viernes, 27 de junio de 2014

'Chiquilín' Suárez y sus papitos sobreprotectores

Luis Suárez (9) Uruguay, de héore a villano, sigue siendo el hijo mimado del pueblo uruguayo, empezando por su presidente Pepe Mujica.  Foto: Business Insider
Ricardo Rondón Ch.

Como una ‘chiquilinada de un chiquilín de barrio’ calificó el presidente uruguayo Pepe Mujica la feroz dentellada del número 9 de la selección charrúa al italiano Giorgio Chiellini, con ese apego sobreprotector de aquellos ‘papitos’ -como dicen las pedagogas de jardín infantil- dispuestos a mover cielo y tierra para encubrir las maldades de sus chiquilines calavera. Y el carismático mandatario, el hombre que reparte su sueldo entre los pobres, que vive como pobre en una granja cercana a Montevideo donde da de comer y beber de su mano a las gallinas, está en todo su derecho.

“Yo no vi que el Luisito haya mordido a alguien. Además, a mí me enseñaron que en el fútbol se cumple lo que manda el juez. Y es que al Luisito no lo elegimos para filósofo, ni para cura, ni para mecánico, ni para tener buenos modales; él sencillamente es un excelente jugador, y eso es lo que ha demostrado”, enfatizó el mandatario uruguayo, en ese tono bonachón y parroquial que lo caracteriza, esas palabras escurridas, como de rezago de bebeta después de media noche en una fonda de paso.

Como un padre, en este caso, un padre de la patria de la llamada Suiza de América, prima hermana de la Argentina, fiel al carácter y a la lucha independentista de su antecesor, el coronel José Gervasio Artigas, el presidente Mujica se puso en el lugar que le corresponde, en la defensa del hijo señalado y castigado, así haya cometido la más vergonzosa de las fechorías. ¿Y quién que se precie de un hondo paternalismo no lo haría? La sangre tira, decían en mi época. Y por un vástago, por el más ‘calavera’ de la prole, un padre daría hasta su propia vida.

Un discurso más irascible y dogmático en la defensa de Suárez había proferido el entrenador Óscar Washington Tabarez, el otro ‘papito de chiquilín mordelón’, el día de la conferencia de prensa, cuando Uruguay dejó por fuera del campeonato a Italia. El estratega, ante la encerrona de la prensa que aprovechó la papaya mordida para fustigarlo con preguntas relacionadas con la arremetida de su pupilo, se puso colérico y se fue por las ramas aduciendo que el campeonato era de fútbol y no de moralismos. Otro padre decidido a defender a puño y mordisco a su vástago, porque en estos momentos de efervescencia y calor mundialista, late a borbotones la sangre del patriotismo, más cuando Suárez es el hijo mimado de la casa. Y lo seguirá siendo.

Horas antes de producirse el fallo disciplinario de FIFA, retumbó por escrito la protesta del presidente de la Federación Uruguaya de Fútbol, por intermedio de su representante legal Wilmar Valdez, sosteniendo que enviaría a la rectora en cuestión un víeo explicativo de la polémica jugada, donde su pupilo, el ‘chiquilín’, tumbado en el césped y doliéndose de su dentadura, era motivo de insultos y agresiones. Suárez, todos lo vimos, después de la dentellada, pretendía pasarse por víctima.

Cuando fue expedida oficialmente la sanción estipulada en la prohibición de nueve fechas en que lo que resta del Mundial -a partir del partido Colombia-Uruguay a celebrarse este sábado en el Maracaná-, lo mismo que su ingreso a cualquier estadio de la cita mundialista, entre otras penas disciplinarias, pero también de marketing, el dirigente del fútbol uruguayo increpó altisonante contra el castigo, asegurando que no había elementos contundentes “para una sanción de este tipo”, que su comité estaba redactando la apelación contra la misma, y que Uruguay se sentía perseguido como equipo y como nación, pero que aun así descartaba cualquier rumor de no cumplir su compromiso ante Colombia.

