martes, 11 de marzo de 2014

Pedro Quintero, el conductor de confianza de Pacheco: "Me siento huérfano"

Pedro Quintero, el fiel conductor de Pacheco, en el burladero de la Plaza de Toros de Santamaría, que siempre ocupó su patrón. Foto: Abel Cárdenas  
Ricardo Rondón Ch.

“Yo todavía me despierto pensando que tengo que ir a recoger a don Fernando”.

A Pedro Quintero se le nublan los ojos al pronunciar estas palabras. Hace una pausa y prosigue: “Siento que aún está presente en mi rutina. Lo veo en su lecho de enfermo, conectado al tanque de oxígeno, jugando cartas con ‘Flaquirri’. Oigo intacta su voz cuando me ordenaba:

-Pedro, aliste el carro para que me dé una vuelta.

Pedro Quintero Cabrera, 54 años, opita, mediana estatura, traje impecable, fue durante más de dos décadas el conductor de Fernando González Pacheco, su hombre de confianza, testigo silente en los años prósperos de la fama, pero también en las demoledoras crisis del polifacético artista y presentador.

Oriundo de la vereda Nazaret, del municipio de Palestina, un recóndito pueblo del departamento del Huila, Quintero Cabrera tiene memoria de Pacheco desde la edad de 8 años, cuando su padre lo llevaba los domingos a hacer mercado a la proveedora municipal. Mientras su progenitor tramitaba los alimentos para llevar a casa, él se quedaba en el patio donde había un televisor de cuatro patas , en blanco y negro, con un florero encima: “ahí me entretenía viendo a un señor algo melenudo, de bigote y patillas, que hacía mofas y se carcajeaba con tres payasos: ‘Bebé’, ‘Pernito y ‘Tuerquita’”.

Eran los tiempos de ‘Animalandia’ y Pedro contaba ansioso los días para que llegara el dominical, con la ilusión y la disputa entre siete hermanos de lograr el privilegiado cupo en aquel patio para disfrutar con las ocurrencias de Pacheco y sus cómicos, siempre rodeados de niños.

De eso da fe el conductor, ahora sembrado en el palco de prensa que siempre ocupó el animador en la plaza de toros de Santamaría, con el libro de editorial Pluma, ‘Me llaman Pacheco’ (1982), prólogo de Daniel Samper Pizano, que él le dedicó el 26 de enero de 1995: “Para Pedro, un gran conductor y un gran servidor; con afecto”.

“La noche en que los colombianos vimos televisión por primera vez en Bogotá había solamente mil aparatos receptores”, reza el primer párrafo del libro. Uno de ellos lo tenía don Ismael, el proveedor más acreditado de Palestina, donde un párvulo cariacontecido se quedaba lelo frente a la pantalla con la única diversión que tenía en la semana, luego de cumplir a las arduas jornadas de escuela, a una hora y media de camino, y a los oficios del campo, ordeño y labranza.

Cuarenta y siete años después, Pedro Quintero se graduaría de bachiller en el colegio Manuela Beltrán, de Chapinero, gracias al decidido apoyo de su jefe, “don Fernando”, Fernando González Pacheco: “Fue como un padre para mí. Por eso ahora me siento huérfano”, recalca con dejo melancólico.

Paradojas del destino, Pedro llegó a la vida de Pacheco por recomendación de su primo, Guillermo ‘La Chiva’ Cortés, para quien trabajaba. Fue durante el gobierno de César Gaviria, la época del racionamiento eléctrico. ‘La Chiva’ tenía una microempresa de productos de camping, lámparas y estufas de gas, justas para sobrellevar el déficit energético, que Quintero distribuía, pero cuando terminó el apagón, se mermó el trabajo y Cortés se vio obligado a prescindir de sus servicios.

“’Tranquilo, Pedrito, que usted no se va a quedar sin chanfa’,me tranquilizó. Fue así que me recomendó con don Fernando. A él le manejé durante 21 años, hasta sus últimos días, cuando alternábamos los turnos con Carlos Moya, otro colega”.

Quintero Cabrera se ganó el cariño y la confianza de Pacheco, que por esos años tenía una agenda copada de compromisos, desde las cinco de la mañana, hasta las siete u ocho de la noche. Eran los boyantes veranos de Coestrellas, en asocio con Carlos ‘El Gordo’ Benjumea y Bernardo Romero Pereiro, de RCN 7:30, de ‘Exitosos’, ‘La bella y la bestia’ (con Lady Noriega) y el espacio que lo consagró como el mejor entrevistador de la televisión colombiana: Charlas con Pacheco.

