viernes, 5 de febrero de 2016

Daniel Santos, eterno mentor de los desamparados

La estampa de luminaria del cine del Inquieto Anacobero, de quien se cumplen por estas fechas 100 años de su natalicio. Foto: zonacero.com 
Ricardo Rondón Ch.

1916 fue un año de caros y decisivos acontecimientos: la Primera Guerra Mundial estaba en sus máximos hervores. El 20 de marzo de ese año, el científico Albert Einstein publica su Teoría General de la Relatividad. Un 1° de abril, otro científico alemán diseña la primera mano ortopédica. El 2 de julio se juega en Argentina el primer partido de la Copa América, entre las selecciones de Chile y Uruguay (Uruguay supera a su rival 4-0). El 1° de octubre se funda el diario El Universal en Ciudad de México. Ese mismo año nacen, entre otras personalidades: El 22 de abril, en Estados Unidos, el prodigio del violín Yehudi Menuhin. El 11 de mayo, en La Coruña, España, el Premio Nobel de Literatura Camilo José Cela. El 9 de octubre, el actor estadounidense Kirk Douglas.  El 5 de febrero, en un barrio triste de San Juan, Puerto RicoDaniel Santos. Al año siguiente muere el poeta nicaragüense Rubén Darío.

Aquel  5 de febrero de 1916, en un vivienda humilde aledaña a la Parada 18 de Trastalleres (por los talleres del ferrocarril), del barrio Santurce, municipio de San Juan, Puerto Rico del alma, con sus callecitas en tierra, llegó a este mundo, entre rezongos ininteligibles de borrachos amanecidos y pregones de vendedores de huevos y aguacates, un morochito de ojos cariacontecidos a quienes sus padres bautizarían como Daniel Doroteo Santos Betancourt.

Así narra el célebre alumbramiento imaginario su biógrafo y cronista de marras, el escritor puertorriqueño Josean Ramos, en su recomendado libro ‘Vengo a decirle adiós a los muchachos’:

“(…) Enfocó las imágenes que le seguían más allá del tiempo recordado y alcanzó a ver junto al borde del espejo que esta vez tenía a sus espaldas a un niño inquieto y gritón que en pocos años llegaría a convertirse en el chico más malo del mundo.

Estaba ahogándose en un baño de sangre, desgarrando las entrañas de la madre que lo parió, y vio en la pared del cuartucho un Almanaque Bristol detenido en el signo de Acuario, con el nombre de San Paul Miki, y el 5 de febrero de 1916 marcado como una fecha difícil para los asuntos del alma. Junto al niño vio a un carpintero, Rosendo de los Santos, y a una costurera llamada María Betancourt.

Había nacido, en palabras del autor, “El As de los Corazones Ensangrentados”.
        
Si El Jefe viviera al día de hoy, 5 de febrero de 2016, estaría contando cien almanaques, pero muy seguro que no los celebraría, por la sencilla razón de que Daniel Santos nunca hizo fiestas en esa fecha, sino el 6 de junio, como aparece en su registro de nacimiento, en su pasaporte y en todos sus documentos. 

El melómano y coleccionista de música latina Carlos Molina Salas, notario puntual de Daniel Santos, en el Museo de la Salsa, en el Barrio Obrero de Cali. Foto: Carlos Chavarro.
De eso da fe Carlos Molina Salas, melómano caleño, ferviente admirador del Inquieto Anacobero a quien empezó a seguir desde su juventud, a los 20 años. Y Molina ya completa sesenta y seis, cuarenta y seis de ellos dedicados a su labor de coleccionista y director del Museo de la Salsa, orgullo de este género musical en la Sultana del Valle, para expertos y aficionados.

De ahí que para Molina, hoy 6 de febrero de 2016, sea un día común y corriente en su establecimiento, no obstante que emisoras, telediarios, periódicos y portales de América y de otras latitudes del planeta, dediquen sus especiales a la celebración del primer centenario del natalicio del artista más grande, polifacético y controvertido que haya dado en su historia Puerto Rico.

