sábado, 20 de junio de 2015

Gilberto Romero: la silla vacía de un campeón de peluquería

Gilberto Romero le dedicó 56 de sus 70 años al oficio de la peluquería. Foto: La Pluma & La Herida 
Ricardo Rondón Ch.

Como solía hacerlo a menudo, el sábado 13 de junio de 2015 - víspera de su fallecimiento-, el veterano y reconocido peluquero Gilberto Romero Bernal, al filo de las cinco de la tarde y después de una ardua jornada, salió a tomar un respiro a la banca de lámina ubicada en el corredor, al frente de su establecimiento, en la segunda planta posterior del centro comercial Metrópolis.

Allí se encontró con José Cortés, otro profesional del embellecimiento capilar, vecino de su negocio, a quien conocía de treinta años atrás y empleó en distintas etapas.

-Estoy cansado, le dijo Romero Bernal a su colega, pasándose la mano derecha por la frente. Creo que ahora sí voy a tomar unas merecidas vacaciones.

Cortés sonrió porque se tomó el apunte en broma. Sabía que la de su amigo de bregas peluqueras era un propósito reiterativo que ni su propia familia se lo creía: de los setenta años que había cumplido el pasado 24 de diciembre, cincuenta y seis los había dedicado al oficio, y no más de cinco días, cada dos o tres años, los disfrutaba con sus seres queridos en casa o en un balneario cercano a Bogotá.

Queda claro que, a una edad considerable como la suya, al tres veces campeón nacional de peluquería y finalista en una justa mundial, lo vapuleó la adicción al trabajo. Con el humor ácido que lo caracterizaba, el  septuagenario peluquero solía recalcar que el verdadero descanso venía después de la muerte. Que el tiempo de vida era relativamente corto y que había que aprovecharlo al máximo.

Esto agregado al amor desmedido por la profesión, la responsabilidad y el cumplimiento con su clientela, y con los suyos, en especial con su querido nieto Juan Sebastián Salas, un adolescente empecinado en seguir los pasos de su ídolo James Rodríguez.

Con la puntualidad del plateado reloj suizo que siempre llevaba en su muñeca izquierda, don Gilberto, como lo conocían sus numerosos clientes, salió el domingo 14 de mayo de su casa de Villas de Granada (noroccidente de la capital), bien de mañana, a acompañar a su pupilo al habitual entrenamiento en la Escuela de Fútbol Maracaná, en el municipio de Cota.

Ese día, también tenía previsto, en horas de la tarde, como lo hizo durante dos décadas, ir arreglar la tumba de su hija Fanny Esperanza, fallecida a los trece años por lupus. Su sobrina, Julieth Romero, también estilista, argumenta que le oyó decir: “Ahora sí me voy a encontrar con mi patojita, porque le fallé el pasado domingo”.

La promesa no pudo ser más efectiva: camino a la cancha donde cada domingo entrenaba su nieto, Romero Bernal se desvaneció. El jovencito, desconcertado, llamó inmediatamente a su abuela, doña Flor González, pareja de don Gilberto durante cuarenta y un años. Los esfuerzos del personal médico del Hospital de Engativá fueron infructuosos. El parte en el certificado de defunción se remitía a un fulminante aneurisma intracraneal.

La silla vacía de don Gilberto, en el salón donde atendió a sus clientes en los últimos 30 años, en el centro Comercial Metrópolis. Foto: La Pluma & La Herida 
Así comenzaba la leyenda del querido y admirado peluquero de época, miembro de una numerosa familia campesina de Cachipay (Cuncinamarca), que viendo frustradas sus ilusiones de ser una figura del toreo para librar de la pobreza a sus padres y once hermanos, se afincó a la peluquería como estrategia de supervivencia a la edad de catorce años, la misma que aprendió viendo con atención a don Serafín, el peluquero más longevo del pueblo.

Con los años, Gilberto Romero Bernal trascendió como uno de los peluqueros más solícitos en la Bogotá de los años 60 y 70, en sus inicios profesionales a órdenes del inmigrante italiano Enrico de María Manceli, pionero de la peluquería moderna en Bogotá, propietario de la Barbería Enrico, al norte de la capital, por donde desfilaron presidentes de la república, entre ellos Julio César Turbay Ayala y Virgilio Barco, personalidades de la cultura como Álvaro Castaño Castillo, Abelardo Forero Benavides y Otto Morales Benítez, y directores de diarios de amplia circulación nacional como don Hernando Santos Castillo, de EL Tiempo, y Jaime Ardila Casamitjana, de El Espacio, entre otros.

