lunes, 13 de octubre de 2014

De lo divino y humano de Miguel Ángel

La Creación de Adán, de Miguel Ángel, fresco emblemático de la Capilla Sixtina, en Roma 
Ricardo Rondón Ch.

Mi mujer es el arte y mis hijos serán las obras que dejaré (Miguel Ángel Buonarroti)

Habría que preguntarse qué lectura haría de su colosal obra el gran anatomista, 450 años después de su fallecimiento. ¿Cómo observaría La Creación de Adán, el máximo fresco de la Capilla Sixtina, punto de referencia por siglos de visitantes de distintos credos, nacionalidades y razas?

El dedo de Dios tan cercano y tan distante del índice del primer hombre, ¿cuál su significado?, ¿qué deja entrever esa seña? ¿Quién es la mujer que el Todopoderoso tiene estrechada con su brazo izquierdo? ¿Acaso la Eva prometida? ¿Y los efebos de bucles dorados que lo rodean? ¿Sus ángeles custodios impávidos ante esa extraña criatura recostada sobre un tronco, íngrimo y desprogramado sobre la faz de la tierra? ¿Por qué el Supremo no le ahorró tiempo, achaques y penurias y lo trasladó de una vez a su morada para disfrutar de la eternidad celestial, de esas músicas aladas que hablan los poetas?

Lelos ante la magnífica creación del artista italiano surgen cualquier cantidad de interrogantes, de dudas, de análisis, de división de opiniones, por supuesto, de quienes han estado aferrados a la fe católica, y de aquellos que se sostienen en las arraigadas hipótesis de la ciencia y niegan toda existencia del Dios de Abraham como lo acaba de manifestar el astrofísico y cosmólogo inglés Stephen Hawking.

En los frescos que el arquitecto, escultor, pintor, literato y humanista italiano dejó como legado para la humanidad, hay un entramado misterioso que va más allá de lo visual y de la comprensión general: una lectura cifrada, como lo intuyó el neurocientífico Frank Lynn Meshberger en su controvertido artículo publicado en 1990 en la Revista de la Asociación Médica Norteamericana, donde explica que la pequeña cúpula que protege a Dios y a sus acompañantes en La Creación de Adán, no es otra cosa que una simbología del cerebro.

Detalle del estudio científico del neurólogo Frank Lynn Meshberger en su asociación de la cúpula divina con el cerebro humano   
Meshberger da a entender que dicha composición es una imagen anatómicamente precisa del cerebro humano que incluye el lóbulo frontal, el quiasma óptico, el tronco del encéfalo, la hipófisis (o glándula pituitaria) y el cerebelo.

Agrega el científico que Dios está superpuesto sobre el sistema límbico, el centro emocional del cerebro, y que su brazo derecho se extiende sobre la corteza prefrontal , la región más creativa del órgano pensante, y que la chispa de vida que le imprime a Adán a través de su dedo, tiene que ver con una sinapsis neural, un fluido electroquímico de las fibras nerviosas, en mayor y menor grado, y en ‘manos de Dios’, capaz de separar la luz de las tinieblas, diversificar los climas y las estaciones, o producir demoledores espasmos electromagnéticos como el que sorprendió en oración a once nativos de las cumbres de la Sierra Nevada de Santa Marta, quienes pasaron a mejor vida después de fenecer carbonizados.

Si la teoría del doctor Meshberger se aproxima a la realidad, Miguel Ángel descuella entre todos los artistas de su generación (Domenico Ghirlandaio, Rafael de Sanzio (o Rafael de Urbino), y el mismo Dante Alighieri, en la literatura), además de su enorme virtud entre andamios, paletas, mármoles y pinceles, como el tocado por el dedo de Dios para sintetizar que esa poderosa energía creadora o destructora, como queramos dirigirla, está dentro de nuestro cerebro.

He ahí la eterna dicotomía, y por ende el gran misterio: el Mahatma Gandhi capaz de hacer una revolución sin un alfiler de por medio o el yihadista verdugo dispuesto a cercenar sin reparos el cuello de un periodista prisionero, y entregar al mundo el brutal sacrificio en un vídeo.

Miguel Ángel, el pintor de la Sixtina

La profesora española María Ángeles Vitoria, autora del libro 'Miguel Ángel, el pintor de la Sixtina'. Foto: La Pluma & La Herida
A propósito de los 450 años que se conmemoran en 2014 de la muerte de Miguel Ángel Buonarroti (Caprese, Toscana,1475-Roma, 1564), la bióloga, teóloga, filósofa, historiadora y catedrática española (radicada en Roma) María Ángeles Vitoria, autora de varios libros sobre las implicaciones filosóficas de la ciencia moderna y la dimensión humanística de la actividad científica, publica un libro tributo a la inagotable inspiración y grandeza del dotado renacentista del cinquecento.

