sábado, 3 de septiembre de 2016

Lalo Rey, émulo colombiano de Juan Gabriel, murió cinco días después de su ídolo

Juan Gabriel, motivo de inspiración de cientos de imitadores, en México, y en Colombia, país mexicanista por excelencia. Foto: Reuters
Ricardo Rondón Ch.

Sólo el Huracán Juanga pudo aplacar durante más de cuarenta años la altanería viril y la discriminación sexual de la nación machista y homófoba por excelencia del planeta, con sus aguerridos pistoleros de la Revolución, sus enmascarados generacionales de lucha libre, y el grito flameado en tequila y jalapeño de “¡Viva México, cabrones!”.

Catador desde la infancia de penurias y frustraciones, Juan Gabriel fue el espejo vivo de su pueblo, y la fórmula de su éxito arrollador no tiene otro remitente que haber plasmado en sus letras la necesidad de amor y la clamorosa denuncia de soledad  y de impotencia del mexicano de a pie, acostumbrado a refugiarse en la humildad y en la inocencia de sus cancioneros, y en las tórridas pasiones de los culebrones.

Juan Gabriel, desde el principio, supo dar en el clavo en su itinerario proceloso hasta erigirse como ídolo de multitudes, en un México que hace decenios, por la explosión demográfica, taló sin compasión los otrora bosques floridos de sus árboles genealógicos.

¿Y qué es al fin de cuentas un ídolo? La mejor definición la dio su coterráneo, Carlos Monsiváis, escritor y gran cronista de la mexicanidad, quien descifró al cantautor de Parácuaro, Michoacán, en un ensayo de su libro Escenas de pudor y liviandad, que ahora vuelve a ponerse en lugar privilegiado de las estanterías:

“Un ídolo es un convenio multigeneracional, la respuesta emocional a la falta de preguntas sentimentales, una versión difícilmente perfeccionable de la alegría, el espíritu romántico, o la suave o agresiva ruptura de la norma”.

Lalo Rey, de Chaparral (Tolima), uno de los fervientes imitadores del Divo de Juárez, falleció cinco días después de la muerte del ídolo mexicano. Foto: Archivo particular 
Ese era en síntesis el Divo de Juárez. Si se desglosa la máxima: las respuestas a las múltiples preguntas de un conglomerado como el suyo, entre la ilusión y la derrota -ni hablar hoy más que nunca de la quimera americana-, las dio puntuales en los renglones de las más de 1.600 canciones que compuso en todos los ritmos del enriquecido folclore azteca.

Si se miran en su crudeza las letras, la pluma del autor siempre se ha movido entre esas vertientes: el amor, la desafección, la desilusión y la belleza del cuerpo y del entorno, que sólo el milagro cosmético del cine, la publicidad y la televisión han podido redimir.

De hecho, el robusto cancionero del ídolo de Juárez es un registro notarial de las distintas etapas de su existencia. No tengo dinero, por ejemplo, la primera trompeta que anuncia su presencia estelar, es la impronta honesta del jovencito provinciano que ofrece su corazón palpitante con la advertencia de que no hay una sola rupia que respalde los trámites del enamoramiento. Así lo corrobora en su estrofa final:

Si así tú me quieres / te puede querer
Pero si no puedes / ni modo qué hacer.

Con el Noa Noa -también de su período inicial- el escriba michoacano se va despojando paulatinamente de sus pudores para presentarles a sus primeros fanáticos y a sus precoces conquistas el bar que haría emblemático en su carrera, en una Ciudad Juárez novelesca, con todo lo sangriento e inconcebible de ese territorio a la fecha: una Comala de la contemporaneidad.

Cuando quieras tú divertirte más / Y bailar sin fin, / yo sé de un lugar / que te llevaré. / (Vamos al Noa y disfrutarás) / de una noche que nunca olvidarás.

México en el corazón de Juan Gabriel, orgullo de sus compatriotas y mentor para la posteridad de su mejor y gran legado musical. Foto: AP 
Con el tiempo, el nombre de este antro se reproduciría como la zarza en las capitales latinoamericanas como decorado ideal de los clubes gays, y como un homenaje a quien lo hizo célebre cuando debutó en 1966 con Adoro, clásico de Armando Manzanero, y en esta versión en vivo de Juan Gabriel (que por ese entonces se hacía llamar Adán Luna), respaldado por los Prisioneros del Ritmo.

