, que de niño le pegaba trapazos a su famélico gozque al frente de la humilde casalote de su padre, el fotógrafo, en el barrio Fátima, la misma que la vecindad vio arder una madrugada por la vela que alumbraba a la Purísima, que la madre había encendido la noche anterior para encomendar al novillero en ciernes, pobre y maltrecho, con arrestos de Quijote sin cabalgadura, en su travesía por la provincia española, en busca del milagro postrero.

El torero bogotano Ramsés Ruiz no pudo pasar de incógnito a su ingreso a la Santamaría. Foto: La Pluma & La Herida
Estas calles del barrio La Perseverancia, aledañas al coso capitalino, por las que  tantas veces salió Rincón a hombros vestido de luces y con aires de leyenda, ya no son las mismas de antes.

En el pasado quedarán las juergas de los viejos gaitanistas apostados al frente de la cantina Rincón Taurino, con el orinal más solícito de los aficionados (porque el olor amoniacal, donde estuvieran, los llevaba), que después de 60 años de funcionar en el mismo local, bajó su reja para siempre el pasado mes de octubre.

Igual los toldos de fritanga, de mazorcas y de otras asaduras que acomodaban veinte pasos más abajo, custodiados por arrumes de cajas de cerveza, donde abrevaban en tardes ardientes de comienzo de año, como en la Fiesta de Serrat, gentes de cien mil raleas, donde el noble y el villano, el prohombre y el gusano, bailan y se dan la mano sin importarles la facha.

La protesta pacífica -en su derecho- del colectivo animalista 'Alto', brilló por su elocuente silencio. Foto: La Pluma & La Herida
Porque en esa misma calle, cuesta arriba, cuesta abajo, se cruzaban, cómo no, el galán y el bribón, el vendedor de sombreros, botas y cojines con el revendedor de boletas, la emperifollada dama con el carterista, como el famoso Dragón que tenía los dedos más suaves y rápidos de La Perseverancia para extraer billeteras empachadas, gafas y bolígrafos de marca, y cuanta pertenencia valiosa se le atravesara en el tumulto, respaldado por sus peones de brega, dos, tres y hasta cuatro calanchines duchos en provocar el trancón y el empujón necesarios para cometer la fechoría.

Por esa misma calle, a paso lerdo, subía el viejo Manuel H. de espesa melena nívea, con su cargazón de cámaras y lentes en un trajinado maletín de cuero, domingo a domingo, por espacio de más de cincuenta años, cumpliendo a su cita en el callejón.

El querido por todos Manuel H. que murió amando la fiesta y registró en sus placas los instantes más románticos y significativos del rito que agoniza, como la foto de perfil de Manolete, inclinada la testa sobre los tableros, fiel estampa de esa soledad del torero de la que tanto han escrito críticos, poetas y gacetilleros.

Saliendo del sorteo, el prestigioso cirujano Francisco Leal, acompañado de los matadores Víctor Vásquez y Óscar Silva. Foto: La Pluma & La Herida
Han cambiado muchas cosas por estos lares en los cinco años en que la plaza estuvo destinada a otras actividades, menos para las que de hace 86 años, por iniciativa y peculio de don Ignacio Sanz de Santamaría, padre del recién fallecido don Fermín, ganadero de Mondoñedo, la divisa de mejor casta y trapío, la de sus castaños y jaboneros astracanados de tantas orejas e indultos.

Pervive en su orden el mesón de don Heriberto Salamanca, la esquinera cigarrería La Sultana de don Luis Eduardo Romero, donde se siguen preparando las mejores botas, y la nueva generación del exclusivo sector de La Macarena que atiborra el negocio los fines de semana para compartir jolgorio y bebidas más fuertes y concentradas como el Jägermeister (de la Alemania de la posguerra), una combinación de hierbas, frutas, especias, raíces orientales y alcohol a 35 grados, no apto para cerebros endebles ni corazones marchitos.

