domingo, 22 de noviembre de 2015

Mario Echeverri, el as de copas del Café Mercantil

Mario Echeverri Baena, 40 años al frente del Mercantil, su cafetín, en pleno corazón de Bogotá. Foto: La Pluma & La Herida
Ricardo Rondón Ch.

Mario Echeverri Baena tiene sesenta y cinco años, dos operaciones de corazón abierto, diez cateterismos, dos hernias cervicales, un matrimonio de cuarenta y cinco años, tres hijos, cinco nietos, un bisnieto, y cuatro décadas detrás del mostrador del Café Mercantil, ícono de la bohemia bogotana, con sesenta años de historia.

La sangre que a contracorriente bombea el trajinado miocardio de Mario tiene que ver con el encabronado apego por su cafetín. Este personaje, oriundo de La Unión (Antioquia) -que hubiera merecido un capítulo en la novela Aire de tango, de Manuel Mejía Vallejo–, llegó al Mercantil en 1974, recomendado por un pariente suyo, amigo de los socios Arango y Mora, quienes en ese entonces regentaban el local.

En su primera sede, en la calle 22 Nº 6-73, el Mercantil era una suerte de fonda paisa en el corazón capitalino, cuando los bogotanos aún vestían de terno, corbata, sombrero y gabardina, y los griles, billares y cafés solo cerraban una hora para levantar asientos, asear, reportar inventario y entregar turno. Allí Mario comenzó a trabajar como cajero.

Don Gonzalito, 90 almanaques,  uno de los clientes más veteranos del Mercantil, todos los días es recibido de beso en la frente por Teresa Ortiz. Foto: La Pluma & La Herida 
De esa época, Mario ha oficiado como ‘sicoanalista’ de cientos de copisoleros de todos los pelambres, errabundos sin puerto, parroquianos de escampadero, y más de 500 mujeres de fichas y copas, compañeras incondicionales de una clientela dispar macerada en tinto mañanero, música del recuerdo, chorros interminables de lúpulo y anís, y murmullos y secretos de la noctambulidad.

Mario lleva camisa remangada y desabrochada hasta la mitad del esternón. A través de la prenda se alcanzan a ver las cicatrices de sus operaciones, entre un ramal de vellos cenizos. Tiene el acento paisa intacto y recio, con la verborrea corrosiva de su raza arriera, la de sus ancestros, la de su padre Jesús Antonio Echeverri, vendedor de cigarrillos en cantinas y bares de Medellín, como el Tíbiri Tábara, El Árabe y La Gayola, este último conocido como El Puñaladas.

En punto de las once de la mañana marca tarjeta en el Mercantil para abrevar tinto el novelesco Robert Lemke Goldsmith. Foto: La Pluma & La Herida
De su billetera, Mario extrae una tarjeta de control plastificada que él atesora como la credencial debutante de su oficio. Por esa época, como lo registra el documento, un trago de whisky o de brandy valía $6.00; uno de ginebra o vino $10.00; el de ron o aguardiente $2.50; las cervezas Águila, Club, Pilsen, Costeña, Dorada, Extra, Bavaria y Germania $3.00; los cigarrillos americanos como el Marlboro $9.00; los nacionales, Andino, Nevado, $4.00; President, Pielrroja y Nacional $1.50; las gaseosas 0.80 centavos, lo mismo que el Alka-Selzert; el Mejoral y la caja de fósforos 0.30 centavos; una botella de ron $100 y una de aguardiente $70. Abajo, el eslogan, en letras reteñidas, señala: “Su cultura es base para nuestra atención”.