Calle 11B#24-44, Barrio Obrero -a diez minutos en taxi de la Plaza de Caycedo, sector emblemático de Cali-. El veterano fotógrafo freelance Carlos Chavarro, curtido en las bregas de la reportería judicial, es nuestro enlace para llegar al emporio de salsa, rumba y boleros, con más de seis mil acetatos, algunos únicos en el mundo, y un promedio de cincuenta mil fotografías, la mayoría firmadas y dedicadas a Molina Salas por figuras rutilantes de todos los tiempos.

Para no tomarse la molestia de nombrarlos a todos, que son muchos a lo largo de cincuenta años, el melómano en cuestión nos revela una fórmula práctica: “Te voy a nombrar algunos de los que nunca vinieron, o no han podido venir a Cali, y en consecuencia, a mi Museo, entre ellos: Benny Moré y Tito Rodríguez. De resto, los que quieras”.

Nicho aparte en cada uno de los tres pisos que componen el museo-vivienda, lo tiene el figurón puertorriqueño: los ochenta y siete acetatos que de él Molina ha venido acumulando, algunos inéditos como un disco de prueba, Qué tabaco malo, se llama, que Santos, por razones desconocidas, nunca lanzó al mercado, y que para su propietario es una de las joyas más preciadas de su colección.

Y no solo discos, cientos de fotografías, de sus travesías artísticas y del álbum de la familia Molina Salas, comenzando por la de gran formato a color (donde aparecen los dueños de casa, don Carlos E. Molina y doña Irma Salas con El Jefe) que se advierte en la sala, en el segundo piso, a la que se accede luego de subir los veinte escalones blancos, cada uno con impresiones del pentagrama musical. Y cualquier cantidad de souvenirs: corbatas, corbatines, calzonarias, una correa con el escudo de Puerto Rico como chapa, revistas, recortes de periódicos, tres esculturas, y hasta prendas de vestir que pertenecieron al ídolo de multitudes.

Acetatos de exhibición en tiendas de discos y librerías de Bogotá, como la Gran Manzana, donde Daniel Santos es recordado por sus seguidores. Foto: La Pluma & La Herida 
Esa larga amistad con los Molina Salas se concretó a partir de Armandito, como se conoce al hermano mayor, músico placeado en varias orquestas como Saoco y su Combo, Los Alfa 6, El Combo Safari, las Orquestas de Hernán Gutiérrez, Tirso Molina, Pacho Galán, y la tradicional de pomposos bailes de clubes en Colombia, la de Los Caribes, ganadora de quince Congos de Oro en el Carnaval de Barranquilla, con la batuta del recordado maestro Luis Núñez, quien falleció esta semana en Bogotá, a los 74 años, por padecimientos renales.

En 1959, Armando Molina Salas era un quinceañero que ya interpretaba las congas con admirable profesionalismo, y por gajes del oficio residía en Barranquilla, en la misma casa donde tocaba la Sonora del Caribe, que acompañó a Daniel Santos en varias oportunidades.

Asuntos del destino, El Anacobero y Armandito hicieron buenas migas una vez se conocieron en esa morada. Entre ires y venires, cada vez que el legendario compositor y cantante boricua, anclaba en Colombia, inmediatamente lo contactaba. El joven Molina terminó siendo su conguero preferido y hombre de confianza, hasta el fallecimiento de Santos, el 27 de noviembre de 1992, a la edad de 76 años, en un centro clínico de Miami.

Armando está próximo a cumplir 73 años y después de la muerte de Daniel, se fue a vivir a Miami. En la actualidad hace esfuerzos por recuperarse de un derrame cerebral.

Carlos Molina, su hermano en Cali, cuenta estos detalles atragantado de lágrimas, porque gracias a Armandito, el Anacobero fue huésped ilustre de su hogar, del Museo de la Salsa, hasta 1991 (un año antes de su fallecimiento), que fue la última vez que el inmortal bolerista estuvo en esa ciudad.

Santos, en las muchas veces que visitó la casa de los Molina, en el Barrio Obrero, fue solo, y otras acompañado de su panas Celio González y Leo Marini. En 1980 fue expresamente a invitar a doña Irma a una presentación de gala en el Club Latino. Y en ese mismo año, para diciembre, en el Hotel Intercontinental. El Jefe fue padrino de bautizo de Yasmeli Molina, hija de Armando, que a la fecha tiene 46 años.