Oportuno destacar que el Noa Noa, que fue demolido en 2007 para poner en funcionamiento una zona de parqueo, fue reconstruido a principios de 2015, con un Juan Gabriel ya ahíto de fama y de dólares, y con los avisos intermitentes de sus padecimientos cardíacos, como invitado de honor. Allí, su inconfundible rostro se revela en un mural de 400 metros cuadrados.

Paralelo a los señalamientos y discriminaciones que recibió al comienzo de su carrera, cuando lo crucificaban en las secciones del corazón de los telediarios y en los tabloides amarillistas por sus consecutivos escándalos en resorts y en discotecas floripondias, el ídolo, con su aguda perspicacia y su talento inagotable, iba plasmando una a una las páginas musicales de la reivindicación.

Hoy no hay un lugar en México y en la América mexicanista, sobre todo en los círculos donde el machismo exacerbado destila hiel homofóbica, verbigracia el legendario Tepito del D.F. (una suerte de San Victorino bogotano), que un curtidor de pieles, un zapatero, un fabricante de carpas, un mecánico o un carnicero, no sepa por lo menos una canción completa de Juan Gabriel, y la coreé entre amigotes y copas pletóricas de mezcal.

Como era su costumbre, una fiesta delirante en los escenarios. El poder hipnótico con su público. Foto: EFE
Especulación o realidad, eso ya lo trasteó el Divo de Juárez a su tumba, ahora se viene a revelar que la canción más sonada de su compendio musical, Amor eterno, interpretada por dos de sus grandes amigas, Rocío Dúrcal e Isabel Pantoja, no era la oración que le inspiró su madre Victoria Valadez Rojas -la empleada doméstica que se vio obligada a internarlo de niño porque no tenía recursos para sostenerlo-, sino que le fue dedicada en clave secreta al amor homosexual de sus mejores días.

Joaquín Muñoz Muñoz, albacea y ex mánager del rutilante artista, recién se pronunció al respecto. El abogado asegura que dicha letra fue dedicada a Marco, uno de los intensos y duraderos amores del artista, quien no pudo superar su trágica muerte, ocurrida en una noche de juerga en Ciudad de México, al parecer en una apuesta de ruleta rusa, mientras él cumplía a una presentación en Acapulco:

Oscura soledad estoy viviendo, / la misma soledad de tu sepulcro, / tú eres el amor del cual yo tengo, / el más triste recuerdo de Acapulco.

Recuérdese que esta melodía, de las más bellas y dicientes en su estructura narrativa, fue la misma con que Rocío Dúrcal despidió a su madre el día de sus funerales y, no obstante lo que se siga especulando en su dedicatoria, seguirá siendo el himno de las madres del mundo, por lo menos en lengua castellana.

Juan Gabriel fue el gran mentor de su pueblo desde el arraigo y la sensibilidad que identifica al macho mexicano, violento y acometedor por antonomasia, pero en el fondo iluso y débil, prisionero irredento de su ego, protagonista de un culebrón a su manera, más víctima que victimario en su soledad y enajenación.

En los años dorados con su mejor amiga e intérprete, la inolvidable Rocío Dúrcal. Foto: EFE 
Las letras del ídolo brotan como plantas carnívoras de su propia visceralidad, de esa fortaleza capricorniana del guerrero helénico, invencible y testarudo como lo fue hasta los últimos instantes de su existencia, cuando hizo caso omiso de sus controles cardíacos, y fatigado y sin aire, con el peso de sus 120 kilos, continuó festejando la vida al límite, en el trepidante trasegar de sus 66 años.

El Divo se debatió siempre entre el esplendor y la tormenta, como esa estrella fugaz que en su vertiginoso viaje rozaba sin temores el sagrado sol de los mixtecas, con el cinismo y la osadía de un caradura de barrio, sin mirar atrás y con la firme e irrefutable convicción de recobrar el amor a como diera lugar, el afecto extraviado en los albores de su vida, el amparo y el calor humano que en un principio le fue negado.