El Mercantil era uno más en el amplio y próspero territorio de cafés capitalinos atendidos por coperas, algunos con billares, de tiro largo, la mayoría desparecidos como el Americano, el Lima y el Pijao (donde Mario trabajó como garitero), el Okey, el Niza y el Café Colombia, de los más antiguos en Bogotá; el Escocia, el Partenón, el Café Club Río Sena, donde fue garitero el tristemente célebre Gonzalo Rodríguez Gacha, alias El Mexicano; el Príncipe, el Roma, el San Miguel, el Vesubio, el Champion, el Grancolombiano, el San Francisco, el Mirador, el Pentágono, el Toboso, el Ramírez, el Ángel Azul, el Granada, el Supremo, el Dólar, la Paz, el Sinfonía, el Palatino, el Windsor, el Europa, el Aventino, el Hamburgo, el Centauro, el Victoria, el Machu Picchu, La Academia, los emblemáticos Café Pasaje y San Moritz, y el Gran Clásico, que era el café de Mario Criales, campeón sin rival de carambola al cuadro y fantasía, hace años transformado en parqueadero.

Myriam Pérez lleva veinte años compartiendo copas en las legendarias mesas del Mercantil. Foto: La Pluma & La Herida
El Mercantil me sedujo desde el principio por razones contundentes. Una, el inmejorable tinto, el más económico que uno pueda encontrar en Bogotá, servido en pocillo de pedernal con azucarera, y no en vaso desechable de cartón con sabor a pegante. Otra, la atención directa de su propietario, que luego de años de trabajo como cajero y administrador, terminó comprando el establecimiento en 1994. Y, una última, el buen gusto musical, la melodía de antaño, el tango sobre todo, que después de mediodía marca la banda sonora de una jornada, entre farolitos mustios, que se prolonga hasta la madrugada.

Yo estaba picado por el tango desde la infancia, cuando observaba a mi padre -de los primeros topógrafos que tuvo Carreteras Nacionales- entonarlos mientras se afeitaba. Recuerdo sus preferidos: Uno, en la voz de Alberto Gómez, que narra el drama consuetudinario de amar sin ser correspondido, y con Uno, Garufa, Naranjo en flor, Cambalache, Tomo y obligo, Percal, Cuartito azul, La última curda, Nada, Tres amigos, Dilema, Sur, y la estimable y rotunda discografía de Carlos Gardel, comenzando Por una cabeza.

De izquierda a derecha: Jaime Cortés, Elberto Uribe y Manuel Pérez, pensionados del periódico El Tiempo, en remotas épocas. Foto: la Pluma & La Herida 
Todas estas melodías brotaban de un traganíquel de teclas que yo activaba y repetía con monedas de 20 centavos hasta aburrir a los demás contertulios. Finalizaba la década de los 70, y quien escribe estas líneas era un joven triste y desgarbado, con el corazón roto por una estudiante del Colegio María Auxiliadora. Una y otra vez presionaba la clave C-15, para retomar el acetato de 75 revoluciones con un tango insufrible que me taladraba el pecho: Colegiala, en la voz del cantor chileno Pepe Aguirre.

Linda muchachita / de cara de rosa, / tú la más bonita, / tú la más hermosa. / Linda colegiala / de los ojos negros, / mujer de mañana, / ven te ruego yo. / Loco me decían mis amigos / porque te quiero de veras, / no saben los que murmuran de mí, / lo grande que es mi pasión…

Muchos años después y con toda la fama adquirida de Pepe Aguirre, el sureño -cuenta Mario Echeverri- terminó alcoholizado y perdido en las calles bogotanas. Varias veces llegó al Mercantil a cantar por una copa, y Echeverri, desconcertado y enfurecido, le echaba cualquier peso en el bolsillo y lo arrumaba en un taxi rumbo a una pensión de paso. Se le hacía imposible que semejante figurón del tango, que llenó escenarios como el del Jorge Eliécer Gaitán, anduviera de tumbo en tumbo, en una miseria rastrera, por culpa del vicio y la degradación.

