lunes, 1 de diciembre de 2014

Corbatas a mil

Juan Ruperto Verón, mercachifle de corbatas usadas en el Mercado de las Pulgas de Bogotá. Foto: La Pluma & La Herida
Ricardo Rondón Ch.

No quiero pensar la cara que hubiera hecho, si existiera, su inventor para la modernidad (1924), mister Jesse Langsdorf, de haber pasado desprevenido por el ventorrillo del mercachifle paisa Juan Ruperto Verón, el hombre que con su vocinglería de culebrero, sortea desde un deteriorado cajón de plástico, corbatas a 1.000 pesos.

El comerciante del montón las saca, las estira, las exhibe, se las enrolla en cuello y cabeza, pregona sus marcas y arma la guachafita en este nicho del tradicional Mercado de las Pulgas de Bogotá, en un solaz dominguero de media tarde donde confluyen en río sincrético valses descorazonados de Los Cuyos, pronunciamientos lacrimógenos de Darío Gómez y el ‘Charrito’ Negro, arias de Verdi y Puccini, ramalazos mamertos de Víctor Jara y Mercedes Sosa, y desde el fondo, una parodia en vivo de ‘El Forastero’, de Nelson y sus Estrellas, versión de una orquesta de Ubaté con un eufórico vocalista coloreto.

-¡A mil, a mil, la corbata a mil!-, promueve entusiasmado el trujamán de gafas de aviador, ahora embebido en las protuberancias de una alentada muchacha afrodescendiente que va de la mano de un camaján “de sombrero de ala ancha y de medio lado”, y ese “tumbao que tienen los guapos al caminar”, tal y como reza la mejor crónica criminal que en fragor de salsa se haya mentado: la de ‘Pedro Navaja’, rúbrica de Rubén Blades.

Un vejete asombrosamente parecido al Mr. Magoo de las historietas de los años 60, se da mañas de aprisionar con la punta de su sombrilla una corbata verde a rayas, que así arrugada y a primera vista, da la leve impresión de una de esas culebras sabaneras que amañan en platanales y que no logran escapar a las arremetidas mortíferas de las avalanchas.

-¿Y ésta, cuánto?-, pregunta el anciano entre flemas, mientras observa la corbata con unas antiparras de vidrios gruesos y ahumados como culos de botellas de cerveza.

-La que escoja a mil, amigo-, riposta el negociante.

El abuelo, sin prisas, saca un billete arrugado y paga la prenda que dobla en varias partes y deposita en el bolsillo derecho de un gabán apolillado y grasiento.

Es que en las pulgas hay de todo y para todos, depende del cristal con que se mire y del presupuesto con el que se cuente. Y más en asuntos de vestuario, porque allí la mercadería en cuestión es de segunda mano y los clientes no necesariamente son vejestorios arruinados como mister Magoo sino figuras del espectáculo, artistas, y uno que otro extranjero despistado.

-Aquí una vez vino ese actor…, Juan Pablo Shuk, ¿es que llama?, y se llevó tres que le gustaron. Y me las pagó a 2.000-, interpela el paisa Juan Ruperto, oriundo de Cañasgordas (Antioquia), que dice haber vendido de todo en la vida, “hasta la cédula de mi suegra”, y que curiosamente, en una época próspera de la corbata, las vendía nuevas, a grito entero, en la Calle 17 con carrera 7°.

Todo parece indicar que la corbata ya no es la prenda de rigor en el buen vestir de los bogotanos, el sello inconfundible de elegancia, requisito indispensable para el ingreso a reputados clubes, estrados judiciales, o para las acaloradas sesiones de verbo impoluto de Cámara y Senado, que se programaban a menudo en el Salón Elíptico del Capitolio Nacional, con asistencia gratuita en barras.

La corbata siempre se ha caracterizado como la prenda de elegancia y distinción en el vestir masculino. Foto cortesía: Etiqueta on line
Remontados a los años 50 y 60, todo el mundo en Bogotá, incluidos domingos y fiestas de guardar, la gente vestía de traje de paño, sombrero y corbata, esto agregado al infaltable paraguas que guarecía al transeúnte de incisivas y prolongadas temporadas invernales.