Todas esas carencias están reflejadas en sus letras. Juan Gabriel no le canta a los amores agresivos y dulcificados de las películas del Cine Mexicano de entreguerras, ni a las falacias lacrimógenas y descorazonadas de Televisa y Telemundo, sino al amor en su rotundidad, pleno y sin contraprestaciones, al amor que va más allá del mismo amor, sin señalamientos ni calificaciones, el amor de verdad, su Amor eterno.

Alguna vez le oí decir a Juanga en una de esas entrevistas mexicanas de contrapunteo donde el entrevistador interpreta el rol de los circenses lanza-cuchillos, que lo único que no había hecho en su vida era amamantar, porque hasta criar cuatro varones adoptivos se le midió, y bien criados agregaba, aunque uno se le descarriló hasta porfiar en el delito, y pagó con cárcel sin que el padre intercediera.

De resto, decía, “lo he probado todo, desde lo más dulce hasta lo más amargo, y sin arrepentimientos. Amé de las dos únicas formas posibles que nos ofrece el amor: el que se nos obsequia a primera vista, veloz y apasionante, con tarjeta expedita a la cama. Y el amor-amor que se condimenta lentico como lo hacían las abuelas, el que sin recurrir al sexo, es el que más perdura y prospera”.

Con una enorme y devastadora alma femenina que le erizaba las pestañas y los cabellos ralos de la coronilla, Juan Gabriel de México coincida con el Miguel Bosé de España en esa máxima franca que ha hecho eco por generaciones en el universo gay: “La mujer de mi vida soy yo”.

Lalo Rey falleció a la edad de 50 años en el Hospital Universitario La Samaritana. Foto: Leo Carreño
Y bien que le lucía al primero en su espíritu maternal, protector y dadivoso, cuando se le resquebraba el alma al ver los niños mendicantes que amanecían ateridos bajo los puentes de Insurgentes, o los adolescentes que por miserias ofrecían sus lánguidos cuerpos en el Noa Noa, y con quienes en su juventud alborotada y permisiva se hizo acompañar en amaneceres borrascosos e inciertos. 

Quién más que Juan Gabriel que padeció y masculló esa bola roñosa del infortunio y del rechazo cuando su madre se vio forzada a entregarlo a un internado por necesidad, mientras el padre, Gabriel Aguilera, se debatía entre las sombras y las alucinaciones de la mente desquiciada en un asilo psiquiátrico.

La carta genética no podía ser más compleja y arriesgada, pero nadie hubiera dado un céntimo por Alberto Aguilera Valadez sin el chingón y la templanza que él se impuso para vencer la adversidad, salir del atolladero y trazarse metas para llegar a donde llegó. Su gesta, en este capítulo, el del esfuerzo y la superación por encima de los más desafiantes obstáculos, y sin atolondrarse en el pasado, es una historia de puño cerrado.

Así, el artista en ciernes, Adán Luna, como se rotuló, que aprendió a inspirar sus composiciones con los arpegios de una guitarra, en ese engorroso itinerario de ida y vuelta por las oficinas de empresarios artísticos y promotores de discos que al comienzo le estrellaban las puertas en las narices, fue creciendo paulatinamente con el pulso y la poderosa fe de quien llegó a tocar el cielo mexicano, y a amasar una fortuna de más de 30 millones de dólares, que hoy, tras su fallecimiento, como suele suceder con caudales de luces y lentejuelas, abre amenazante las fauces de la codicia y la discordia.

Habrá pudorosos y descreídos que por hipocresía hoy pregonan en público que jamás en sus vidas han tarareado Hasta que te conocí, Querida, Abrázame muy fuerte, Se me olvidó otra vez, Siempre en mi mente, Yo te recuerdo, Te quise olvidar, He venido a pedirte perdón, Te sigo amando, No me vuelvo a enamorar, No vale la pena, o cualquier de las melodías que correrán con vida propia en su inconmensurable repertorio.