Como para la portada de un disco de tangos, don Enrique Aldana, geotecnólogo bogotano, uno de los asiduos clientes del Mercantil. Foto: La Pluma & La Herida 
No corrieron la misma suerte artistas que por ese entonces coincidían en el Mercantil: Óscar Agudelo, el recordado Alberto Zapata de El Esquinazo, o Raúl Santi, que Mario narra, respaldó cuando era un completo desconocido, y ya impuesto en el cartel del reconocimiento, le volteó la espalda con el argumento de que si él no había vuelto por el café, era porque sencillamente se le dañaba su imagen.

Óscar Agudelo, el sastre y mentor de melodías lacrimógenas y descorazonadas, nacido en Herveo (Tolima), estaba en el furor de su Cama vacía y otros éxitos de repertorio como China hereje, Farolito, Desde que te marchaste, Hojas de calendario, Mujer ingrata, Esos tus ojos negros y El Redentor, y no fallaba en el Mercantil a su cita de tinto y tertulia, por lo menos tres veces a la semana.

Por esa época, Agudelo regentaba su establecimiento nocturno, el ‘Óscar Show’, ubicado en la calle 16 entre carreras 13 y Caracas, frecuentado por artistas de la talla de Julio Jaramillo, Olimpo Cárdenas, Lucho Bowen, y personalidades de la farándula criolla como Fernando González Pacheco, Hernando El Culebro Casanova, Héctor El Chinche Ulloa, y Billy Pontoni, que era el imberbe de la patota, apadrinado por Pacheco.

El sargento de caballería José Naim Santamaría, muy tieso y muy majo, acompañado de Jenny López, la copera más pollita del Mercantil. Foto: La Pluma & La Herida
Hace un año, para un perfil que estaba escribiendo sobre él, llevé a Óscar Agudelo al Mercantil, y en ese trámite de reminiscencias, después de varios lustros, reconoció la vieja rockola preñada de páginas dolidas del pasado, las suyas, el cariño de los contertulios que se pararon de las mesas para saludarlo y pedirle el favor de hacerse fotos con él, y el recorderis de Mario Echeverri, treinta años atrás, cuando los curtidos bohemios no corrían peligro al salir de un café a otro, y a otro más, en ese itinerario aventurero de querer devorarse la noche entre copas, señoritas de vestidos vaporosos y marcado rouge, y esperpentos de arrabal.

Agudelo apretó los labios y no pudo evitar que se le escapara una lágrima. Echeverri saldó esa cuenta de la nostalgia con La cama vacía y su sentida versión de Niebla del riachuelo, letra de Enríque Cadícamo. Aquella tarde, el viejo cantor de Herveo se tomó tres tintos y una infusión aromática, y como pavo mimado de corral terminó contando anécdotas rodeado de parroquianos y admiradoras.

El libro de cuentas y las famosas fichas de trueque, contabilidad oficial de tintos y copas en la sexuagenaria historia del café Mercantil. Foto: La Pluma & La Herida
Con un decorado que no va más allá de lo auténtico y testimonial de la rancia antioqueñidad, el Mercantil conserva su estilo de toda la vida. Todo allí es vetusto, de antaño, y el inventario, a vuelo de pájaro, da cuenta de carrieles paisas y botas taurinas; teléfonos de disco y monedero; lámparas de petróleo marca Coleman; rejos y zurriagos, faroles por doquier; el antiguo aviso luminoso de la desaparecida cerveza Karla que identificó por mucho tiempo la razón social del establecimiento; los mosaicos en blanco y negro de Marilyn Monroe, los afiches y retratos de Gardel y otras figuras del tango, la portada de un disco de Libertad Lamarque, dos poster del Charrito negro, un pendón de la compositora y cantante tolimense Olga Walkiria; una foto del Metro de Medellín; el tesoro invaluable que para Mario representa la victrola de la RCA Víctor y la caja registradora NCR, con más de 50 años de antigüedad, al igual que la vieja greca curada del mejor café de Colombia, según Echeverri, La Bastilla, procesado en Medellín, que no cesa de surtir tinto al por mayor.