Se sostiene el decimonónico Bulín; el ventorillo de paquetes de tocinetas, papas fritas, chicharrones y besitos; la Remontadora Sánchez, el Portón de la 27, en cuyo umbral, trajeado a la andaluza, afina su guitarra José Córdoba, líder de la Tuna de la EAN (antigua Escuela de Administración de Negocios), ingeniero de sistemas y devoto de una tradición que data del Siglo XIII.

El ingeniero de sistemas José Córdoba, líder de la Tuna de la antigua Escuela de Administración de Negocios, fiel a una tradición que data del Siglo XIII. Foto: La Pluma & La Herida           
Hoy, la Santamaría, refaccionada y remodelada como un ponqué de boda para correr sus aldabones después de un lustro sin abrir toriles, está acordonada de policías y separadores tubulares, ante la inseguridad reinante en el sector, el rechazo unánime de las asociaciones de animalistas, y la furia desmedida de infiltrados y de vándalos, que sin medir género ni edades la arremetieron a botella, piedra, palos, insultos, desperdicios, orines, pintura y escupitajos contra personas indefensas, niños, señoras, ancianos.

Desde los tiempos del Titanic, nunca se había visto tanto temor y zozobra para ingresar y salir de una fiesta como la de los toros, metáfora de la vida en sus luchas, triunfos y derrotas; un arte instantáneo y misterioso que solo se vive en el presente; un arte tocado de lirismo y poesía; y de esa música callada que citaba el bardo Bergamín; el arte inteligente y parsimonioso de los de Paula, los Bienvenida, los Dominguín y los Armillita, y de una genealogía de grandes figuras del toreo, a quienes jamás se les tildó de bárbaros ni de asesinos, porque corrían épocas en que las huestes honraban el amor y la decencia que abundaba en la leche materna.

El espectáculo de la ofensa y la agresión por encima del respeto y la tolerancia que se vio el domingo 22 de enero de 2017, en la reapertura de la Santamaría, pone de presente el preocupante estado de inconsciencia y la involución primigenia en que se encuentra gran parte de la humanidad, desde las hordas pusilánimes y depredadoras del Estado Islámico, hasta los imperdonables crímenes del maltrato y la pedofilia encarnada en cerebros intoxicados de licor y droga como el de Rafael Uribe Noguera. Y lo que falta por ver desde el imperio de mister Donald Trump, el megalómano de moda, con sus claras intenciones de jugarse el planeta como si se tratara de las bolitas que en sus casinos apuestan los luciferinos marajás de la ruleta.

Esta joven manifestante no se resistió a tomarse una selfie con los uniformados del Esmad. Foto: La Pluma & La Herida   
Es el resultado de la sociedad enferma en la era apocalíptica de la no consciencia, como subrayó en una de sus columnas Eduardo Escobar, el poeta nadaísta de Envigado:

No es necesario ser profeta para saber lo que enfrentaremos ahora, cuando los rastros de la fiesta hayan sido borrados por completo. Un idiota violará a una niña en alguna parte. Otro volará en pedazos un supermercado en algún lugar de este mundo. Y otro propondrá una nueva solución para el desmadre de la vida que nos hacemos. La vida es bella y amarga. (…) Cuídense de sus prójimos, pero sobre de todo de ustedes mismos.

Está escrito que la violencia que más genera violencia está represada en el corazón de los hombres, en el ego disparado por la superficialidad y la codicia, los códigos de barras, la cosmética de las apariencias, la ignorancia rampante, pero también en el odio y en el resentimiento de los desposeídos y los desterrados en una tierra árida y sin esperanzas.

A nadie se le obliga comprar un boleto para ingresar a una corrida, como nadie está forzado a limpiarse bien los mocos para esfinar cocaína en bacanales electrónicas de tres días, donde la muchachada repelente de vigor y adrenalina se entrega en cuerpo y alma a los nuevos semidioses del despilfarro y la alucinación que operan detrás de consolas patrocinadas por tarritos de bebidas energizantes.

