miércoles, 27 de noviembre de 2013

Memorias de un reportero de crónica roja: 'la letra con sangre entra'

Ricardo Rondón Ch.

Hace unos años, cuando entrevisté al escritor chileno Alberto Fuget, autor de 'Tinta Roja', esa novela que retrata el diario trajinar de un periódico tabloide -como para el que trabajé durante 26 años-, el  narrador soltó una ácida paradoja que define con acierto la filosofía de la llamada crónica judicial: "el periodismo, como la prostitución, se aprende en la calle".

No son gratuitos los términos 'sabueso', 'chulo', 'buitre', 'muertero' o 'chupasangre' que se nos endilga a quienes hemos oficiado en este género periodístico que ha venido desapareciendo de los grandes diarios, y que en épocas pasadas y a la sazón de célebres plumas como 'Ximénez' (el famoso cronista de los suicidas del Salto del Tequendama), Felipe González Toledo, Germán Pinzón, Herbert Moreno, René Pérez y Guillermo Franco Fonseca, entre tantos, sustentaba no sólo la venta asegurada del diario para el que laboraban, sino que tenían más olfato y malicia que el detective raso. Incluso, muchos crímenes eran resueltos primero por los avezados reporteros que por la misma policía. 

Yo me dejé seducir por ese estilo de periodismo literario desde mucho antes de ingresar a El Espacio como reportero de planta.

En tiempos aciagos, residía en una pensión de paso en el histórico barrio de La Candelaria. Hasta ese capítulo había hecho oficios disímiles como afilador de cuchillos y vendedor de helechos en tarritos de aceite para carros, ayudante de Expreso Bolivariano, vendedor de ferretería, chancero, vendedor de libros de segunda en el Mercado de las Pulgas. Y en labores más temerarias, mensajero de comisionistas de piedras preciosas en la avenida Jiménez, o en la noche, pasando el sombrero en cafetines y tabernas, entreteniendo borrachitos con mi vozarrón y todo ese repertorio del romancero gitano, del verso popular y esos tangos apaches que hablan de camajanes, damiselas, rufianes y puñaladas.

Cuando no, me las arreglaba taco y tiza en mano, 'pelando marranos' en los billares del centro, entre ellos el novelesco y desaparecido café de Mario Críales, de la calle 17 con carrera 8°.

En los ratos libres leía de todo. En el café de turno, en la Biblioteca 'Luis Ángel Arango', en la plaza pública o en el camastro de la posada donde reposaba a la madrugada mis cansados huesos, siempre había un libro o una revista entre manos. Al lado de esos mamotretos estaba El Espacio: el único tabloide que a lo largo de 48 años - hasta cuando cerró sus puertas el pasado sábado 23 de noviembre de 2013 por una irreparable crisis económica-, se erigió como el rotativo de mayor demanda en las clases populares por su incisivo trajín de registrar toda clase de acontecimientos nefastos y siniestros a lo largo y ancho del país.

Todo empezó con un retortijón de tripas: Un buen día, acosado por el látigo del estómago vacío, llamé de una cabina telefónica del centro al editor de El Espacio,  Alberto Uribe Gómez, para pedirle empleo:

-¿Quién habla?-, me contestó al otro lado de la línea una voz imperativa y marcial, como de cabo de gendarmería.

-Señor Uribe, es Ricardo Rondón. Mire, a mí me gusta mucho su periódico y me encantaría que me diera una oportunidad para trabajar.

-¿Usted es periodista?-, indagó el editor. (En ese momento sonó el pito de corte del teléfono y el hombre al otro lado tuvo que escuchar cuando cayó una segunda moneda).

-Sí, soy periodista empírico. Tengo muchas crónicas, reportajes, entrevistas y artículos que he hecho de manera independiente. Si quiere se los llevo...-, le dije.

-Tráigalos, pues. Nos vemos acá el lunes-. Y colgó.

En efecto, había escrito muchas relatos de mis propias vivencias, de las maniobras que hacía para superar cualquier cantidad de obstáculos, esa supervivencia a ultranza entre bribones, desarrapados, tahúres, puticas de cafés de mala muerte, en antros, hospicios y callejones donde se empolla el crimen y la maldad; los travestis, esas luciérnagas estrafalarias de la noche desamparada; las estaciones de policía, los pabellones de urgencias, y todos esos territorios donde está inoculado el virus del deterioro, el dolor y la enfermedad, con toda su alucinación y belleza literaria.