-Mi papá fue uno de ellos-, le intimido al rematador de corbatas usadas. Solía contarme que por una de ellas, pintadita de grana, la tenebrosa policía secreta (el SIC) al servicio de la godarria, durante la Violencia, se la volvió picadillo con una navaja y se la hizo tragar con una Coca-Cola en un cafetín de Las Cruces. Dios quiso que fuera sólo eso, cuando a la mayoría de cachiporros (liberales) les hacían el ‘corte franela’, o el ‘corte corbata’, que consistía en sacarles la lengua por el cogote. ¡País de bárbaros!

Los caballeros de entonces llevaban orgullosos sus corbatas con pisacorbatas, en camisas finas –Arrow y Rathzel, de las mejores-, de cuellos y puños almidonados para lucir mancornas. Era un ejercicio de pasarela entrar a un café bogotano como El Pasaje, El Gato Negro, El Aster, El Mercantil, El Caruso o El Automático (de poetas y letrados), y ver esos dandis de terno y Barbisio, gabardina Corayco, zapatos Tres Coronas, sombrilla Diplomática y reloj de cadena, regularmente el antológico Ferrocarril de Antioquia.

Entre tintos y capuccinos, chascarrillos y noticias del día, hablaban de los novedosos cortes ingleses, los ‘raya de tiza’ que importaba Paños Atlas,  y de los nuevos diseños que engalanaban los percheros de la emblemática Sastrería Rincón, con sus abrigos largos y pesados de botones enormes. Y, desde luego, de corbatas. De variados estilos y colores. Anchas y delgadas. De sedas tailandesas e hindúes rematadas en calabrés.  Bogotá, como en ninguna otra ciudad latinoamericana, tenía el más alto porcentaje de corbaterías en una sola arteria: la Carrera Séptima (Calle Real para los antiguos).

Hablaban de la factura y del preciosismo de sus nudos: el ‘Windsor’ -para algunos el más elegante-, el Italiano, el nudo Pratt -que ha hecho célebres a íconos de la saga de James Bond como Roger Moore, Sean Connery, y más reciente Daniel Craig-; el ‘Four in hand’ o ‘Victoria’, de doblez sencillo; el ‘Onassis’, atribuido al magnate griego; el ‘Atlántico’ o ‘Meronvingio’, de triple vuelta, uno de los más originales; el ‘Plattsburgh’, remitido al lugar de origen de Thomas Fink, autor de la conocida biblia de esta prenda: ’85 maneras de anudarse la corbata’; entre otros como 'El Capone’, que irrumpió con metralla en la figura del legendario personaje de la mafia del Chicago de los años 50.

Diferentes formas de hacer y lucir elegantes nudos de corbata. Foto cortesía: queropamepongopara.blogspot.com
Había una ética y una estética de la corbata, y era de tal arraigo que se lucía con prestancia hasta los domingos, en actividades como la de asistir a misa, a la corrida de toros, al estadio, al cine, al hipódromo, a la retreta de parque, o a las vespertinas domingueras de baile con orquesta en vivo y porros de Pacho Galán y Lucho Bermúdez en salones de cotice como ‘La Bombonier’.

Ropero que inspirara respeto estimaba una gruesa suma de corbatas, perfectamente alineadas y planchadas en tintorería, solo para que los señores evitaran las neuras y los descalabros emocionales derivados de domésticas que las fueran a estropear en fregaderos de piedra, totuma, y jabón de bola.

Para las damas significaba un atractivo sexi ver a un pretendiente con su impecable corbata, cuya punta, por etiqueta, debía coincidir con la hebilla del cinturón. Era una chabacanería llevarla a mitad de pechuguera, como acostumbraban loteros del centro, guachimanes, ascensoristas y conductores del troile.