Jorge Bello, dibujante y pintor al óleo discapacitado, no desaprovechó la ocasión para irse a rebuscar con sus botas a la Santamaría. Foto: La Pluma & La Herida
Nadie está en la obligación de romperse los sesos con los mamotretos del racionalismo de Spinoza, ni de descifrar las fórmulas que condujeron a da Vinci a pintar la Gioconda; o a profundizar en la creación del universo a partir de la teoría del Big Bang, como lo ha explicado el brillante astrofísico Stephen Hawking.

El gusto es el que mantiene, decían las abuelas de peineta y pañolón. Allá el que es feliz soslayándose con sus pretenciosas babosadas, como el que invierte su vida en una pasión: el fútbol, la caza, la pesca, la obsesión por el Corán, las antigüedades, las lenguas muertas, las mujeres albinas o los toros en el plato, en el ruedo o en las enciclopedias.
   
La furia

El hombre del megáfono, ojos de pájaro monte adentro, arriba de un andamiaje improvisado que exhibe pancartas de subido tono contestatario a las corridas de toros, insiste en la no agresión, ni al público ni a la policía; replica que hay que dar ejemplo, que la de ellos es una protesta pacífica que va en contra de la crueldad y el maltrato a los animales.

-¡Asesinos, asesinos!-, grita a voz en cuello un grupo de muchachos plantados en la acera de la Carrera Séptima, a un costado del Cai de San Diego.

Las primeras bombas antidisturbios sobre la Carrera Séptima, al frente del Hotel Tequendama. Foto: La Pluma & La Herida
-¡No más olé! Con barbarie y muerte no puede haber paz-, contesta al unísono otro colectivo antitaurino, el de Plataforma Colombiana para los Animales (Alto), bajo el sol canicular de este domingo insurrecto, después de cinco largos años de sequía para los aficionados al rito pagano más antiguo de la humanidad, desde cuando apareció al trotecito en las arenas estivales de Creta la corpulencia henchida y desafiante del cornúpeta de Minos.

-Por favor, no la cojan contra la policía, que ellos no tienen la culpa, son solo esbirros del poder, y no saben ni quiera porque están ahí-, alerta el del megáfono para controlar la revuelta que lidera una jovencita espigada de gafas negras que se desgañita en improperios frente a los del Esmad, inmersos en sus escafandras de poliuretano, con sus escudos en guardia.

Algo explota entre la muchedumbre y una humareda verde como de carnaval se alza espesa entre los edificios.

-No corran, hijueputas, no sean cobardes. ¡A qué vinimos, entonces! -, exclama un muchacho de rastas y camiseta negra con un toro sangrante a todo pecho.

Los primeros aficionados de bota, poncho y sombrero que no sabían por dónde ingresar, porque el cerco de seguridad iba del Planetario Distrital y se extendía hasta los extramuros de panóptico del Museo Nacional, recordarán para la posteridad la salva de insultos y vulgaridades de las que fueron objeto.

Algunos fueron agredidos físicamente con piedras, pepas de mango, botellas plásticas y de vidrio, como una señora a quien le cayó en la cabeza un pedazo de ladrillo (luego se vino a saber que trabaja en la Personería Distrital), que fue trasladada de urgencia en una ambulancia.

El arte de saber protestar, sin ofender ni maltratar, que es un derecho constitucional. Foto: La Pluma & La Herida 
-¡Dejen pasar a las santísimas!-, alerta otra vez el de los ojos de buitre, y el aire denso y caliente, entre el gentío desconcertante, reporta notas de sudor rancio, grajo que el vulgo llama, de testosterona en ebullición, de los fluidos característicos de la piel joven y alebrestada de pelos y babas, de esa furia ácida que se atraganta en el cogote como una bola de greda.