Postal para la posteridad: Daniel Santos en conversación con el admirado y recordado colega Antonio José Caballero. Foto: vistazo.com
Carlos se vanagloria barajando las fotos que tiene con su ídolo. Una de ellas, en papel sepia, firmada y dedicada, que data del domingo 8 de agosto de 1971, donde se observa al jovencísimo coleccionista con el puertorriqueño de camisa playera.

-Este es un recuerdo muy bonito –dice Molina señalando la gráfica-, porque fue cuando lo acompañé con Armando a una presentación en la Caseta Matecaña, en Palmira (Valle), donde él cantó con la Sonora Matancera.

-Mire esta otra, de 1974, en el interior de un taxi, después de un concierto en la Plaza de Cañaveralejo.

-Esta… -en blanco y negro-, es del bautizo de mi sobrina Yasmile. Ahí se alcanza a ver a Leo Marini, uno de los amigos más cercanos del Jefe. Lo mismo que Roberto Ledesma. Recuerde usted que a ellos los llamaban Los Tres Ases, los cantantes que más han llenado escenarios en Colombia.

Podríamos quedarnos el resto del año repasando fotografías de pared a pared, otras archivadas en decenas de álbumes y cartapacios, unas en fundas de plástico (como las de los primeros archivos de los periódicos), otras más sueltas, a la deriva, entre escritorios, con el melancólico amarillo del envejecimiento, como una que tiene en letra menuda la marca del Laboratorio Falah, donde aparece Daniel Santos con Armandito, cualquier mañana dominguera en el Paseo Bolívar de Barranquilla. Solo les falta un raspado de tamarindo.

Barranquilla, no en vano Puerta de Oro de Colombia, por donde llegó al país la radio, la televisión, el automóvil, la aviación,  y  por primera vez, en un vuelo de la KLM, el sábado 30 de mayo de 1953, Daniel Santos, contratado por el empresario de periódicos sensacionalistas Roberto Esper Rebaje, el mismo de Almacenes Robertico, para cuya cadena el “As de los corazones ensangrentados” grabó un jingle entre disparatado y sin gracia: “Almacenes Robertico, donde usted compra como pobre y come como rico”.

El debut del Jefe en La Arenosa fue el 1 de junio de 1953, en el Teatro Colombia, con un especial en vivo en la emisora Río Mar, y full presentaciones  ante el rotundo éxito obtenido en escenarios a saber: El Tropical, La Bamba, Las Nieves y el Bolívar, con el respaldo instrumental de la Sonora del Caribe, dirigida por el genial maestro de la trompeta César Pompeyo.

Carlos Molina, veinteañero, y El Jefe, en la Caseta Matecaña, en Palmira (Valle), en agosto de 1971. Foto: Archivo particular 
No se diga más. La caja de resonancia barranquillera cundió por las ondas hertzianas de las principales ciudades colombianas: Cali, Bogotá, Medellín (donde vivió y en un sombrío cafetín del Guayaquil bravero, lo bautizaron 'El Jefe') y en ese itinerario de contratos, giras, de “voy y vuelvo, pero de una vez dejo firmado”, Daniel Santos se erigió en ídolo de ídolos, con la fanaticada más democrática del mundo, donde en taquilla era bienvenido por igual el parné del potentado y del usurero, del lustrabotas y de la ‘bataclana’, del honrado y del rufián.

Y así por años, hasta 1987, cuando ya un Daniel Santos aminorado y de cara al espejo, al Salón de los Espejos del Hotel Nutibara de Medellín, según narra Josean Ramos, muy a su pesar advirtió de que los excesos le estaban pasando de manera vertiginosa la cuenta de cobro. Se vio el cabello y los mostachos cenizos; las ojeras, reveladoras huellas del trasnocho, de la vida permisiva, de los catres efímeros, de la soledad acosadora y justiciera.

