jueves, 19 de mayo de 2016

Paloma de la paz no aguanta una pedrada más

La aporreada paloma del caricaturista Chóloco, imagen oficial de la nueva Estampílla de la Paz. Gráfica: eltiempo.com
Ricardo Rondón Ch.

No creo que la aporreada y maltrecha paloma del caricaturista Chócolo, que acaba de ganar la convocatoria del Ministerio de las Tecnologías –entre veinte aspirantes- a Estampilla oficial de la paz, aguante una pedrada más en una guachafita de vándalos encapuchados, en una de barristas ahítos de bazuco y pegante, menos el alto voltaje de la resistencia civil que se avecina.

Esperaba otro símbolo, quizás un avechucho nochero como la lechuza, que no fuera la inmaculada palomita con remiendos, para colmar las expectativas del ministro David Luna en su querella de implementar como sello de timbre y aduanas el arduo y trajinado tema de la paz, y pegarlo con babas, como se ha hecho repetidas veces con la Constitución, en paquetes y encomiendas por correspondencia.

Pero no. Chócolo, como Matador, Beto, Vladdo, Bacteria, y la mayoría de transgresores de afilado lápiz, insistió en que la pichoncita de marras debería seguir ocupando el lugar que le corresponde en el imaginario nacional, sólo que esta vez, manguera en mano, regando una plantita de olivo, metáfora bíblica del renacer de una conciencia en pro del perdón y la reconciliación de los colombianos: un merecido remanso después del diluvio depredador.

En la foto que le tomaron al irreverente Harold Trujillo (gracia bautismal del dibujante paisa) al lado de su premiada avis, se observa la figura desgarbada y medio hippie de un artista que, desde los agitados tiempos de la Universidad Nacional, donde cursó estudios de Cine y Bellas Artes, ha sufrido los embates de la violencia criolla, la verbal y la física de las pedradas en motines de la revolución troskysta, cuando el imberbe, a contracorriente de los ideales patriarcales que le exigían “ser alguien en la vida”, terminó atrincherado en las salas de redacción de periódicos y revistas, con la única arma capaz de herir, sin derramar una gota de sangre, el ego de megalómanos e impíos: un soberano Mirado de grafito N° 2.

¿Cuánto tiempo ha sobrevivido la zurita de los caricaturistas que no cesan de picar en río revuelto, entre la carroña desperdigada de los ríos y las nubes de moscas de un azul fosforescente, saldo siniestro de masacres, genocidios y atentados en luctuosos períodos de la historia colombiana?

Cincuenta años es el pico. La historia necrológica oficial es inenarrable y data de la maldición chapetona cuando la turba delirante de adelantados de mazmorras, en nombre de una falsa conquista, arremetió contra las indefensas y atortoladas indias para sembrar lo que hoy somos: una raza desventurada, genéticamente deplorable, mediocre y asesina.

¿Cuántos muertos Chócolo has contado desde la primera vez que avivaste el tizón sobre la hoja en blanco para dorarle la píldora a la cruenta realidad? En esa labor te puede asesorar tu paisano, el valeroso y consagrado reportero de entreguerras Jesús Abad Colorado. O, entre la realidad y la ficción, un notario permanente del trasegar sangriento como el tolimense Jorge Eliécer Pardo.
 
No soy estadígrafo, contestarás. Sólo me limito a dibujar, a repensar con el trazo lo que me cuestiona, dirás; y en esa larga y puntual tarea te las has pasado desde que recibiste tu primer sueldo, a los 16 años, en la mesa de dibujo del periódico El Mundo, de Medellín, en esa época dirigido por el hoy cuestionado Darío Arizmendi Posada, gloria postrera del Opus Dei.

Harold Trujillo, más conocido en el ámbito del humor gráfico como Chócolo, posa al lado de su victoriosa zurita. Foto: Arteria 
Sólo es por joder, Chócolo. No hay que romperse el cráneo en esa ardua y perniciosa tarea de contabilista forense. Total, ni Medicina Legal lo sabe, ni las ONG, ni la Fiscalía ni los uniformados, ni las hemerotecas, ni mucho menos el DANE, ¡qué va saber el DANE!, ni mi Dios paciencia, testigo silente de tantas masacres, desde la de las Bananeras que inspiraron el Macondo garciamarquiano, pasando por la de San José de Apartadó, El Aro, Macayepo, Mejor esquina, Bahía Portete, Mapiripán, El Tomate, El Salado, Bojayá, ¡por Cristo mutilado!, las de aquí, allá y acullá, la lista de muertos es interminable en “este país de cruces y calaveras” como decía doña Dilia Gonzalez viuda de Montoya; en esta patria de ataúdes, huérfanos y moscas por doquier.

Como si una estampilla con una paloma nos arreglara este luto generacional, esta zozobra, esta desazón suprema como las pústulas verbales de Fernando Vallejo cuando asoma por Colombia. Como si la firma de un tratado de paz con un balígrafo o el Himno nacional interpretado con una escopetarra lo borrara todo, así de facilito, de la noche a la mañana. Ojalá así fueran de efectivos estos detergentes.

Qué más quisiéramos que así sucediera, que en un pestañear nos olvidáramos de todo lo malo y terrible del pasado, y como en el despertar de un dulce sueño, así con los ojitos empijamados, comenzáramos una nueva vida, bonita, cantadita y decorada como los comerciales de Pepsi, con los libros terapéuticos de Walter Riso en la cabecera, las goticas florales del doctor Santiago Rojas, y los editoriales mañaneros de Fernando Londoño, Alberto Casas y Darío Arizmendi, pilares de la moral nacional.

¿Podrá haber paz para un desempleado irredento cuando repara que sólo tiene un maldito pasaje en la tarjeta de Transmilenio, y en la billetera tres recibos por vencerse en la compraventa? ¿Hará lo mismo la madre cabeza de familia en el puente del articulado de Soacha después de dos horas de tormentosa espera, de empellones y madrazos, antes de acceder al vehículo que la llevará al otro extremo de la ciudad donde se gana el sustento aseando baños? ¿Tendrá paz  en su corazón el hijo de la paciente longeva que murió en las baldosas de la sala de urgencias porque su EPS le puso trabas? ¿Vivirá en paz el humilde propietario de la panadería que se ve obligado a pagar la vacuna, previa advertencia de que le vuelvan añicos su local con un petardo? ¿O el veterano atribulado en el laberinto kafkiano de un interminable papeleo, engorrosos trámites, eterna paciencia, en busca de una pírrica pensión?  

Que tu torcaza triunfal, Chócolo, dure mucho más que la palomita que el gobierno de Santos le va a dar a los farianos a partir del armisticio habanero. Que no se vaya a cagar la plumífera encima de ese histórico documento garrapateado a la ligera, porque harán falta funerarias y carpinteros para enterrar a los muertos del posconflicto. y más allá del posconflicto, en esta nueva guerra sin treguas que nos señaló el destino mucho antes de que estas parcelas de cinco vecinos recibieran por nombre Colombia, nación emblemática del aguardiente y el machete; de la mentira, la corrupción, la mafia, el odio y la venganza, hasta la coronilla de tantas cagadas.

Si don Álvaro, el del Ubérrimo, y sus peones de brega siguen insistiendo en el ruido sincopado de las metrallas, es porque, está visto, ya tienen encendida la antorcha crepitante del acabose y la cizaña. ¿Qué ejércitos apocalípticos nos esperan? ¿Qué tridente para escarbar en el azufre? ¿Qué asmodeos? ¿Qué bárbaros? ¿Qué leviatanes?

Que Dios nos coja confesados…
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