Animado por ahorros de años, y ante la expectativa de montar una peluquería con su rúbrica, Romero Bernal abrió su primer local en Unicentro, con afortunados resultados, entre ellos, los primeros lugares en los torneos de peluquería que programaba el mismo gremio, respaldados por acreditadas firmas patrocinadoras.

De Unicentro pasó a Bulevar Niza. Y de ahí, hace treinta años, a Metrópolis, primero en el local 266, para quedarse en definitiva en el 236, en donde estuvo laborando con vocación religiosa hasta el pasado sábado 13 de junio. Recuerda doña Flor, su compañera inseparable en la peluquería, y en las buenas y en las malas, que los últimos tres turnos los hizo con los hijos  del comerciante Jesús Díaz, apenas uno de la larga lista de clientes de años de Gilberto Romero Peluquería, incluido don Eduardo Cañón Cubillos, director de las divisiones menores del Santa Fe.

Don Gilberto laboraba ininterrumpidamente de lunes a sábado, de las nueve de la mañana a las siete y treinta de la noche. A veces, por demanda, alargaba el horario más de lo presupuestado. No obstante el exceso de trabajo, nunca se le veía contrariado o indispuesto. Su chispa a flor de labios siempre tenía un apunte oportuno para sus empleados o contertulios: “Hay que tomar la vida como llegue, pero sacarle el máximo provecho, porque hoy estamos, mañana, no”, era la frase que más se le oía.

Solidario con su gremio, Romero Bernal se dolía de las duras y las maduras que pasan los peluqueros de época, ya por falta de oportunidades y garantías a su trabajo, la carencia de seguridad social, y el escaso rubro que les queda al diario, en caso de ser contratados.

“Un peluquero o una manicurista a la contrata, por bien que les vaya al final de una jornada, no alcanzan a redondear veinte mil pesos. ¿Y eso para qué alcanza? Además el gremio hoy por hoy está más desunido que nunca. Es el único trabajador en Colombia que no cuenta con un sindicato que lo respalde, o en últimas, lo rescate”, decía.

Él mismo y en su peluquería como sede, intentó organizar un primer comité para una futura asociación de peluqueros. Lo hizo hace tres años. Ninguno de los cuatro colegas de vieja data que convocó asistió a esa reunión, pactada después del horario laboral.

Aun así, insistía en sus bondades, como cuando merodeaba por su local un octogenario peluquero caído en desgracia que había trabajado con él, a quien socorría de vez en cuando con un almuerzo o algún dinero para pagar el alquiler de una humilde habitación.

Fijado a la tradición de los viejos peluqueros bogotanos, por don Gilberto Romero, el cliente de turno -que antes de ocupar la silla recibía un ejemplar de El Tiempo-, se enteraba del acontecer del país, el personaje del día, las trapisondas del contratista corrupto, los altibajos del proceso de paz, el crimen o el accidente de última hora, las hazañas de la Selección Colombia, o los triunfos y descalabros de su América del alma, de quien se consideraba un hincha hasta la médula.

Compungidas y de luto sus empleadas, entre ellas, Lola Guillén -al centro- que conocía a don Gilberto de hacía 45 años. Foto: La Pluma & la Herida
En tiempos de tersa juventud, organizó y patrocinó torneos de microfútbol, y con ese mismo pulso respaldó y puso en circulación la revista Moda 2000, una curiosa mezcla de fútbol y peluquería. Por eso, cuando descubrió las habilidades con el balón de su nieto Juan Sebastián, las mañanas de domingo, desde las 5:30, cuando apartaba cobijas, eran invertidas en el aliciente del muchacho. De fútbol se iban hablando en la flota camino a la escuela de entrenamiento. Y de fútbol terminaban conversando a la hora de la cena.