Días antes Santos había estado en Bogotá. El cronista Edgar Sierra Anaya, del diario El Espacio, aprovechó para entrevistarlo. La cita se concretó donde se alojaba, en el tradicional Hotel Tequendama del sector de San Diego. Habitación 301. Tres golpes en la puerta. Adentro se oyó un carraspeo, seguido de un ataque de tos. El bolerista abrió, saludo e indicó que era mejor bajar al lobby, porque se sentía escaso de aire en la habitación.

Ningún looby. Cantante y reportero fueron a parar al Bar Chispas. Allí Santos pidió un scotch doble. Cuenta Sierra que no llevaban más de un cuarto de hora hablando, cuando el Anacobero sacó del bolsillo de su chaqueta un cigarrillo tacado de marihuana y le prendió fuego. Media docena de pitazos y lo estrelló en el cenicero. Luego, de otro bolsillo, una cajetilla de Lucky Strike, en ese entonces, el cigarrillo preferido de los marihuaneros.

El barman, de chaleco negro y corbatín tras el mostrador, quedó paralizado. ¡¿Quién se atrevía a reclamarle algo al bolerista insigne de las Américas?! Si tenía hasta 'licencia' para ligar con la maracachafa. La penetrante humareda a pasto seco de burro viejo se subsanó con una generosa propina en dólares, un autógrafo en una servilleta, y un toquecito de hombro del afamado.

Al siguiente día, El Espacio titularía en primera página a seis columnas, con una foto de la misma dimensión: “Daniel Santos…¡De embolador a ídolo del pueblo!”. Sierra apunta que el periódico se agotó. Fue necesario escribir una nueva entrega, y una más, y otra más…
De colección: Daniel Santos interpretando los clásicos del Zorzal Criollo. Foto: Archivo particular 
En los cuchitriles de los zapateros remendones no era extraño ver en las paredes esa portada pegada con cola de ajustar suelas, al lado de las de Amparo Grisales, Dora Franco y Esther Farfán, las primeras diosas de la pantalla que se encueraron para deleite y sumisión de acalorados adolescentes y de mañosos pensionados.

El furor de Daniel Santos en Colombia cobró actividades descabelladas. El mismo diario El Espacio, en su creatividad infatigable, se craneó un concurso para buscar el doble del cantante boricua. Todos los días había que atender largas filas de aspirantes con pelucas y mostachos postizos, párpados sombreados, el rostro adusto, la mirada grave.

La mayoría de los que acudían eran embellecedores de calzado, auxiliares de albañilería, conductores de bus, mecánicos, ‘montallanteros’, vendedores informales, celadores y un considerable porcentaje de desocupados, prestos a ganarse el primer premio representado en un viaje para dos personas, con todos los gastos incluidos durante tres días, a las Islas de San Andrés. Remata Sierra Anaya que quien se lo ganó no fue por su parecido con la fisonomía del artista, sino porque caprichosamente llevaba simulada, con colorante y esparadrapo, una cortada que le atravesaba la mejilla derecha.
                   
Por Carlos Molina nos enteramos de uno de los grandes amores de Daniel Santos en Colombia, particularmente en Cali, de un extenso notariado sentimental en varias ciudades del país, incluyendo Medellín y Barranquilla. Pero antes de su revelación, el melómano advierte:

-De Daniel Santos nadie puede dar por seguro, ni el número de discos que grabó -que puede superar la cifra de los 350-, ni de las mujeres que lo amaron, ni de los hijos que se le adjudican. Eso nadie lo sabe. De eso se ha especulado mucho. De pronto mi hermano Armandito, pero él es muy serio en esos asuntos. Y de la vida privada de su Jefe, le molesta que le averigüen. Si le han achacado amores hasta con monjas, y de ahí deriva el mito de una de sus canciones más sonadas y reconocidas: Linda.

'El Jefe', en los años dorados de la Sonora Matancera, con la que estuvo en Colombia en varias oportunidades. Foto: salsomanía.com 
De ese tórrido amor del Inquieto Anacobero en la Sultana del Valle, Molina habla de Luz Dary Padredín, una de las muchachas más bellas que ha dado el Barrio Obrero en su historia, semillero de grandes salseros, reconocidos futbolistas y campeones mundiales del frenético baile.