Juan Gabriel: su energía arrolladora se devoraba los escenarios. Foto: Televisa
Habrá quien aseguré con desdén que apagó el televisor cuando lo vio aparecer en escena en el Madison Square Garden, en el Palacio de Bellas Artes del D.F, en la Quinta Vergara de Viña del Mar, o en la Concha Acústica Consuelo Araújo Noguera del Parque de la Leyenda Vallenata, por esas reticencias sociales del qué dirán, del “yo untarme de loca, ¡ni loco!”, o por esa doble moral de que la de Juan Gabriel es una música de los bajos fondos, de los antros del pillaje o de los griles gay, donde efectivamente fue y seguirá siendo rey indiscutible.

Como quienes lo imitaron y lo seguirán imitando muchos, ahora con más fervor después de su partida, en su patria de murales, guadalupanas, panteones y calaveras de mandíbula batiente, y en Colombia, el país más mexicanista de Latinoamérica, donde los hay por doquier, de uno y de otro bando, con galones y charreteras, con pañoletas de varias vueltas como viudas irredentas, con florituras de tocado y peineta, como una vez en carnavales, en una fiesta a puerta cerrada de Barranquilla, lo emuló el transgénero más varón y disoluto que haya parido Chile en su historia: el escritor Pedro Lemebel, el mismo de La esquina es mi corazón, Zanjón de la Aguada y Tengo miedo torero.

No en vano el dicho de que en Colombia se encuentran los mejores mariachis y hay más imitadores de Juan Gabriel que en todo México, se cumple al pie de la letra. Para citar solo un ejemplo de quien a lo largo de treinta años sufrió sus canciones a lágrima viva, Lalo Rey, quien falleció el pasado viernes, cinco días después de la muerte del ídolo mexicano, en el Hospital Universitario La Samaritana, de Bogotá, a escasas cuadras de su domicilio en el barrio Gustavo Restrepo, víctima de un coma derivado de una bacteria invasiva en el cerebro que se lo llevó en menos de setenta y dos horas. Lalo contaba con cincuenta años.

Oriundo de Chaparral, Tolima, el parodiador murió frente al espejo trágico de Juan Gabriel, aunque en la mayoría de las entrevistas que le hacían decía por orgullo que él interpretaba en su estilo propio las canciones “del señor Alberto Aguilera Valadez”, porque sus sentidas letras lo habían cautivado desde niño.

 Rey con el cantante, presentador y caballista Mauricio Vélez
Lo cierto era que Rey se sobreactuaba en tarima, donde aparecía impecable, con un perchero siempre renovado; sus botas lustrosas  de charro, o cuando salía de la ciudad, unas mandadas a hacer a su medida en un fábrica del barrio Restrepo, en cuero de guio o de caimán, sus preferidas, ese lujo de artista del que se regodeaba
.        
Luis Eduardo Reinoso, como era su nombre bautismal, fue en su juventud vendedor de fritanga del terminal de buses de Chaparral, mesero y conserje de prostíbulos y cantinas purulentas de malevaje en distintas plazas de ese departamento, y émulo de Juan Gabriel. Así se resistiera a reconocerlo.

Era el penúltimo de doce hermanos de doña Aurora Barón Reinoso, madre soltera que terminó quebrándose el espinazo lavando sobre piedra de río ropas ajenas en pos del sustento de sus críos, cuando reventó el capullo de la crisálida -como en un verso del poeta Raúl Gómez Jattin- y Lalo sacudió el polvo de sus alas apolilladas en ese ritual porfiado y lastimero de los imitadores a contracorriente, que es intentar reconocerse en el cuerpo, el alma y los tics de su alter ego.

Entre pedregales y espinas brotó Lalo Rey, y aunque su nombre nunca fue grabado en una penca de maguey, él se encargó de imprimirlo en su curtida piel con el fuego de sus dolores y pesadillas, y del rechazo y la discriminación por el hecho de cargar con el estigma de esa mujer soberbia y desesperada, que no más despuntar la adolescencia, le reclamaba a gritos desde el fondo de su alma.