Los escribía en cuadernos de estudiante y para conservarlos en carpeta, los mandaba a pasar en máquina de escribir en una de las tantas oficinas de mecanógrafas de la Academia Paciolo y el Instituto Triángulo ubicadas en los antiguos edificios de la Plazoleta del Rosario.    

De modo que ya había hecho algo del curso reporteril por mi cuenta y en el mejor escenario, la calle. Esto agregado al Taller de Redacción Periodística de la Universidad del Rosario y al Taller de Escritores de la Universidad Central, que aún dirige ese mecenas de la literatura: Isaías Peña Gutiérrez, hoy decano de la Facultad de Humanidades, una de las cátedras más recomendables para quienes quieran iniciarse en el oficio narrativo.

Alberto Uribe me acogió en su planta de redacción, inicialmente como colaborador habitual. Empecé con una columna cultural que reseñaba eventos y actividades de Bogotá. De vez en cuando me publicaba reportajes y entrevistas. Y así duré casi dos años, sin recibir un sólo peso, sólo las gracias, ese "que Dios se lo pague" de los entrevistados que a uno al comienzo lo llena y satisface más que un banquete opíparo.   

Un buen día, Uribe me llamó a su oficina para enterarme de que había una vacante: 

-¿Usted, Ricardo, le tiene miedo a los muertos?

-No, don Alberto. Yo lo que le tengo miedo es a los vivos, y a los vivos bien vivos...

-Entonces lo espero mañana a las 7:00 a.m., para que se encargue de judiciales. A partir de ahora usted va a cubrir muertos.
  
Y ahí fue cuando inicié esta maratón delirante por las estaciones de policía, 'comisarías' y 'permanentes', como se les llamaba; las funerarias, los 'chulos' de las funerarias, los pasillos de Medicina Legal, los hospitales de caridad, La Hortúa, por ejemplo, uno de los de mayor demanda; los en ese entonces tétricos calabozos como El Guavio y El Dorado, en las goteras de la ciudad, donde a menudo guardaban a los hampones más peligrosos.

La prueba de fuego, o lo que llamamos 'la novatada del nuevón', fue con un caso de un hombre que apareció ahorcado con una media velada negra, en un paraje solitario, a la altura de la calle 150 con séptima, cerca a unas canteras del norte de Bogotá.

La policía no tenía un solo dato del difunto. Ni siquiera el nombre. Sólo estaban las fotos: un tipo de aproximadamente 40 años, con el rostro morado e inflamado, media lengua afuera y la media de mujer enredada en su maltrecho cuello.

Cuando llegué al periódico con el fotógrafo, Uribe, extasiado con las fotos, exclamó como si se hubiera ganado el premio gordo de la lotería:

-¡Huy!, hermano. ¡Qué fotos tan berracas! Escríbase dos páginas para mañana con ese caso. 
Es la primera página del periódico.

Quedé frío.

Yo no sabía ni cómo se llamaba el muerto. Desconocía si lo habían estrangulado o se había suicidado.

Me salvó la campana cuando me llamó Edgar Sierra Anaya, también empírico, costeño, pionero y maestro de la titulación sensacionalista.

-¿Qué hiciste?-, preguntó Sierra.

-Un caso de un tipo que lo encontraron muerto con una media velada negra. Pero no tengo ni un dato de él.

-Entonces describe el escenario, habla de la noche, baraja unas hipótesis sobre su muerte.  
Métele misterio, suspenso. Ahí tienes para una novela-, concluyó Sierra mientras me pasaba el título recién salido del rodillo de su máquina de escribir. Decía:

Cuidado, usted puede ser la próxima víctima

 EL ESTRAGULADOR DE LA MEDIA NEGRA

Un enigmático e implacable asesino anda suelto por los cerros capitalinos.
  
Sentado frente a la vieja Olivetti, con la cuartilla en blanco y el editor mirándome desde su flamante escritorio por encima de sus anteojos, comencé a elucubrar sobre aquellas lecturas trasnochadas alrededor del misterio y el homicidio: cité a Edgar Alan Poe con su escabrosa literatura policial y de horror puro. A Thomas de Quincey, en su tratado 'Sobre el asesinato como la más bella de las artes'.