El decorado del Mercantil resume objetos como el traganiquel, la victrola y los teléfonos de disco, entre otros souvenirs de antología. Foto: la Pluma & La Herida 
Hace treinta años, después de haber probado oficios improbables como mensajero de comisionistas de esmeraldas, vendedor de chance y rifas de café en café, y de libros viejos y cachivaches en los mercados de las pulgas, además de cantor de tangos y declamador del Romancero gitano, y de poemas populares en bares y tascas taurinas, me embarqué en la aventura del periodismo y Mario Echeverri Baena fue mi fiel mentor en lo que acontecía o dejaba de suceder en el centro, toda clase de episodios macabros y funestos con los que nutríamos las páginas del diario El Espacio: el crimen del día, el desalojo a un inquilinato de travestis, la redada repentina a una tropilla de jovencitos prostitutos en Terraza Pasteur, la captura de un mafioso en ciernes, acompañado de una mujerzuela en una de las whiskerías del desaparecido pasaje de la calle 24 con 7°; el homicidio de un esmeraldero dentro de su Nissan Patrol, etc.

De ahí que no era una rareza hacer los consejos de redacción en el Mercantil, entre sorbos de tinto e infusiones aromáticas, generalmente los miércoles después de las cinco de la tarde. Y, los viernes, después del cierre de la edición de Bogotá, promedio ocho de la noche, con los compañeros de la fuente judicial: Eric Palacino, John Cerón, Cabeto González, Alejandro Monroy, Ricardo Cubillos, María Esperanza Arias (editora del consultorio sexual), Juan Carlos Buitrago, Toscano, el caricaturista;  el infaltable Héctor El Gato Gómez, sabueso viejo y mañoso del crimen callejero; Andrómeda, astrólogo de planta, y el avezado reportero gráfico Juan Carlos Calderón, que antes de su prematura muerte a los 33 años, en un absurdo accidente casero, daba pruebas fidedignas de su amor por el Mercantil con sus visitas permanentes en el día y en la noche, porque vivía solo en un apartamento a escasos pasos del local, en la carrera 10° con calle 21, en un edificio centenarista donde Sergio Cabrera, si así lo quisiera, podría filmar la segunda parte de La estrategia del caracol.

Doña Chavita Ortiz, esposa de Mario Echeverri, fiel custodia del viejo mostrador del Mercantil. Foto: La Pluma & La Herida
También era costumbre ver en puntillas de las once de la mañana y de las cuatro de la tarde al fotógrafo Manuel H. Rodríguez, memoria instantánea de la Bogotá en blanco y negro, con su melena alborotada de Albert Einstein, siempre circunspecto, degustando su humeante tinto sin pronunciar una sílaba, a veces, cuando se le saludaba afable, esbozando la misma sonrisa que por más de medio siglo fue su sello en el callejón de la Plaza de Toros de Santamaría, en los actos públicos como las posesiones de alcaldes o presidentes, o en la reportería de a pie, hasta sus últimos años, más de 80, cuando desatendía la recomendación de su familia por enfermedad, y salía a paso cansino por las escaleras de madera de su laboratorio de la calle 22 con, presto a cubrir, maletín al hombro, el hecho del día.

En las mesas del Mercantil han compartido figuras de la política como el ‘eterno’ senador Víctor Renán Barco, el ideólogo del M-19 Sergio de la Espriella, el abogado y líder conservador Gilberto Alzate B. -quien arguye Echeverri Baena, no volvió al café luego de haberle firmado un vale por sesenta pesos-, las artistas Olga Walkiria y Lady Juliana, y el ídolo del despecho Jhonny Rivera, entre otros.