Hasta ese punto, a Luis Suárez, al presidente Mujica, al técnico Tabarez, al directivo Valdez, y a los más de 3 millones de uruguayos, la sanción de FIFA al (9) de la celeste les ardió más que cuando Chiellini sintió el tarascazo en su hombro, que él insistía en mostrar al central, mientras que el agresor, haciendo el gran teatro de Sófocles, se debatía entre muecas y retortijones, acusando un dolor indescriptible en sus piezas dentales. Pero el histrión no convenció. FIFA ya avanzaba en investigaciones y a la mesa de Joseph Blatter empezaban a llegar documentos, vídeos y pruebas de primera mano que evidenciaban el brutal ataque.

Si Suárez no se hubiera prestado para hacer esta pantomima, si hubiese reconocido su culpa, si le hubiera ofrecido disculpas al agredido, al equipo, a los miles de espectadores que estaban en el estadio y a los millones de televidentes que lo presenciaron, a lo mejor el Uruguay no estaría pasando por este desafortunado momento: ni el Presidente Mujica, ni el técnico Tabarez, ni los de su federación local, y mucho menos su fanaticada que, con amor de patria y hasta las lágrimas, seguirá dolida con la implacable expulsión de ‘El Luis’ de la Copa del Mundo.

Pero el ‘chiquilín’ venía de mal en peor y ya había porfiado tres veces con la dentadura. Con Cheillini fue la vencida, sin advertir que en él el país entero tenía fincadas las esperanzas para repetir la epopeya de 1950. ¿No alcanzó a pensar que por él Uruguay seguía viva en el campeonato después de los dos golazos que le apuntó a Inglaterra en su reaparición en la titular, tras la humillada de Costa Rica, donde no pudo jugar por estar aún convaleciente?

Cuando no se tienen en cuenta responsabilidades de tamañas dimensiones con el amor inconmensurable de un país de por medio, de una nación con padres, hijos y nietos gritando al unísono ‘¡Suárez, Suárez, Suárez, sos un grande…!’, es porque algo delicado está fallando en la psíquis del personaje, y no de ahora, sino de hace mucho tiempo. Y hace mucho tiempo que los multiplicados padres que hoy salen a la palestra en su legítima defensa, han debido de apersonarse de su caso clínico, empezando por el más próximo y permanente en los últimos años: el director técnico de la selección uruguaya. Tarde ya para remordimientos y lamentaciones.

Sólo una hazaña -de tantas que le hemos visto a los uruguayos a última hora y en el último minuto- podría reparar el desgarro charrúa por el hijo ausente: que le gane a Colombia en el Maracaná, cosa que un país como el nuestro, en el momento crucial y eufórico que está viviendo con la consecución de tres triunfos en serie, se niega a concebir. No va a ser fácil el partido, por supuesto. De eso estamos todos mentalizados, “pero sin Suárez es un alivio y ganamos sobrados”, dijo un tecnócrata de cafetería.

No le creo. Todo lo contrario. Uruguay, con lo que ha pasado, está más enrabietado que nunca y saldrá al campo de juego a hacerse matar. Se verá un equipo cerrado, amurallado, veloz y contundente en el contraataque y con la fuerza centrífuga de un país que idolatra el fútbol, que defiende a capa y espada a sus futbolistas, y que seguramente poblará el imponente estadio desde todos los flancos. Y, con un agregado poderoso: el precedente histórico del ‘Maracanazo’ que desde el 50 sigue latiendo, de generación en generación, en las venas de los charrúas.

Este sábado empieza de verdad el campeonato del mundo y a Colombia le espera un compromiso monumental: un encuentro absolutamente distinto a los anteriores y con fuego en la sangre. Alucinados por el exceso de serotonina colectiva, es precipitado vaticinar que ‘ganamos’, ese ‘ganamos’ erróneamente aplicado cuando se subraya en tiempo presente, que puede resultar un mal presagio. Pero si llegáremos a ganar -en futuro simple-, la Selección Colombia estaría escribiendo la página más honrosa del fútbol en su historia y el país se volcaría, con feliz presidente a bordo, en un ciclón esquizofrénico, trepidante y arrasador, y que la Virgen nos ampare.

Serenos, en casa y rodeados de nuestros seres queridos, esperemos el resultado final.

La defensa de Pepe Mujica registrada por El Gráfico Diario:
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