Hice una reflexión comparativa entre ambos autores. Exprimí la pulpa extraordinaria de Quincey, eso que el autor inglés llamó como el 'hombre morbosamente virtuoso', el genio de los asesinos, con toda su 'estética y precisión', desde el primer homicidio público del que se tenga cuenta en la historia de la humanidad: cuando Caín mató a su hermano Abel con la quijada de un asno.

Alternando las reflexiones sociológicas y sicológicas, describí el terreno escarpado y solitario donde fue encontrado el cuerpo sin vida de aquel ciudadano supuestamente estrangulado con una media negra: puse músicas de pájaros noctámbulos, el rumor del viento silbando entre el follaje, y las pisadas del misterioso asesino acercándose sigiloso a su víctima.

Me tomé la licencia de evocar a Aristóteles cuando argumenta que 'la finalidad del crimen es la de purificar la compasión y el temor', y que como en la tragedia griega, con esa sofocante carga mortal y sus legendarios asesinatos: el de Orestes, que mata a su madre; el de Edipo, que extermina a su padre; el de Medea, que acaba con todos sus hijos -por nombrar algunos ejemplos-, en Bogotá también padecemos esa catarsis poderosa de los criminales anónimos que acechan los rincones y los insospechados recovecos de la gran ciudad, camuflados detrás de un antifaz o de una media sensual de mujer, a la saga de su atemorizada presa.

Al final, en los últimos dos párrafos, registré el enigmático crimen ocurrido en las últimas horas, a manos de un homicida que andaba suelto, como me lo había sugerido el titulador del periódico.

Apenas puse el punto final de la quinta cuartilla escrita, exhalé un prolongado suspiro de triunfo. Lo había logrado. Eduardo Yáñez Canal, excelente cronista y compañero de pupitre en esa época, me invitó a almorzar.

-¿Cómo te fue?-, me preguntó Yáñez.

-¡Hombre!, como dicen en la costa: 'mamonudo' para empezar, pero me acordé de un
sentencia de mi padre cuando corregía mis deberes en la edad temprana:

-¡Carajo!, póngale cuidado y hágala bonita y despacio: la letra con sangre entra.

Así me inicié como reportero de sangre, cubriendo los casos más dramáticos y espeluznantes del anecdotario citadino, con todos sus Orestes, Medeas y Edipos postmodernos, y un par de años más tarde, cuando fui delegado como editor nocturno, la escalofriante época del narcoterrorismo con sus bombas y sus incesantes ráfagas de metralleta, que sonaban al compás del tableteo de la vieja Olivetti.

Debo sostener con nostalgia que la mejor escuela que he tenido ha sido la de El Espacio. Y la calle, por supuesto. Y los libros y revistas. Y la gente del común: el taxista, el tendero, el policía de estación (ahora de CAI), el embellecedor de calzado y hasta la meretriz de turno que, en el ajetreo del rebusque callejero, es mucho lo que ve, pero poco lo que guarda.

Salir por ejemplo de un caso de ultratumba: el tráfico de cadáveres o los rituales de brujería en el Cementerio Central -con huevos de gallina envueltos en pañuelos negros y enterrados en las tumbas, o las fotografías tamaño carné atravesadas por alfileres en los ojos- y a las pocas horas estar frente a frente con Mario Vargas Llosa, y a la tarde con 'El Charrito Negro'. O, de repente, cortar el chorro de una entrevista con la reina de la panela, una modelo o una actriz, tras recibir una llamada urgente del editor, por radioteléfono, que me alertaba sobre un crimen en La Calera, donde un desquiciado acababa de matar a cuchillo a la mamá. ¡Vaya escuela! 

Tampoco tenía ningún inconveniente en escribir el tarot sexual o responder las cartas del correo del amor. Igual, siempre me he deslizado por esa fascinante autopista que va del Eros al Tánatos.

En este periplo de la 'tinta roja' -al decir de Fuget-, lo que más me seducía era la noche con su mitología citadina, sus fantasmas y sus antros.

Un viernes, por ejemplo, era un banquete para el cronista y el fotógrafo: penetrábamos a media noche al pabellón de urgencias del Hospital de la Hortúa y salíamos a las cinco o seis de la mañana con un cargamento de testimonios que hubiera envidiado el autor de 'La fosa y el péndulo':

Heridos y mutilados en riñas, madres que daban a luz en las baldosas, apenas auxiliadas por una improvisada parturienta; borrachos desconcertados y con el estómago a dos manos, víctimas de la intoxicación con trago adulterado; un par de prostitutas con el rostro ensangrentado, producto de una pelea en un gril con picos de botella; otros, atropellados, atracados, o pasados de droga, con los estertores de quien pide pista para el otro lado...