En el segundo piso de la funeraria El Recuerdo, al frente del Hospital Científico San José Infantil, el silencio y los rostros cabizbajos de los familiares sintetizan el enorme vacío que ha dejado don Gilberto. Doña Flor, la viuda, tiene los párpados abotagados de tanto llorar. Lo mismo que Olivia, una de las hermanas mayores del difunto, a quien trata de consolar Adriana Cruz, su hija.

En otro espacio de la fúnebre estancia, las hermanas Julieth y Carolina Romero, sobrinas de don Gilberto y estilistas de profesión, unen rezos y clamores por su eterno descanso. “Era un ser humano incomparable -apunta Julieth-. Siempre dado a ayudar a la gente, pendiente de su familia, amoroso, servicial. Dios lo tenga en un lugar privilegiado de su reino”.

No sucede lo mismo con Juan Sebastián, que luego de ser testigo de la muerte de su abuelo, no musita palabra. Con un chaquetón gris y peinado como para ir al colegio, el jovencito que sueña con la número 10 en el Real Madrid, es el esbozo de la sinfonía silente con que se despiden los seres que más amamos en la vida.

En el local de Gilberto Romero Peluquería, en el final de una tarde gris de un lunes festivo del Corazón de Jesús, Clara de la Osa, Mercedes Gómez y Lola Guillén (la más antigua de las empleadas), cercan la silla vacía de quien siempre fue un ejemplo a seguir por el trato cálido y sincero que les daba, y por las enseñanzas que de él recibieron.

“Lo recordaré como el mejor jefe que he tenido, la persona más leal, un maestro en su oficio”, manifiesta con voz entrecortada Lola Guillén, quien conocía a don Gilberto de hacía cuarenta y cinco años.

Lola repasa con ojos tristes el tocador que él ocupó en las últimas tres décadas. Las gavetas cerradas donde guardaba la barbera Tres coronas, las tijeras de reliquia de manufactura alemana, en acero inoxidable, que datan de cuando él se inició en la peluquería, y en la parte de abajo, el pequeño espejo con el que don Gilberto ratificaba con sus clientes su calidad y prestigio como uno de los mejores y más solícitos peluqueros bogotanos.

De eso dan cuenta las credenciales y diplomas que cuelgan en las paredes de la peluquería: tres campeonatos nacionales organizados por la desaparecida Asociación Colombiana de Peluqueros y Peinadores ACOPE. Un campeonato Panamericano en Costa Rica. Un puesto 13 en el Campeonato Mundial de Peluquería celebrado en Verona (Italia). Tres importantes reconocimientos de Alta Peluquería en Düsseldorf (Alemania), Lyon (Francia) y Las Vegas (Estados Unidos).

Él, don Gilberto Romero, que jamás pasó por una academia oficial, que aprendió viendo peluquear, que agradecía permanentemente el mecenazgo que en su momento le brindó don Enrico de María Manceli, quien después de una carrera próspera y célebre en la sociedad capitalina, se enteró de su deceso no hace más de un año en un geriátrico de caridad en el municipio de Anapoima.

A través del vidrio de su féretro, entre coronas y arreglos florales, y un Cristo redentor alumbrado por cuatro cirios fúnebres, observo el rostro de don Gilberto, la quietud de la paz serena, las manos de tantas bregas entrelazadas en el pecho.

El cosmetólogo de la morgue fue prudente en sus labores. Con don Gilberto no hubo mayor trabajo en estas lides del maquillaje postmorten. Salvo un retoque en el pómulo derecho, resultado de su desvanecimiento. Eso sí, fue muy cuidadoso en delinear su bigote, sutil decorado de esa boca ávida de chascarrillos y comentarios entusiastas, de citas amorosas, y de la risa contagiosa con la que remataba sus propios apuntes.

Así recordaremos a don Gilberto, con esa estampa fiel del amigo y confidente dicharachero, cantante esporádico de tangos, boleros y rancheras; servicial como el que más, a quien solo le quedó un sueño por cumplir para su gremio: crear una institución que proteja a los peluqueros de época, los que aún se afianzan a la costumbre centenarista de brocha, fijador, arreglo de barbas y mostachos, enjuague vaporoso con pañitos de agua tibia y una saludable fricción en mentones y papadas con la eterna colonia Old Spice de Shulton.
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