La procesión de las santísimas avanza como en un cortejo fúnebre de Semana Santa en Popayán. Algunas, cubiertas sus testas con toquilla de croché; otras, con el yodo luctuoso de sus prendas; todas en la primavera de sus mejores años; todas con las bocas selladas con cintas adhesivas de arancel que llevan impresas alegatos y denuncias contra la fiesta brava.

Las santísimas, como si se tratara de una puesta en escena del romancero lorquiano, avanzan a paso lerdo entre la concurrencia, llevan a cuestas féretros rematados con cruces blancas y grafismos de sufragio.

El mensaje es que esa tarde serán sacrificados 6 Toros 6, como en épocas pretéritas anunciaban los carteles pegados con engrudo, Si Dios y el clima lo permiten. El camarógrafo Manuel Mosquera, de Noticias Uno, se regodea registrándolas desde diferentes ángulos.

Hay otras vergüenzas de la humanidad mucho más graves, como dejar que los niños se mueran de hambre, o agredirlos y abusarlos. Foto: La Pluma & La Herida  
-¡Abran paso!, por favor despejen!-, afana una mujer de rostro puntiagudo, alta y delgada, que lleva un chaleco de la Defensoría del Pueblo. Detrás de ella, dos efectivos antidisturbios de la MeBog (Policía Metropolitana de Bogotá) socorren a un auxiliar que al parecer fue alcanzado en la cabeza por una pedrada: un hilillo de sangre le ha enmarcado como un signo de interrogación la oreja izquierda, y se escurre por la mejilla.

A medida que avanza la tarde, los disturbios van en crescendo. Se oye otra explosión y esta vez la espesa humareda es de tono amarillo, como el de la bandera nacional. Son las bombas de aturdimiento que la policía activa para controlar desmanes.

Pero esto provoca que los manifestantes se alboroten más y la emprendan contra la autoridad. Varios efectivos de casco logran someter a un vándalo mechudo de brazos tatuados que tiene enrollada en la mano una cadena de bicicleta.

Como acosado por los dolores de un cólico miserere, el alebrestado se retuerce en el pavimento y forcejea a más no poder con los uniformados que al fin logran someterlo para conducirlo al camión de revoltosos, en medio de los ataques verbales que arremete el iracundo, con apelativos de enfermedades sexuales infectocontagiosas que solo la penicilina contrarresta.

Imagínense la tragedia que hubiese causado el desadaptado, de no haber sido detenido a tiempo.

El diablo como director de lidia, y la procesión que va por dentro. Foto: La Pluma & La Herida
Las únicas escaleras que sobre la Carrera Séptima conducen a la plaza de toros y también al conjunto habitacional Torres del Parque, están custodiadas a lado y lado de policías. Solo pueden ingresar personas boleta en mano.

En dicho espacio, sobre la acera y la avenida, es donde más está concentrado el tumulto que rechaza el toreo, que para el antitaurinismo en rama no es ningún arte sino una masacre en cadena.

El amotinamiento se prolonga hasta después de finalizada la corrida, ya cuando ha caído el velo de la noche, y decenas de aficionados no hayan qué hacer para esquivar la rabia de los manifestantes.

Los restauranteros de La Macarena han cerrado sus locales ante el temor de los destrozos que pueda causar el vandalismo.
  
En los alrededores del Hotel Tequendama, varios aficionados aguardan en los estacionamientos, con el temor de que a la salida, sus automóviles sean los más perjudicados.

La ira y el horror van de la mano en la orgía del acabose, con el pretexto de la protección animal. El caricaturista Vladdo, que está en contra de la tauromaquia, estuvo acertado y contundente en su columna habitual de El Tiempo:

Con la misma convicción que me opongo a las corridas de toros, rechazo los actos de violencia física y verbal contra los taurinos.

De acuerdo, señor Vladdo, es la regla de la sensatez, que otrora se aplicaba como credo: la de pensar antes que actuar, sólo que la profecía aristotélica de la miel y la cicuta se está cumpliendo al pie de la letra, en el final de los tiempos. 
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