Pero el verdadero infierno lo viví en el Anexo Psiquiátrico de la Penitenciaría de La Picota, en Bogotá, hace tiempo desaparecido por hacinamiento. Duré más de tres meses para que expidieran el permiso de ingreso. Una amiga del Inpec se esforzó por conseguírmelo.

-Vaya preparado -me dijo-. Ese sí es el infierno.

En efecto, lo era: 80 enfermos criminales, con las patologías más desquiciadas y aberrantes, deambulaban como zombies por los patios y pasillos del frenocomio. Algunos, los de mayor riesgo y peligrosidad, estaban bajo rejas especiales y aislados de los demás enfermos.

-¿Cuál es el caso más duro?-, le pregunté a la psiquiatra jefe.

 -El del loco Cuadros -me contestó- Ha matado a nueve, incluida su propia mamá. Padece una paranoia progresiva y no asume la culpabilidad de sus delitos. Si lo va a visitar no le pregunte nada de sus crímenes, háblele de cualquier otra cosa.

Me sudaron las manos: el loco Cuadros "se había echado ya nueve al pico", como dirían los 'chulos' de las funerarias, y yo estaba decidido a entrevistarlo. Listo, vamos para allá. A mi fotógrafo Gerardo Chaves y a mí nos escoltaron cuatro gendarmes que nos recomendaron tomarnos de la mano.

-¿De la mano?, ¿por qué?-, le pregunté a uno de ellos.

-Es que si pasamos por el patio y ven a alguno de ustedes suelto, inmediatamente lo abordan para agarrarlo, ultrajarlo o untarlo de sus propias heces. Por supuesto que obedecimos al pie de la letra la recomendación.

Antes de llegar a la celda del famoso Cuadros, pasamos por unos corredores en penumbra donde se mezclaba el penetrante olor de creolina, orín y medicamentos para esquizofrénicos.

Por entre los barrotes y como en la película 'Expreso de Media Noche', se descolgaban manos con los dedos crispados, cubiertos de llagas.

Nos gritaban, nos insultaban, nos pedían clemencia. Otros pegaban unas carcajadas estridentes. Unos más gemían y lloraban amargamente su dolor y desdicha.

La celda especial que habitaba Cuadros estaba asegurada con fuertes aldabones y candados de hierro forjado.

La verdad, a primera vista, Cuadros no me intimidó. Era un hombrecito menudo, delgado, con una cabellera ensortijada y abundante. Su cuarto estaba muy bien arreglado. Las paredes estaban cubiertas de afiches y fotos de mujeres desnudas, recortes esmaltados de Playboy y algunas 'monas' de Juan sin Miedo que publicábamos en El Espacio. (Se había llevado a nueve, entre ellos su propio mamá), recordé.

Entré en pánico cuando me miró fijamente, con sus ojos vidriosos y después de invitarme a sentar en su cama, pronunció un discurso sobre el sexo y la muerte.

-¡Mire!, ¿cómo es que se llama usted?

-Ricardo.

-Ricardo, ¿qué?

-Ricardo Rondón. Trabajo para El Espacio.
  
-Mire Ricardo Rondón, a mí siempre me ha gustado El Espacio porque habla de lo que más me gusta en la vida: del sexo y de la muerte. Y de eso yo sé bastante...

Cuadros se quedó lelo frente a un recorte de revista pegado en la pared, donde aparecía Amparo Grisales ligera de ropas.

-Esa ha sido mi mujer de toda la vida-, replicó el interno señalando la foto. Yo por ella doy este pecho, y sufro por no tenerla a mi lado. Pero siempre está conmigo, porque está en mi mente, y la mente es lo que vale.

El hombre se extendió en su parlamento psicótico. Sacó un cuaderno de una caja de cartón y me enseñó todas y cada una de las composiciones escritas en sus años de cautiverio.

Luego se arrancó en notas con una guitarra que sólo tenía tres cuerdas, entonó una de sus letras en tiempo de vals, y empezó a llorar:

-Perdone, periodista, pero es que yo soy muy sentimental. Aquí donde me ve yo sufro mucho, porque me han traicionado, porque me ha tocado duro en esta puerca vida. Por eso compongo y canto, y por eso me gusta tanto el sexo y la muerte.