La primera etapa del Mercantil, luego de 56 años de despachar en la calle 22 Nº 6-73, llegó a su final en abril de 2011, a raíz de la persecución de Amanda Ariza Romero, asesora jurídica de la Alcaldía de Santa Fe, al administrador del negocio, Sandro Echeverri Ortiz, hijo de Mario. Asegura Sandro que el hostigamiento de la funcionaria no pudo ser más incisivo y encarnizado.

Una bella sonrisa a flor de labios seduce de entrada al visitante que aspira a disfrutar de la bohemia y la tertulia, que a diario se cuece en el Mercantil. Foto: La Pluma & La Herida
Esa amenaza reiterativa de desalojarlos del negocio repercutió en un nuevo bajonazo de salud de su padre, quien estuvo varios días en cuidados intensivos por una crisis cardíaca. La abogada en cuestión acusó al Mercantil de burdel, de alterar la paz y tranquilidad ciudadana, cuando señala Sandro que jamás, hasta esa fecha, el café había sido sellado por inspección de policía, ni se habían producido en su interior alteraciones de ninguna índole.

Pero la funcionaria estaba decidida a acabar de una vez por todas con el establecimiento: les exigió licencia de construcción y uso de suelo, también uniformes para las empleadas, una renovación total del decorado costumbrista, les hizo cambiar tres veces los orinales, y hasta la mascota de Sandro, un gato angora, resultó damnificada cuando la doña ordenó implacable expulsarlo del local. El animalito le fue regalado a una de las empleadas, pero murió de pena moral a los dos meses. Para rematar, les canceló la venta de cerveza y licor, y el negocio solo quedó autorizado para expender gaseosas, tinto y aromáticas. De modo que la quiebra se les vino encima.

Mario Echeverri, doña Chavita Ortiz y Sandro Echeverri, la familia en pleno del Café Mercantil. Foto: La Pluma & La Herida
Fue el empresario manizalita Guillermo Castro, amigo de toda la vida de Mario Echeverri, quien les dio una mano ofreciéndoles en arriendo un amplio local en el segundo piso de la calle 22 Nº 9-23, donde hasta hace unos años funcionó La Barra, renombrada tasca taurina, punto de encuentro de políticos, periodistas, faranduleros, lagartos de cuello tieso y, por supuesto, el gremio taurófilo.

De esa fecha, hace ya cuatro años, funciona allí el Mercantil, ahora con el nombre de cafetín, con sus clientes de toda la vida que ya pasan de los 80 años, como la terna de pensionados del periódico El Tiempo: Manuel Pérez Soto (82), Elberto Uribe López (73), Jaime Cortés (84) quienes, apoyados en sus respectivos bastones y asidos a la baranda, ascienden los quince escalones de lámina de hierro para acudir a su cita tintera de las once de la mañana.

"¿Sí están bien atendidos o les falta algo?", es la pregunta rigurosa de Mario a su clientela de años. Foto: La Pluma & La Herida  
Vecino de los anteriores, con asiento adjudicado, el rostro lánguido y cetrino de don Luis Enrique Aldana (73), geotecnólogo y analista de tierras, que marca tarjeta en el café desde 1969. Junto al mostrador, fijo a las diez de la mañana, ubica su encorvada figura quien podría ser la encarnación de Maqroll El Gaviero, de Álvaro Mutis: Robert Lemke Goldsmith (65 años), poseedor de una biografía novelesca y laberíntica por ciudades, mares y puertos del mundo, hijo de un matrimonio franco-belga, quien dice haberse extraviado de su progenitora a temprana edad.

Robert, que asegura ser cliente del Mercantil de hace 45 años, pernocta en un cuarto de un viejo edificio del barrio San Bernardo -vecino del antiguo hospital de La Hortúa-, por el que paga $60.000 mensuales. Almuerza con un corrientazo de $1.700 en el restaurante más económico de Bogotá, La araña negra, ubicado en la calle 5° entre carreras 11 y 12. Dice haber sido agricultor, constructor, pintor de brocha gorda, mecánico de turbinas de la Fuerza Aérea Americana, profesor de inglés y de ciencias agropecuarias. Sostiene haber tenido muy joven una relación forzada con la mamá de la artista barranquillera Shakira, dizque para “purificar su raza”. A Robert le encanta, además de la aventura, el brandy, la ginebra y el cigarrillo Montero. Por la noche, cuando llega de sus insospechadas andanzas, enciende un cacho y se solla la melodía de sus compositores preferidos: Antonio Vivaldi y Doménico Scarlati.