-No es cierto que El Jefe haya conquistado a Luz Dary tan pollita, de quince años, como dicen por ahí. Él la conoció de dieciocho. Pero sí le llevaba 38 almanaques de ventaja. Y tuvo dos hijos con ella: Danilú (composición de los dos nombres de sus padres), que puede hoy tener 42 años, y David, que debe estar en los 39. Él se la llevó a vivir a Puerto Rico a mediados de los 70, y de ella solo volvimos a tener noticias a mediados de los 80, cuando vino a Cali a instalar un salón de belleza, ya que desde jovencita se desempeñaba como estilista. Tras la muerte de Daniel, en el 92, mandó a los hijos a Ocala, Florida. Y, en el 93, ella se fue a vivir a Nueva York. La última mujer que acompañó en su lecho de muerte al Jefe se llama Ana Rivera. Y es puertorriqueña.

Amores de novela, la mayoría tormentosos, otros inconclusos, unos más furtivos, pasajeros, como los de los marineros de puerto en puerto, Daniel Santos debió también merecer el apelativo del Inquieto Enamorado. Carlos Molina lo resume en frases memoriosas extraídas de sus temas preferidos, que él canturrea al tiempo que aplica la aguja del tornamesa en sus acetatos de colección: ‘Ocaso’, con el Conjunto Gran Habana, que data de 1955:
  
Para qué te encontré en mi camino/ si no ha de ser mío/ tu fiel corazón.

O, ‘Mentirosa’, también de los afectos íntimos del coleccionista, con el cuarteto de Pedro Flores, letrista insigne de Santos, vinilo fechado de 1941:

Miénteme, miénteme siempre/ no quiebres mis ilusiones/, quién sostendrá mis pasiones/, miénteme, miénteme más.

Para rematar en otra patibularia del álbum ‘Punto negro’, con el Conjunto De Sociedad, 1962:

En nuestras vidas hay un punto negro/ que nos hace imposible/ la felicidad.

Del álbum familiar de los Molina. Aparecen Daniel Santos y Leo Marini, invitados al bautizo de Yasmile Molina, hija de Armandito. El Jefe fue su padrino. Foto: Archivo particular
Tras la barra del Museo de la Salsa, con sus cuarenta y cinco mesas en forma de acetatos, donde ha compartido en noches de antología lo más selecto de la cofradía de coleccionistas, investigadores y aficionados a la música latina, Carlos Molina Salas, con el cabello abundante y cenizo que le da un cierto aire a Johnny Pacheco de Fania All Star, no cesa de sacar acetatos, carátulas raras, antiquísimas pero cuidadas con esmero, de la inagotable  producción de Daniel Santos, que grabó de todo: salsa, guarachas, pachangas, porros, merecumbés, canción social, boleros antillanos y rancheros, acompañado de mariachis, hasta tangos, como el homenaje que le hizo a Carlos Gardel, clásicos del Zorzal Criollo, del sello Orfeón, 1966. Otro, a Gabriel García Márquez. Ni hablar de sus grabaciones especiales con Orlando Contreras, Títo Cortés, Juio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, entre tantos.

-¿Quiere  tomarse un whisky?-, invita Molina señalando en el exhibidor de espejos una botella de Old Parr.

-No, gracias, maestro. Con todo lo que usted atesora en música, en especial de Daniel Santos, no faltan ganas. Pero ahora, no. Igual, con esta melodía, no puedo estar más embriagado.

-Aquí vino varias veces Antonio José Caballero, gran periodista, y un gomoso de la música cubana y el bolero-, prosigue Molina. A él le encantaba el buen ron y el whisky. Alguna vez estuvo acompañado del Paché Andrade, otro entendido cultor de estos géneros y estuvieron dos días escudriñando discos, tomando apuntes y disfrutando de la buena música. ‘Toño’ tenía muy buen gusto y sabía. Y debió dejar una cantidad de música, en todos sus formatos, porque siempre que iba a Cuba, a Nueva York o a Puerto Rico, se aprovisionaba.

Carlos Molina con una las congas de su hermano Armandito, músico y compañero de bregas por más de 50 años del célebre artista puertorriqueño. Foto: La Pluma & La Herida
El reportero gráfico Carlos Chavarro aprovecha una pausa del coloquio para hacer una petición.