Me abrió lo ojos y pensé que yo iba a ser la siguiente presa de Cuadros. Uno de los gendarmes también se alarmó y anunció que la visita había terminado.

Cuadros regresó de su estado de alucinación y se despidió amablemente.

-Ayúdeme usted a grabar un disco. Vea que si me ayuda nos volvemos famosos y partimos ganancias-, fue lo último que le escuché.

Nunca más volví a saber más de Cuadros. La psiquiatra me había prevenido de su peligrosidad. Dos meses atrás, cuando lo dejaron tomar el sol del medio día en uno de los patios, le descargó un bloque de cemento a un loquito que dormitaba sobre el pavimento. El cráneo de la víctima había quedado hecho un reguero. Cuadros tomó los sesos a dos manos y como en la más delirante ceremonia se los frotó en su rostro, al tiempo que gritaba extasiado.

No volví a tener noticias de Cuadros ni de sus otros compañeros de frenocomio a los que entrevistamos: el travesti barranquillero que le había prendido fuego a su casa, con sus padres adentro, en venganza porque no le quisieron aportar para una operación de cambio de sexo.  El fanático que predicaba y leía pasajes de la Biblia, y que fue retenido después de
ponerles petardos a varias iglesias de Bogotá en época de semana santa.  El homosexual derruido por el abandono e infectado de Sida, que se encargaba de lavar los harapos de los internos, mientras cantaba sobre el lavadero rancheras de Yolanda del Río y de Alicia Juárez.   El filósofo, ex profesor universitario, especializado en los clásicos alemanes, crucigramista intrépido, culto y de buena familia, que acabó con su hermano a punta de maceta, entre otros cuadros estremecedores.

Caía la tarde, y ya de salida del Anexo Psiquiátrico de la Picota, me sorprendió ver un enfermo, maltrecho y con la ropa sucia y hecha jirones, acurrucado y ojo avizor frente a un sifón destapado.

-¿Qué hace ese hombre?-, le indagué al guardia.

-Está esperando que salga una 'langosta'.

-¿Una qué?-, insistí.

-Una rata, aquí los locos les dicen 'langostas'. Y este es un experto cazador de ellas. Si no tienen afán, espérese un momento y verá cómo las caza.

Se me erizó la piel. El cavernícola de las alcantarillas ni siquiera se inmutó ante nuestra presencia. Estaba perdido, lejano, como un reloj al que se le ha acabado la cuerda hace mucho tiempo.

No había pasado media hora cuando asomó la cabeza del enorme roedor. La escena fue espeluznante. El hombre, con la velocidad de un rayo, la tomó por el cuello y la aporreó varias veces contra el suelo hasta dejarla inerte.

-No creo que tenga hígados para quedarse a ver el siguiente paso.

-¡¿Cuál es?!-, pregunté alarmado.

-La abre con una tapa de gaseosa, le saca las vísceras, la pone en su asador de miniatura, le prende fuego y se la merienda.

Con el fotógrafo salimos como alma que lleva el diablo.

Hice cuatro entregas de doble página con este infierno de barrotes, locura y miseria. 

Al poco tiempo de haber salido publicado este informe, nos visitó el canal TFI de Francia. Nos pidió que les prestáramos fotos y que les contáramos todo el rollo. Se llevaron varios ejemplares. Un día, explorando en una de las agencias internacionales, me enteré de que la famosa TFI se había ganado en París un premio de periodismo con este trabajo: el alucinante y no menos desgarrador reportaje del Anexo Psiquiátrico de la Picota.

Después de haber transitado por el laberíntico averno de las prisiones y los manicomios, este ejercicio de cubrir una masacre, identificar un cadáver en las bandejas de Medicina Legal, seguir la pista de un misterioso crimen con los 'chulos' de las funerarias, o penetrar a las cloacas de Bogotá, de noche, con 'Papá' Jaramillo y en tiempo de navidad, se puede
traducir en una ronda de niños.

De los niños sí quiero hacer un punto aparte. Es lo que más me vulnera, cuando maltratan párvulos, cuando asesinan infantes, cuando sus propias madres exterminan sus críos, cuando abusan de ellos.

Uno de los casos más terribles del anecdotario judicial, en mis épocas de reportero de crónica roja, lo presencié en un inquilinato del barrio La Estanzuela, en Bogotá. Una mujer desesperada por la pobreza, les dio sopa de arroz con raticida a sus tres críos.

