lunes, 1 de septiembre de 2014

Jorge Enrique Leal, el artista que hace las veces de papá y mamá

Jorge Enrique Leal en su rol de 'Princesa', acompañado de sus nenas, en el Parque Santander de Bogotá. Foto: La Pluma & La Herida 
Ricardo Rondón Ch.

Frente al espejo, mientras se quita el maquillaje, en aquellas noches frías y solitarias de domingo, y cuando sus niñas duermen, Jorge Enrique Leal, el teatrero de la calle, así lo confiesa, no puede resistir dejar escapar un par de lágrimas.

Lágrimas de varón que ruedan por sus mejillas aún tocadas por el carmín de la puesta en escena. Lágrimas de un hombre con los ‘huevos’ firmes como para vestirse de hembra y manejar tacones puntilla, y pararse en cualquier parque de la gran ciudad, el Santander, su querencia más frecuente, en medio de la vocinglería y el caos reinante de mercachifles, 'vendesuertes', locos de atar,  y así cumplir a la función del día. O de la noche. El artista de la calle no tiene horario, salvo un aguacero de madre o una manifestación de sindicalistas, obstáculos sin reparos de la representación.

En ese instante, cuando se chanta peluca y naguas, deja de ser el vecino del inquilinato del barrio La Favorita (abajo de la Caracas con calle 17, plagado de hoteluchos, bares de mala muerte, nichos hampescos y talleres de motocicletas), el del cuarto 18, el que habita con sus pequeñas y madruga a hacerles el desayuno y despacharlas a la escuela, para transformarse en ‘La Princesa’, su alter ego, el espectáculo unipersonal con el que en los últimos diez años le ha dado la vuelta a Bogotá y a otros municipios aledaños.

Jorge moja un copo de algodón en un frasco de aceite para niños y sigue en ese ritual de limpiar el rostro ajado por el paso de los almanaques y por esos soles, crudos, caniculares, y esas borrascas turbulentas y lacerantes que arrecian en la cosmópolis.

En esta morada humilde, estrecha para quienes la habitan, enclavada en un viejo edificio del centro capitalino donde pueden pernoctar cincuenta inquilinos entre vendedores ambulantes, loteros, tinterillos venidos a menos, artistas, músicos de la calle, poetas, adivinos, refugiados del conflicto armado y cualquier cantidad de rebuscadores, Leal tiene afincado su dormitorio y el de sus hijas, desde cuando su compañera sentimental lo dejó por otro: "las niñas estaban todavía de pañales", refunfuña con resentimiento.

Pero Jorge, con esa herida abierta de la traición y el abandono que deriva de las mujeres pérfidas y descorazonadas, no se echó a la pena. Ni buscó un puñal para tomar justicia con sus manos como narran a diario los tabloides en sus notas necrológicas. Ni se fue a una cantina a preñar de monedas un traganiquel con músicas para damnificados del alma. No pensó tampoco en olvidarse de todo, coger un bulto y emprender la ruta de los vagabundos, como hacen muchos.

No. Jorge Enrique se armó de valor, y no obstante la pesada carga del fracaso sentimental a cuestas, dio cara y le puso el pecho a la derrota como debe ser: ganando el sustento diario con el don que Dios le dio y que él descubrió a temprana edad en su natal Girardot: el arte escénico, la improvisación en el territorio de todos, el que no cobra taquilla pero sí obliga a la propina voluntaria: la calle y sus anónimos transeúntes. 

Así nació ‘La Princesa’, su personaje, el tamiz histriónico que filtra los gestos, los embelecos, las manías, los ademanes, las conversaciones y hasta el caminar de las mujeres colombianas, de las más encumbradas de la sociedad, hasta las de estratos bajos, las que cuelgan sus ropas desgastadas en los tenderetes de las terrazas de aquellos ranchitos titilantes de las lomas bogotanas, las que ganan el mínimo y se ven a gatas para cubrir sus gastos esenciales, las que madrugan con el canto del gallo y enjuagan el cuerpo con agua helada y jabón de promoción, las que harían cualquier cosa por llevar alimento para sus críos. 

El espectáculo de 'La Princesa' está cargado de humor negro, de improvisación, de conexión con el público callejero, de esa habilidad para convencer con su perorata teatral al más escéptico y desprevenido de los espectadores. Hay que ver cómo mueve las caderas abultadas de tripaje de reata o de harapos, y ese contoneo acompasado de sus tacones altos, 'chagualos' en ruinas que suele comprar a los zapateros remendones del sector donde habita, o en el mercado de las pulgas, los domingos. 
Leal hace las veces de papá y mamá

Sus pequeñas, Sandra y Luisa, para él, 'las niñas de sus ojos', son sus asistentes de producción. Las que se encargan de la utilería y el vestuario, y las que reciben y cuidan el raído cubilete, que es la ‘caja menor’, el producido de cada función en este arduo y complejo ejercicio que representa justamente ‘pasar el sombrero’ en tiempos de crisis.

Pero para que ‘La Princesa’ haga su aparición en este improvisado escenario que es el del Parque Santander, existen sus leyes. Y más cuando se trata del custodio con aires de sargento de Chinavita que las impartió hace años: tiene que esperar que pase ‘Gordo’, el ‘fakir’, el que se baña la cara con vidrios molidos y se introduce enormes clavos por las fosas nasales. Debe guardar paciencia con él y con sus otros compañeros de bregas callejeras: ‘Toño’, el ‘Mimo’; el ‘Hombre orquesta’, ‘Zagaz’, el matemático, un hombrecillo que parece extraído de la Bagdad de Al Juarismi; y hasta el infaltable ‘culebrero’ con cascabel desprovista de colmillos y muñeca negra de fetiche vudú.

Todo esto debe esperar ‘La Princesa’ para irrumpir en escena, contrario a los dictámenes de la Urbanidad de Carreño que sugiere que ‘las damas primero’. Total, el actor travestido no se amilana y acomete a todo pulmón su parlamento, porque a falta de un amplificador y un micrófono inalámbrico, termina desgañitándose, con la garganta herida y la ronquera consecuente.

El artista ambulante necesita de la mano bondadosa de la ciudadanía para hacerse a un equipo de amplificación. De lo contrario, hay días en que la persistente afonía no le permite salir a trabajar. Ni se diga cuando llueve. Eso es la catástrofe, y si la ola invernal se extiende, pues pasa los días en blanco: “por mí no hay problema -dice-, porque yo estoy acostumbrado a aguantar. ¿Pero mis hijitas...?”. Ahí es cuando se le atragantan las palabras.

Y fuera eso no más, pero Jorge, que en la vida real se dobletea en sus papeles de papá y mamá, tiene que jugársela a como de lugar para reunir los 250 mil pesos de la mensualidad del arriendo, comprar algo de mercado, el galón de gasolina; la ropa y los gastos de las niñas en la escuela, que son el motivo principal de sus esfuerzos y desvelos: juiciosas, aplicadas, coherentes con el sacrificio que hace a diario su padre ejemplar.

“Es que mi papá también es mi mamá”, dice Sandra, la mayorcita, que tiene pegados en las paredes de su cuarto afiches y motivos de Winnie Pooh, su muñeco favorito, al lado del llameante Sagrado Corazón de Jesús, tutelar en la cabecera, que es el oráculo de ‘La Princesa’, el referente de sus clamores y súplicas en sus noches desoladas, mientras se borra el rouge de los labios; mientras se limpia la pestañina corrida por las lágrimas, mientras sus niñas duermen; mientras la noche dure para reanudar el trajín de mañana.
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