Ricardo Rondón Ch.
La batalla campal, que es de todos los días, comienza a las 5:25 a.m., portal Banderas, con un forcejeo en la línea amarilla al mejor estilo del hombro a hombro de los mastodontes que se disputan la pelota en una final de ‘Los Broncos’ de Denver y Los Gigantes de Nueva York, cabezas de grupo en las grandes ligas del fútbol americano.
Uno debería ser más prevenido y proveerse de esas protecciones que usan los atletas fortachos de este agresivo deporte para abordar el articulado: casco de rejilla frontal, hombreras de silicona, guantaletas, canilleras, suspensorios. ¿Quién sabe de otra?
Por lo menos las hombreras, porque aquí canta victoria el que tenga más poteca en el músculo, en busca de ese balón imaginario que es pujar a rabiar para ingresar a codazos, empellones y zancadillas a las entrañas del transporte público más polémico, criticado y discutido del los últimos tiempos en Bogotá.
Así es el Viacrucis diario de los usuarios de Transmilenio: una verdadera pesadilla |
-Córranse un poquito, por el amor de Dios-, exclama una señora enjuta y bajita con un portacomida de mano, que ha quedado atascada en la puerta.
Sólo Dios sabe cómo la indefensa mujer lucha a ‘brazo partido’ con la poderosa fuerza neumática del mecanismo de cierre, cuando su rostro toma visos de las ánimas esperpénticas de Gustavo Doré, en los avérnicos laberintos del Dante.
Adentro, nadie se inmuta, todos miran, porque el drama cotidiano en estos buses rojo burgundy contiene los ingredientes cinematográficos de las películas del despertar del mundo y de esa locura colectiva por la supervivencia: a más sufrimiento, el morbo crece.
-¡Ay!, señor, que me está pisando-, grita excitada la dama del portacomidas, embutida entre dos personajes calcados de ‘Pandillas de Nueva York’: un camaján con rostro de arcilla y ojos tragados por el sueño y un negro enorme de rastas espantosas, largas y apelmazadas, estático entre la muchedumbre como un árbol muerto.
Si a todos los 183 ocupantes del vehículo les diera por alzar los brazos y bostezar al tiempo, seguro que este árbol humano se desmoronaría hasta quedar reducido a polvo de Codro -el último rey de Ática que citó Barba Jacob en su ‘Balada de la loca alegría’-, porque aquí, además de la endémica halitosis, se concentra la gama de hedores más repugnante de la raza humana en el estado gaseoso de su decadencia.
Que a un orate no se le ocurra accionar un encendedor porque todos volaríamos en mil pedazos ante la fuerza centrífuga resumida en estos humores y gases pútridos, equivalentes a la munición arrasadora de una bomba lapa.
En los entresijos de este carromato y a primera mañana, cuando se supone que al menos una tercera parte del cupo ha pasado por los hilos de la ducha y va en ayunas, se descompone en ecuaciones infinitesimales el álgebra de la piel humana y de sus recovecos y honduras más íntimas, peor aún en las fechas rojas del calendario, excluidos los dominicales y las fiestas de guardar, sin descontar, ¡qué horror!, los ataques permanentes de la furia digestiva, producto de la pésima comida, los estragos del colón y la neurosis brutal (estrés en los estratos altos) que, está comprobado, acaba con el páncreas, el hígado y sus vecinos intestinales
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El efecto pestilente, a medida que avanza el autobús, se levanta cual marea somnífera que arropa a los pasajeros vulnerables, incluso quienes van de pie, inmersos en las nebulosas de Morfeo, como murciélagos asidos a los tubos, en una suerte de hibernación rodante que sólo es interrumpida por los ramalazos de las frenadas abruptas, ni siquiera por las arremetidas pudendas de los morbosos que atacan con sus braguetas henchidas los traseros yertos de secretarias, operarias, desempleadas y colegialas inermes.