Cuando ingresamos a la humilde habitación, la madre yacía en el suelo con dos de sus retoños entre sus brazos. La otra, una nenita de unos tres años, estaba aferrada a una muñeca de trapo. Justo, en ese mismo instante, sonaba 'la voz aguardientosa y de amargura llena' de Óscar Agudelo con su emblemático tango: 'La Cama Vacía'. Juro que no pude resistir una punzada en el miocardio y rompí en llanto.

Tengo un hijo adolescente al que adoro y él es mi carta de navegación. Y después de ver y escribir de todo esto, las fibras del alma, por más templadas que estén de este duro trajín, terminan cediendo.

En ese palpitar de la crónica roja uno termina familiarizándose con la esquelética, con el crimen ordinario que ocurre en tinieblas y a la vuelta de la esquina. Cuántos muertos habré visto en este periplo judicial: los 100 de la bomba que Pablo Escobar mandó a poner en un avión de Avianca y que explotó sobre una finca de Soacha. Los muertos que dejaban regados las 'brigadas de limpieza' en el sector de Mondoñedo. Los muertos en riñas de billares y cafetines, y los muertos diarios de esa cinematográfica aldea de los cerros capitalinos, por microtráfico, ajustes de cuentas o 'fronteras invisibles'. Allí donde hay nombres de barrios que no concuerdan con la zozobra, la violencia y el abandono que transpiran: La Estrella, Lucero, La Belleza, Jerusalén, la Gloria, Vistahermosa, La Victoria, entre otros de esa numerosa y fatigada comarca que es Ciudad Bolívar, donde el crimen es el pan de cada día.

Hace un par de años, durante un conversatorio al que me invitó Daniel Samper Ospina para un postgrado de periodismo, alguien me preguntó qué miedos o temores podría tener yo que he vivido tan cercano a la muerte.

Respondí que mis miedos no son con la parca sino con la furia desmedida del poder, el que arrasa con todo lo bueno que encuentra a su paso, el que traiciona, el que nos tiene sometidos, engañados, esclavizados: ese poder ambicioso y totalitarista, enfermo y decadente; el poder que a diario nos vende mentiras y nos encima la guerra y el exterminio.

Pero también el temor a una enfermedad incurable y prolongada o la incertidumbre en un país tan feroz y violento como el nuestro, de no poder ver hecho un hombre a mi retoño.
  
La crónica roja es ese entramado químico en donde se conjugan todas las pasiones humanas, las mezquindades, las debilidades, las frustraciones, el desasosiego que trae consigo la vida, y en muchos casos la esperanza de la muerte como única alternativa para borrar todas las penurias y los tormentos del hombre.

El que la ejerce, deberá tener ante todo vocación, deberá vivirla, sufrirla, palparla y auscultarla en sus calles; estar siempre informado, y seguir los cinco sentidos del periodista, de los que habla el genial reportero y corresponsal de guerra polaco, Ryszard Kapuscinski: "estar, ver, oír, compartir, pensar".

En Colombia, donde el muerto es el pan diario del cronista judicial, donde son masacrados y descuartizados inocentes campesinos, donde se ponen artefactos explosivos en centros comerciales y en jardines infantiles, donde se le quita la vida a puñal a un bebé de 8 meses que duerme en su coche, la crónica roja es esa ambulancia, esa radiopatrulla que con su permanente ulular nos alerta que todavía estamos vivos y que la tinta roja seguirá corriendo por las venas abiertas de este desangrado país y sin escatimar espacios.
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2 comentarios

  1. Juan Carlos Roncancio Mendoza:
    Fascinante crónica de esa verdad que duele, la misma que miramos de reojo o desde el balcón de la indiferencia; la realidad social de la cual pensamos, nunca seremos víctimas, ¿o por qué no? protagonistas. En un país donde se ha enfriado el amor y se ha perdido el respeto, todo es posible.

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  2. Qué artículo tan bueno, hace rato no leía algo que me conmoviera tanto. Gracias por compartir esas historias que muestran los protagonistas reales de este país. No congresistas, ni grupos armados, ni miembros de la farandula sino esas historias de gente del común. Lástima que hoy la mayoría de periodistas no se separan de un monitor y les da miedo hasta ir a San Victorino. Fue hermoso leer todas estas anécdotas de periodismo real. Ricardo, de nuevo gracias y le deseo éxitos en los demas proyectos que tenga en su vida.

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