“Yo lo recogía en su apartamento de Los Rosales, que compartía con su esposa, doña Liliana Grohis, y estaba pendiente de todos sus movimientos. Él me encomendaba su cartera, los documentos, el infaltable paquete de cigarrillos, el celular y los anteojos. A medio día almorzaba en La Barra de la 22 y después de sus grabaciones remataba jugando cartas en la taberna San Diego o en Divisas y Caireles, de don Germán Jurado.

-Pedro, aliste el carro que nos vamos-, recuerda la ordenanza, una vez finiquitaba su jugarreta de mazos y barajas.

“La única familia que le conocí a don Fernando fueron sus amigos: José Gabriel Ortiz, cronista taurino, a quien todos conocen como‘Flaquirri’; don Alfonso González, el ‘Rey del tequila’; don Alvarito Ruiz, el actor Mauricio Figueroa, don Rafael González, el ‘Gato’ Restrepo, y hasta que Dios lo mantuvo con vida, ‘El Culebro’ Casanova. Sorpresivamente el día de su sepelio aparecieron familiares que, si se vieron por su casa, de manera esporádica, fue de entrada por salida: su hermano, el médico Rafael González, y tres sobrinos”.

Ese mismo día, el de los funerales de Pacheco, el jueves 13 de febrero, fue un misterio para quienes asistieron la presencia de la única hija del popular personaje. De Bibiana González, radicada en Madrid (España) nunca hubo mayores referencias: “Don Fernando la mencionó hace muchos años en una entrevista, pero como él era tan reservado en sus asuntos personales, eso quedó en el aire. Doña Bibiana debe tener unos cuarenta años y se comenta que no lo conoció. Aquí estuvo en Bogotá como ocho días y partió a España”, agrega Quintero.

La época trágica de Fernando González Pacheco comenzó a la par de la década de 2000. Fueron los años difíciles de la inestabilidad, las depresiones y el refugio periódico en clínicas de reposo. Pedro, su fiel empleado, fue notario en mutis de esa sombría temporada:

“El primer golpe duro fue en 2001, con la liquidación de Coestrellas. Era su casa, y sus empleados, su familia. Al año siguiente le sobrevino un preinfarto, por lo que tuvieron que instalarle un marcapasos; luego vendría el secuestro de ‘La Chiva’ Cortés, uno de los episodios más desgarradores en la vida de don Fernando, que lo obligó a exiliarse por un tiempo en Miami. Y, como si todo lo anterior fuera poco, el divorcio con doña Liliana Grohis, que puso final a treinta y dos años de matrimonio. Esto añadido a la indiferencia de las programadoras que ya no contaban con él, sólo escasos minutos en un noticiero de la mañana”.

Quintero puntualiza que a partir de ahí, Pacheco se enclaustró en una soledad monacal, que se abstuvo de recibir visitas, que poco salía, y que sus alteraciones emocionales fueron en aumento. “Varias veces tuve que llevarlo a la clínica Monserrat. Allí permanecía tres, cinco días. Luego me llamaba para que lo regresara a casa”.
El libro 'Me llaman Pacheco', autografiado para Pedro Quintero, su conductor de confianza. Foto: Ricardo Rondón Ch. 
Una de las crisis más alarmantes de Pacheco que presenció Pedro, fue a finales de 2010, cuando fue a visitarlo a la clínica y lo encontró inmovilizado en la cama.

-Pedrito, suélteme y sáqueme de aquí, por favor-, recuerda que le rogó.

“Yo no pude hacer nada, porque eran disposiciones médicas, pero se me saltaron las lágrimas cuando lo vi tan aminorado. Ese rostro afligido y suplicante de don Fernando, nunca lo podré borrar de mi memoria”.

Las crisis en la casa eran más llevaderas, resume Pedro: “En los últimos cuatro años, que fueron los más complicados por su insuficiencia respiratoria y las dolencias cardíacas, las únicas personas que estuvimos con él fueron sus dos enfermeras; Isabel, la empleada doméstica, Valentina Carranza, su asistente personal, mi compañero Carlos Moya, ‘Flaquirri’ y este servidor”.

“’Flaquirri’ era su alcahuete. Él lo ponía al tanto de las corridas de toros en temporada, de los resultados de su amado Santa Fe y de los buenos amigos que le quedaban. Cuando ‘Flaquirri’ no aparecía por cualquier circunstancia, me ordenaba alistar el carro para ir a buscarlo a su domicilio en el barrio Villas de Granada.

No puedo evitar preguntarle a Pedro quién heredó los bienes de Pacheco.