El sueño es el mejor aliado de los ‘cosquilleros’ que introducen sus dedos de seda en morrales y bolsillos a la caza de billeteras, monederos, celulares y cuanto adminículo quede enredado en estas ganzúas articuladas que los astutos ladrones manejan con la habilidad y el magisterio de talladores de póker. Robarle a un pobre que ha quedado sumido en un letargo profundo por el agotamiento y la hedentina, debe aplicar una condena mayor, sin chance de apelación ni rebaja de penas.
Porque lo que se sufre dentro y fuera de un transmilenio, no tiene comparación: ahí está la cadena de karmas de vidas pasadas que venimos a pagar tarde o temprano a este valle del lágrimas, como para que un maldito caco te meta la mano al bolso o al abrigo y se lleve las escasas rupias que tenías presupuestado estirar a cual más mientras llega la quincena. Pobre que roba a pobre, no tiene perdón.
Como también es imperdonable, inaguantable, la voz de ultratumba que emerge de los parlantes anunciando la estación venidera: ‘Próxima parada: Universidad Nacional-Campín’.
Uno no sabe si este gruñido es producto de la amigdalitis crónica de una señora machorra y trasnochada o de una de esas beatas que pregonan el fin del mundo en los parques y en las puertas de las casas, respaldadas por el rótulo del boletín del ‘Atalaya’, según ellas, única tabla de salvación de la humanidad, el arrepentimiento y la absolución de los pecados, en tiempos emergentes del Apocalipsis.
Propongo al gerente de esta empresa transportadora que se sirva, para estos menesteres, de voces más cálidas y estimulantes, como las que mueven masas en los estadios del país: Gustavo ‘El Tato’ Sanín, Jorge Eliécer Campuzano, Benjamín Cuello, Jorge Eliécer Torres o el ‘Paché’ Andrade.
El día de cualquier usuario, por más optimista que sea, empezará torcido cuando llegue a sus nobles oídos esta vocecilla cavernaria que automáticamente desencadena la desintería amibiana en los chiquillos de brazos, seca en paro la leche de sus madres, y en los adultos, provoca serios trastornos hepáticos.
Un viaje en el ‘resortado’ es el mejor ejercicio para aquellos campeones que se empeñan en buscar parecidos. Aquí está la raza en su pulpa, el mestizaje en su crudeza, el estómago citadino en plena ebullición y sincretismo, con sus injertos linfáticos que es la ralea en masa, la que se despierta con el gallo del patio trasero, se baña con agua fría y se acuesta con la última voltereta del perro; la generación del morral, el uniforme y la lonchera, la que se quiebra el espinazo sin chistar nada para que el patrón no te interrogue por encima de sus espejuelos; la gente rasa que transpira aceite quemado al final de la jornada y fija la mirada al techo para conciliar el sueño.
Cuántas Rigobertas Menchú a gran escala he visto en la panza del articulado exprimiendo la teta para saciar la voracidad de sus críos hambrientos. Cuántos Rojas Birry abotagados mascullando el apache antecesor que alumbró la primera gota de sangre de la estirpe con un pábilo de sebo. Cuántos Pambelés con la mirada perdida y sus manos callosas de picar piedra, protegidos de la helada del alba por escandalosas chaquetas fosforescentes made in China. Cuántos rostros opacados, cetrinos y surcados por la áspera y sinuosa geografía del dolor y el silencio. El hálito del desasosiego es el Chanel Nº 0 que impregna estas almas desesperanzadas, que como en un verso de Cesare Pavese, “fluyen como esos fantasmas que a hurtadillas se asoman al espejo”.
Rostros endurecidos por el hollín del fracaso, la resignación y el tedio que se pegan a la vida como las polillas a las bombillas de los anfiteatros, que es la última luz terrenal que despide a los muertos.
En esas elucubraciones existenciales navegamos cuando irrumpe de nuevo la voz constipada de la señora machorra que anuncia los próximos paraderos: Granja carrera 77-Portal 80. Son las seis y treinta de la mañana y el gigante metálico arroja su prole aún con los ojos somnolientos. La rutina marca tarjeta cuando pasamos el torniquete. El retorno, al final de la jornada, es para otro cuento.
Me encantaria escribir asi; que bonito Don el suyo!
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