El temprano estreno de Lalo como émulo de Juan Gabriel fue en Donde Alcira, un burdel pueblerino de El Guamo, Tolima, réplica perrata del Erabel del Olivo, como figura el lenocinio de El lugar sin límites, la película del director mexicano Arturo Ripstein, inspirada en la novela homónima  del escritor chileno José Donoso.

Memorable concierto del Divo con el colombiano Juanes. Foto: AFP
En ese antro, en medio de luces mortecinas y alaridos de putas y borrachos, Lalo probó los primeros tragos amargos de su idílico Juanga en su mentada letra No me vuelvo a enamorar, con división de opiniones de la turba alebrestada: los que estuvieron a su favor con el aplauso y unas cuantas monedas, y los machotes pelo en pecho de camisas desabotonadas que se burlaron hasta la saciedad de su amaneramiento.

Las mismas burlas e improperios que Lalo Rey tuvo que soportar en mancebías, tabernas de poca monta, bazares de barrios marginales y ferias de comarcas remotas de San José del Guaviare, Caquetá, Puerto Inírida, Arauca y todo el Llano adentro, a donde arribaba después de horas y horas de trayecto en flota, con el polvo de las carreteras apelmazado en su garganta, y del vehículo al tope de campesinos y animales domésticos saltar a una chalupa de aguas sospechosas para llegar a su destino.

Rey, a quien vengo siguiendo de veinticinco años atrás, narraba que en esa bitácora despiadada e impredecible le tocó enfrentarse a retos que ni un varón con la testosterona en su efervescencia haría.

Cierta vez, comentaba, en Belén de los Andaquíes, Caquetá, para unas ferias y fiestas, un traqueto de esos que empuñan botella de Chivas Regal para beberla a pico de botella, mientras que con la otra disparan plomo a todo dar, le puso como condición contratarlo en tarima si primero se encerraba en el redondel improvisado con un cebú.

Lalo le refutó que él no era torero sino cantante, pero como los mafiosos y en fiestas no están para reflexiones de aparecidos, se disiparon primero los temores del torete que los del contratante, y dizque se lanzó al ruedo después de zamparse tres largos sorbos de whisky, y de santiguarse con los favores de La Lupita, como él nombraba a la Guadalupana que llevaba grabada en una de sus chaquetillas.

La reseña, al final de esa aventura, con los acordes de una papayera y la infernal algarabía de decenas de beodos excitados, fueron dos costillas rotas en una levantada del astado que lo disparó por los aires, amén de moretones y magulladuras en rostro, pecho y espalda, hasta que el narco, a reventar de la euforia, ordenó que lo trasladaran al centro de sanidad para curarlo.

Los mechones soberbios del chaparraluno
El imitador, cojeando, maltrecho, con la cabellera hecha un pegostre de arena y sangre, salió de la enfermería por sus propios medios, rumbo a un hotel de paso para tomar una ducha y ponerse las galas de Juan Gabriel. En ese estado, con el cuerpo apaleado y el dolor agudo de las fisuras en las costillas, cumplió con el repertorio del Divo de Juárez, que al final respaldó la jugosa paga.

Pero esas descabelladas oportunidades no le salían todos los días. Cuando no había un mágico de por medio que lo obligara por plata o con una Pietro Beretta en su cabeza a lidiar un toro criollo o a vestirse como Lucha Villa  y desgañitarse en huapangos y rancheras, Lalo Rey enfrentaba empresas imposibles como las de tomar en arriendo un local en ruinas de El Retorno, Guaviare, oficiar de albañil para dejarlo presentable, contratar un par de mucharejos que atendieran  mesas y mostrador, y montar su show mientras lo permitía la bonanza de cocaleros y raspachines.

Caperuza, a punto de cumplir 67 años, la mamá de los travestis en Colombia, el mismo que descubrió el talento de Endry Cardeño, y hasta hace un tiempo fue su manager, me contó una vez lo enteré de la fatal noticia que Lalo también se ganaba sus pesos como prestidigitador y adivino, pero que esas labores las practicaba en el sector rural y en la provincia, y que le aseguraban buenos réditos.
    