-Maestro Molina, póngase ‘Esperanza inútil’, por favor…

La ordenanza no se hace esperar. Molina repunta:

-Es de los clásicos, y en consecuencia, de los más solicitados. Ahí va, pues…

Saca el vinilo de una carátula donde aparece un Daniel Santos aún sin canar, con un foulard entre una camisa blanca de cuello sanforizado, y un chaquetón azul topacio. Aunque el cartón no referencia una fecha, Molina aduce que ésta puede ser una versión de principios de los años 70, original del compositor boricua Pedro Flores, que para Santos compuso una extensa lista de melodías, de las más conocidas, ‘Despedida’, ‘Borracho no vale’, ‘Linda’, ‘Celos’, ‘Obsesión’, ‘Perdón’, ‘Amor perdido’, entre otras.

Esperanza inútil/ flor de desconsuelo/ porqué me persigues en mi soledad/ porqué no me dejas ahogar mis anhelos/ en la amarga copa de la realidad.
Portada de su biografía novelada

Los nefastos versos de Flores hacen evocar al cronista los tiempos de su juventud, cuando descubrió a Daniel Santos en la rocola del desparecido Café de Billares El Grán Clásico (carrera 8°, calle 18, hoy convertido en parqueadero), donde a partir de las once de la mañana, el Premio Nobel de este deporte, Mario Criales, nacido en Aracataca, Magdalena, realizaba su habitual exhibición de carambolas al 'Cuadro' y 'Fantasía'.

Su hijo, Marcos Criales, lo reemplazaba cuando el viejo billarista, por invierno matutino o por cualquier dolencia, no podía acudir a la cita. Marcos, barranquillero, abstemio y dicharachero, pese a una diabetes mellitus en crescendo que lo llevaría a la tumba, imitaba las voces de Juan Caballero en su recordada propaganda radial de “¿tiene cuchillas Gillette para la afeitada? Recuerde que en el baño no las puede encontrar”; la del narrador y comentarista de hípica Gonzalo Amor, asiduo ‘pato’ del café; y la de Daniel Santos, con un dejo mortal en ‘Virgen de media noche’ que, desde el fondo de la última mesa match de billar francés, llegaba a los ventorrillos ambulantes de la acera.

Ahí comencé a tomarle gusto y dolor por igual a la puñetera existencia, con el cancionero de El Jefe en la barriga preñada del traganiquel y una buena porción de monedas de veinte centavos, para corroborar y satisfacer con el tiempo que Daniel Santos, por su origen humilde, sus dramas y tragedias sentimentales, su impostura, sus excesos, sus carcelazos, su temperamento fuerte, su espíritu revolucionario (tan mamerto que le compuso letras al cura guerrillero Camilo Torres) y sus letras heridas y suplicantes remojadas en licor, no era más que mentor y alcahuete de desamparados, meretrices y descarriados, albacea del infortunio y la desesperanza.

Todo esto le narro a Carlos Molina Salas al tiempo que él me extiende la primera biografía novelada de Daniel Santos, ‘Vengo a decirle adiós a los muchachos’ (Intermedio Editores, 1991), narrada por su jefe de prensa y asesor de imagen de toda la vida, y de sus cataclismos como ser humano y como artista, el escritor puertorriqueño Josean Ramos. La carátula lo dice todo: La soledad del Jefe reflejada en un espejo iluminado de camerino, que a su vez es la reproducción metafísica de todos los espejos, los empañados y los condenatorios, que cumple al pie de la letra con el epígrafe de Jorge Luis Borges:

Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro paredes de la alcoba hay un espejo, ya no estoy solo. Hay el reflejo que arma en el alba un sigiloso teatro.

Y eso era Daniel Doroteo Santos Betancourt: un actor atribulado de nostalgias y fantasmas en el teatro más desolado de la noche.

¡Salud!, por la primera centuria del Anacobero.

Lea: Daniel Santos, el Gardel de la música Latina. Entrevista con el investigador y coleccionista Hernando Gómez: http://bit.ly/1od1445    

Mix de Daniel Santos, concierto en Caracas: http://bit.ly/1TJa9xF
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