Miguel Ángel, el pintor de la Sixtina (Editorial Rialp), dice la profesora Vitoria, “no es propiamente una biografía ni una crítica de arte; tampoco una guía en el sentido que comúnmente se atribuye a esta palabra, aunque podría decir que tiene algo de todo esto…”.

Con un precioso detalle de la Sibilia Délfica (de las cinco Sibilias que decoran los triángulos laterales de la Sixtina: La Eritrea, la Ecumea, La Pérsica y La Líbica) como portada, la autora transporta al lector en un recorrido fascinante por los alrededores y el interior de esta admirable reliquia del arte y de la fe católica, que el recién santificado Juan Pablo II llamó ‘Santuario de la Teología del Cuerpo’, bautizo que cala profundamente en la extraordinaria capacidad y laboriosidad de quien fue capaz de producir, hasta los 87 años, una obra inconmensurable de espiritualidad. corporeidad y belleza.

En sus líneas, la profesora Vitoria se revela pródiga en exaltaciones beatíficas sin incurrir en un párrafo en nada que tenga que ver con la química y la dialéctica que corresponde a la ciencia. El clero, en su jerarquía y pensamiento le estará caramente agradecido, porque todos sus apuntes están ceñidos a la fe y a las razones espirituales y eclesiásticas del polifacético ícono universal del arte que atravesó dos centurias, conoció trece papas, fue testigo de acontecimientos históricos de singular resonancia -entre ellos el devastador saqueo de Roma por parte de las tropas de Carlos I de España, en 1527-, y se erigió como el rapsoda del pincel y del cincel que elogió el cuerpo humano como templo, a tenor de su inspiración.

Cómodo en su lectura y accesible a disímiles lectores y culturas, Miguel Ángel, el pintor de la Sixtina está dividido en seis partes:  las frecuentes visitas que ella ha realizado en un período de treinta años. En dicho apartado, es una compañera útil del lector de a pie que, sin haber conocido la Sixtina, podrá comparecer con lenguaje sencillo al sortilegio, y de esta manera, hacerlo sentir un huésped privilegiado en sus aposentos.

“Me dirijo con él desde la extensa fila que bordea la muralla vaticana hasta la entrada a los Museos, para caminar luego con parsimonia por las espaciosas galerías que conducen a uno de los lugares más visitados del mundo: la Capilla que encierra los frescos de Miguel Ángel”, subraya la profesora Vitoria en su introito a bordo de un viaje lírico por las bóvedas y los extramuros de este complejo universo de la virtud y el arrebato místico.

En ese orden, la guía en cuestión ofrece una visión del conjunto del lugar y de su significado, desde el umbral de la Sixtina, dando paso a su explicación de los frescos de la bóveda y del Juicio, con intervalos en detalle de su vasta iconografía, todo esto respaldado en investigaciones de especialistas, abundante bibliografía y referentes a pie de página.


Otro capítulo que sustenta el minucioso estudio tiene que ver con la limpieza y la restauración de la Capilla Sixtina, entre 1980 y 1994, que ella remite como “una obra dos veces maestra”, en palabras de la periodista Carmen Sofía Brenes en el artículo que se publicó al finalizar la restauración.

Pero también hay dejos personales y ontológicos de la admiración de María Ángeles por Miguel Ángel en lo que respecta a su profusa calidad humana, a su sentido crítico, siempre en busca de la perfección y la reflexión; al asceta irreductible, imparable en su cometido, que entregó tamaña existencia por y para el arte como un regalo de Dios para compartir con la humanidad, distante de toda vanidad, sin reclamos ni prebendas materiales; entregado a su soledad como espacio vital de su trabajo, entre andamios y tablones, pletórico de fuerza y de genio artístico.

Así, entre lo divino y humano, el gran anatomista que interpretó la desnudez del hombre como expresión visible de su humanidad, y que vio en su contextura el mejor vehículo para revelarse en su interioridad y en su alma, pero también en su finitud y en su vulnerabilidad, es presentado en este libro con la actitud noble y honesta de quien lo escribe, ceñido a una vida de estudios, lecturas e investigaciones alrededor de su obra, con ese trabajo de campo que han sido sus visitas constantes a su obra excepcional.

El recorrido en cuestión no finaliza en la página 169, que es el tope de la magnífica crónica. Por el contrario, es allí donde comienza el periplo íntimo del lector, entendido desde una óptica más profunda del legado de Miguel Ángel impreso en la retina, en el alfabeto de la piel,  en la memoria de los hombres que, en medio de la debacle que nos acontece, aún gozan de sensibilidad y siguen atentos a las buenas noticias de bondad y misericordia.

Ingresemos, pues,  de la mano de Vitoria, entre murmullos de visitantes y andares discretos, a recrear el alma con la música silente de sus frescos en la inmensidad de sus bóvedas, para darnos cuenta al final, como escribió el  bardo, que “no somos más que unas leves briznas en las manos de Dios”.
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