Lalo nunca fue protagonista de escándalos. No más cumplir con sus presentaciones, retornaba a la casa del barrio Gustavo Restrepo, al sur de la capital, en donde residió por varios años, hasta que lo llevaron de urgencia al hospital. Compartía el hogar con su sobrina Yesenia Reinoso, bailarina de su espectáculo, la pequeña Stefany, hija de la anterior, a quien le dedicó el tema Niña de mi corazón, y tres chihuahuas que eran su compañía y adoración.

La última vez que lo entrevisté en el diario El Espacio, fue hace cuatro años, para la promoción de su vídeo Perdón te pido. Lo volví a ver en televisión, el 6 de junio de 2013, con su desafortunada participación en Colombia tiene talento, cuando José Gaviria, Alejandra Azcárate y Paola Turbay coincidieron en un No rotundo.

Hace dos años me llamó Lalo para pedirme el favor que intercediera por él ante Jorge Barón, con el propósito que este le diera un chance en el Show de las estrellas, porque ese aparición, según él, le ayudaría a sustentar la visa a Estados Unidos que estaba tramitando con un abogado que por esas lides le cobró tres millones de pesos.

Cuando le compartí la buena noticia de que Jorge Barón avalaba su actuación en una próxima grabación en El Espinal, Tolima, Lalo completaba una felicidad nunca antes registrada al argumentar que lo habían citado a entrevista en la Embajada.

Ese esperado día me puso cita a las tres de la tarde en una cafetería cercana para celebrar la buena nueva con unas onces. “Por fin voy a realizar mi sueño de cantar en Estados Unidos. Tengo fechadas tres presentaciones en un restaurante show de New Jersey. Y aspiro a que me salgan más allí”, aseguró el cantante con una alegría de niño.

Rey no llegó a las tres sino a las cuatro pasadas de la tarde, luego de varios intentos fallidos que le hice a su celular.

Al mejor estilo de Don Pedro Vargas: "Muy agradecido, muy agradecido, muy agradecido". Foto: Reuters
Cuando entró a la cafetería acompañado de una vocalista de mariachi, leí inmediatamente en su mirada que la anhelada gestión se había ido al traste: el rostro compungido y demacrado, el delineador corrido por las mejillas:

-¡Hijueputas gringos!-, pronunció incendiado de la ira.

-¡Ese maldito abogado! Se me fueron por una alcantarilla más de tres millones de pesos. ¿Ahora qué voy a hacer, Dios mío?

Lalo Rey vivía al diario, y seguramente ese dinero perdido eran los ahorros con esfuerzos de tantas faenas inverosímiles que le tocó librar: servir de comodín a los caprichos etílicos de los traquetos; hacer las veces de maestro de obra con el fin de instalar una cantina temporal en una zona roja del Guaviare; ponerse una pañoleta y una candonga para predecirle el futuro a los campesinos con una baraja española; o lucirse como el show central de la velada de elección y coronación de Miss Transformista Internacional, como él lo contaba con gracia, en un improvisado salón comunal de un barrio popular de Cúcuta, donde a media noche fueron sorprendidos por una guarnición de paracos que espantaron a las luciérnagas a punta de bala:

-Después de ese susto tan berraco, yo no podía contener la risa recordando cómo salieron despavoridas todas esas locas con los tacones en la mano, gritando “¡Auxilio, nos van a matar!”.

Es un decir entre fanáticos del Divo de Juárez que Juan Gabriel, para los mexicanos, es un estado de ánimo.

Lalo Rey lo cantó y lo sufrió por más de treinta años. En los realitys, en las tabernas de machotes y en los griles LGTBI afloran a menudo sus émulos, y después de largas y tediosas filas se consagran en competencias, y se lo toman tan a pecho que el personaje les rasga en dos sus vidas.
   
“Jamás moriré mientras sigan entonando mis canciones”, repetía el máximo exponente de la música popular mexicana.

Su leyenda, apenas comienza.


Juan Gabriel visto por Carlos Monsiváis: http://bit.ly/2cpu32T

Éxitos de Juan Gabriel: http://bit.ly/2bWaFsq

Lalo Rey en Colombia tiene Talento: http://bit.ly/2cjnZWu

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