Todos los funcionarios públicos, por cláusula incuestionable de contrato, debían llevar corbata. De ahí el apelativo de ‘corbata’ a quienes por obra de la burocracia sólo iban a la dependencia de turno a cobrar el cheque, siempre apadrinados por ‘honorables’ congresistas, cada uno con una docena de cuotas por albricias, asesorías ficticias y supernumerarios, a costa del erario de la nación.

La corbata fue reina en Bogotá, hasta que Bogotá dejó ser de los bogotanos para convertirse en el reino carnavalesco de migraciones de diferentes regiones del país; antes, en busca de estudio y oportunidades; con el tiempo, por fuerza mayor del desplazamiento, del conflicto armado. Ese sincretismo de razas y costumbres fue uno de los motivos principales para que la gorguera de seda fuera desapareciendo poco a poco del catálogo de la distinción.

La prueba es la extinción paulatina de las corbaterías. Las escasas que quedan en el centro capitalino, sobreviven justamente en estas fechas que demandan grados, recepciones de fin de año, bodas y similares. Pero si uno hace un paneo exhaustivo un día hábil en el centro de la ciudad, por la Carrera Séptima, que otrora fue para sus habitantes sinónimo de elegancia, son contadas las que se ven, por lo general en los cogotes de parroquianos que hace rato peinan canas, cuando no en los de oficiales de vigilancia, algunos oficinistas, empleados bancarios  y personal de escolta.

Jeremy Irons, veterano actor británico, elegido varias veces como el hombre más elegante de su país, justamente por su corbata. Foto cortesía: Etiqueta on line
Por eso me entra la curiosidad de que un buhonero de marras como el paisa Verón, bote corriente y se empecine en venderlas usadas:

-¿Sí es negocio?-, le indago.

 -¡Todo es negocio, papá!-, responde exaltado. Aquí lo que vende es la labia. Y si no pregúntele a los políticos. Ellos sí que saben de esto, con o sin corbata.

-¿Y de dónde las saca, cómo le llegan?

-Eso hace parte del comercio, mi don. No es sino abrir el chuzo que ahí van llegando, y también van saliendo. Vea, una vez vino un borracho amanecido, se veía bien plantado, bien vestido, con el cuento de que lo habían atracado y no tenía pa’l pasaje de regreso a casa; y que me dejaba la corbata. A mí me dio lástima, le di dos mil pesos, pero no se la recibí. Es que a uno también le puede pasar lo mismo. No hay que aprovecharse de eso.

Corbatas, muchas corbatas anidan en este ‘serpentario’ de corbatas que es el maltrecho cajón de rebusque de Juan Ruperto Verón. Algunas que se me antoja lucieron carteros de la Administración Postal, tramitadores de impuestos en el Centro Administrativo Distrital; o en los patios de tránsito de Alamos y Paloquemao; galafardos y timadores engominados prestos a la estafa o al fraude; quizás otras que engalanaron los cuellos de pomposos magistrados hace tiempo desaparecidos; y unas más, de tinterillos, rábulas, contadores o periodistas varados, a la espera de un cliente, una declaración de renta o un artículo de cierre, en el último rincón de un café, ajustando con parsimonia un nudo brillante y manteco, que es el signo patético de la quiebra y la ruina.

Entre la maraña de sedas, veo una larga, delgada y mugrosa, de un carmesí encendido, que se asoma macabra entre sus hermanas, delatora de un pasado siniestro, como las que utilizaba un psicópata de los años 50 para estrangular prostitutas en hoteluchos de mala muerte. De esas necrologías dio sobrada cuenta el hábil y novelesco cronista ‘Ximénez’.

Son las 5:00 en punto y aprovecho el rosicler de final de la tarde para escabullirme entre otros escaparates de trebejos y chucherías. Ya a lo lejos, entre rezongos de badulaques y músicas disímiles, pregones de mercaderes y tintineos de cantinas y pailas de cobre, alcanzo a oír el marcado acento del culebrero de pulgas:

-¡A mil, a mil, la corbata a mil!
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