“Creo entender que a doña Liliana Grohis le correspondió el apartamento de Los Rosales, la finca de Choachí y la casa de Taganga. De resto, no sé. Esto significa que don Fernando económicamente quedó muy bien, no como se ha especulado, que él carecía de recursos monetarios y que murió arruinado. Eso no es cierto”.

-¿Y usted qué le heredó?

“Más que bienes materiales, la lección de honor de un hombre íntegro, solidario y juguetón. Porque don Fernando fue un niño en el cuerpo de un adulto. Con mis hijos, seis en total, fue muy generoso. No faltaba en época de navidad llevándoles obsequios a mis muchachos. Cuando mi hija Diana Marcela se me enfermó, él y doña Liliana me acompañaron en la clínica y en la casa, y no se fueron tranquilos hasta que la nena se recuperó”.

Pedro Quintero extrae una fotocopia del libro que su jefe de toda la vida le dedicó:

“Mire –señala orgulloso-, esto es de un cheque por cinco millones de pesos que don Fernando y la ‘Chiva’ Cortés me obsequiaron para dar la cuota inicial de mi carro. No quedaron satisfechos hasta el día en que yo llegué con el automóvil nuevecito. Don Fernando me traía detalles de otros países cuando viajaba. De Australia me regaló una corbata muy bonita que sólo luzco en ocasiones especiales.

En la navidad de 2010 me sorprendió con un televisor LCD de 32 pulgadas. Pero de las demostraciones humanas que más le reconozco, es que por iniciativa de él, por su respaldo, yo me haya graduado de bachiller. Él se empeñó en ese proyecto y no quedó satisfecho hasta que le mostré el diploma”.

Pedro Quintero Cabrera hace un alto en su relato para despojarse de sus anteojos y destrabar su congoja: “Por eso le digo que yo todavía me despierto pensando en que tengo que ir a recoger a don Fernando”.
En veintiún años de servicios como su conductor, el anecdotario no puede ser más abundante. Hace memoria de la única vez que lo regañó por quedarse dormido dentro del carro, en el sótano del parqueadero del apartamento, cuando debía recogerlo puntual con su esposa al terminar una función de teatro:

“Es que tenía una gripa tan espantosa, que me recosté en el asiento y quedé fundido. Él, severo pero respetuoso, llegó con doña Liliana y me golpeó en la ventana”. ‘¡Qué le pasó, Pedro!’. Le expliqué lo que había sucedido. ‘Que esto no se vuelva a repetir’, me advirtió”.
“Otra anécdota simpática fue una vez que nos desplazábamos en el automóvil y entró una llamada de don Camilo Llinás.

Yo siempre contestaba por orden suya y tenía que pronunciar en voz alta el nombre de la persona interesada para que don Fernando, con señas, me dijera si pasaba o no al teléfono. Como esta vez fue negativa, le dije a don Camilo que él estaba en una grabación, que si lo podía llamar más tarde. Y él me respondió: ‘Tranquilo, Pedro, dígale a Pacheco que no se moleste en pasar, que yo lo estoy viendo porque voy detrás de su carro’”.

A este rosario de apuntes, Quintero abona uno menos jocoso. El tremendo susto que pasó la vez que se estrellaron:

“Fue para diciembre de 1995. Lo recogí a media noche en el restaurante Tramonti, donde había una celebración de la Asociación Colombiana de Locutores. Don Fernando, que no era el más ducho al volante, me dijo que lo dejara manejar. Llevaba sus traguitos y estaba feliz con su Mercedes Benz 280, convertible, rojo. Entonces me cambié a su puesto. Íbamos por la Circunvalar con 85 cuando le ganó la cabrilla y fuimos a parar contra un separador. El carro se volcó y quedó sirviendo para nada. Pérdida total. Me acuerdo que nos rescató el entonces candidato a la presidencia, Andrés Pastrana. Salvo algunas magulladuras, el episodio no pasó a mayores. Lo más chistoso es que esa mañana, en RCN 7:30, don Fernando había recomendado entregar las llaves en caso de tomar licor”.

-¿Cuándo fue la última vez que lo vio?

“El odiaba estar encerrado, y así enfermito, con la pipeta de oxígeno, me pedía que lo llevara, casi siempre con ‘Flaquirri’, al Alto del Vino –por la vía a La Vega-, a comprar jamón serrano; a La Calera, a comer su postre preferido, el tiramisú; a Chía, a degustar el masato y las almojábanas de doña Magola; al barrio La Candelaria y a la Plaza de Toros. Parábamos un rato frente a la plaza, se quedaba mirándola y luego ordenaba reanudar la marcha. Su última salida fue a la clínica Country, el pasado 11 de febrero …”

A Pedro Quintero Cabrera se le hace un nudo imposible en la garganta.
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