Murmullos y secretos de la noctambulidad bajo el lánguido candil de farolitos mustios, baladas, tangos, rancheras y boleros, banda sonora del Mercantil. Foto: la Pluma & La Herida
O don Gonzalo Cárdenas, don Gonzalito, el mayor del kindergarden del Mercantil, jubilado de la Administración Postal, recién cumplidos 90 años, 45 de ellos de copiosa visita al entorno de sus añoranzas, que todos los días, de lunes a sábado, a la una de la tarde, es recibido con un beso en la frente por Teresa Ortiz (por eso del soneto de Eduardo Carranza: Teresa en cuya frente / el cielo empieza / como el aroma en la sien de la flor…), la guapa y diligente santandereana que lleva dieciséis años atendiendo las mesas del antológico local.

Que se sepa, sostiene Mario, nunca ha habido un episodio qué lamentar en los cuarenta años que lleva al frente de su negocio. Me consta, y estoy seguro que se corren más riesgos y peligros en cualquiera de los bares puppy que pululan en el Parque de la 93 o en la Zona Rosa.

Que lo diga el sargento primero de caballería José Naim Santamaría Vega, de Jumbo, Valle, jefe de seguridad en activo, galán de riguroso terno raya de tiza, gourmet y poeta, que concurre al Mercantil desde 1976, y que, en esta media tarde de un jueves soleado de agosto comparte libaciones etílicas de ajenjo y champaña con Myriam Pérez, la copera más antigua del café (20 años a su servicio), y con la veinteañera Jenny López, la más pollita del corral, y que ya copetón de aguardiente sigue el compás del tango Nada, en la portentosa voz de Raúl del Mar, con la orquesta de los Caballeros del Tango.

Sabe el militar en cuestión que dos tragos más serán suficientes, que cancelará la cuenta y se despedirá de abrazo de Mario Echeverri y de su querida esposa doña Chavita Ortiz, y que Myriam y Jenny, sus alcahuetas de bohemia tanguera, lo dejarán con el taxista de confianza previamente avisado, le abrirán la puerta y le estamparán un beso en cada mejilla, como es la costumbre con los viejos clientes, que más que eso, concluye Mario, son como de la familia. 

Al fondo, en el escaparate de su tanguedia, el as de copas del Café Mercantil continúa en su rutina de moler melodía. Pincha un nuevo disco, abreva un sorbo de café, y en el rancio salón queda navegando el bronco rumor de Maldito Cabaret, en la voz del Caballero Gaucho.
   
*Esta crónica hace parte del libro El impúdico brebaje, que recopila historias alrededor de los cafés más tradicionales de Bogotá, entre 1866 y 2015, trabajo de edición de Mario Jursich Durán, director de la revista El Malpensante, con investigación de Alfredo Barón, Nubia Lasso y Julieth Rodríguez, fotografías de Margarita Mejía, con apoyo de archivos nacionales, distritales, periodísticos y de familia, y reconocidas plumas como las de Eduardo Escobar, Jota Mario Arbeláez, Héctor Abad Faciolince, Juan Esteban Constaín, Darío Jaramillo Agudelo, Ricardo Silva Romero, Juan Gabriel Vásquez, Rosario del Castillo, Jaime Andrés Monsalve, entre otros. El libro es el resultado del programa Bogotá en un café, que hace parte del Plan de Revitalización del Centro de Bogotá, dirigido por el Instituto Distrital de Patrimonio Cultural.
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