Eduardo Yáñez Canal presenta su libro de relatos breves cargados con la chispa mordaz que identifica al escritor nortesantandereano. Foto: Archivo particular
Ricardo
Rondón Chamorro
Un cuento campeón tiene similitudes con el fantástico
ejercicio del acróbata y su dominio de la pelota cuando se dispone a realizar
una exhibición de las Mil y una, y de
ahí en adelante… El cronómetro dará cuenta de sus habilidades, pero el secreto se
remite a que el espectador jamás lo pierda de vista.
Para tal efecto, deberá hacer uso de sus calculadas maniobras,
de la precisión en cada golpe con la esférica, la justa elasticidad en sus
movimientos, una concentración a toda prueba con las leyes físicas de la
amortiguación, sobrada capacidad para sostener en tiempo, ritmo y espacio una
cifra indeterminada con su objetivo, y un poder hipnótico que obliga a los
mirones de turno, de ojos expectantes al conteo sin fin de su prodigiosa hazaña,
en la que se multiplicará en increíbles fintas y quiebros con sus extremidades
de pulpo:
En el cuento (incluidos los cuentos de fútbol del Negro Fontanarrosa), el mundo es un balón que rota como un satélite libertino en el estratosférico imaginario del lector, lelo y atrapado en las sutiles estratagemas de taumaturgo que ha dispuesto el narrador a su presa.
El escritor, editor, políglota y traductor
argentino-canadiense Alberto Manguel hace énfasis en la trinidad literaria que
se debe manifestar en el cuento y que lo nutre de indiscutible y tremenda
claridad: brevedad, verdad poética y estilo: “Como en la trinidad teológica
-expresa Manguel-, estas calidades no pueden ser separadas la una de la otra.
Un estilo ampuloso o avaro diluye o evita la verdad. Una verdad dicha con pobre
estilo y sin concisión no es convincente. Y brevedad sin verdad ni estilo no es
un cuento sino un tweet”.
En Uno y Veinte, el libro de cuentos del periodista, docente y escritor nortesantandereano Eduardo Yáñez Canal, el mágico ovillo de cuero, como en El Hilo de Ariadna del teatrero mayor Enrique Vargas -fundador y director del Teatro de los Sentidos-, se vuelve ave de luz, rasga el firmamento con su vuelo trepidante en un viaje por las veredas de la memoria y los sentidos, y ubica al lector frente al fascinante universo de ese relato que lleva impresa la terna narrativa que cita Manguel: verdad poética, estilo, y brevedad: lo bueno, si es breve, dos veces bueno, como reza el aforismo.
Eduardo Yáñez Canal en actitud meditabunda en su refugio de narrador de Salitre El Greco, en Bogotá. Foto: La Pluma & La Herida
Hace remotas lunas que Eduardo Yáñez venía urdiendo este libro de cuentos. De mucho antes de
aprender mecanografía en un manual de la Remington
que rescató de un arrumaco de anaqueles de la Librería El Dinosaurio. De mucho antes que se hiciera reportero de policía
en el periódico El Espacio, el mismo
en el que se inició como articulista de humor, y donde hizo sus pinos de
literato escribiendo novelas por entregas (a lo Corín Tellado en la revista Vanidades), en medio del afanoso
tableteo de las máquinas de escribir, de las asfixiantes nubes de nicotina de
redactores neuróticos, y de la mirada inquisitiva de un jefe de redacción con
tics de enfermero de hospicio psiquiátrico.
Pero más distante, cuando vendía puerta a puerta enciclopedias
del Círculo de Lectores, y suscripciones de las revistas Nueva Frontera y Alternativa,
y los fines de semana redondeaba su salario como silbato de torneos
universitarios de fútbol y baloncesto, y de regreso a casa devoraba hasta que
despuntaba el alba los libros de Enrique Jardiel Poncela, Pablo Tusset, Ramón
Gómez de la Serna, Alfredo Iriarte, Lucas Caballero Klim, y su alter ego Daniel Samper Pizano.
Uno y
Veinte es una suerte de tanguedia
con el compás rioplatense del dos por
cuatro, de las historias crudas y curdas
eternizadas en la antología de la melodía de arrabal, de las tragedias
imborrables de perdedores, olvidados, descarriados; los amorosos y
memoriosos irresponsables de la infancia y la adolescencia, con el humor y el
hervor hormonal de aquellos que de la noche a la mañana sueñan la gloria sobre el
galápago de una bicicleta escalando con la lengua afuera los Pirineos, o se
ensimisman en tocar el cielo de La
Bombonera, del Santiago Bernabéu o del Giuseppe Meaza.
Yáñez Canal, en su apostolado de docente, por más de quince años consagrado a orientar con su sapiencia el camino de nuevas generaciones. Foto: La Pluma & La Herida
Con esa atmosfera de barriada, de esquina milonguera, de
olor a panadería y a pasto recién podado de los antejardines de la Cúcuta de
sus amores, los cuentos de Yáñez Canal tienen color local y partitura, alta
temperatura y ciertos guiños narrativos de la obra del escritor argentino Eduardo Sacheri, el mismo de La pregunta de sus ojos -oscarizada en
2010 como Mejor película extranjera en
la versión cinematográfica de El secreto
de sus ojos, dirigida por Juan José Campanella-, el de Ser feliz era esto, La noche de la Usina, Esperándolo a Tito y Lo raro empezó después.
“Cuando leí los primeros escritos de Eduardo, en gentil
envío a Imágenes, nuestro semanario
cultural de La Opinión de Cúcuta, los
consideré apropiados para cultivar en el periódico un interés permanente por
esa clase de relatos. A medida que los iba recibiendo, constataba los
principios indispensables para constituir una literatura de la acción centrada
en los sucesos que ocurren en espacios y tiempos, tan limitados, como la
extensión de la mirada sobre una página que debe contener el alma del escritor
dentro de sí misma, la pasión suficiente para construir historias que dejen
huella”, confirma el filósofo, ingeniero civil y docente cucuteño Juan Pabón
Hernández, director del semanario cultural del sexuagenario diario
nortesantandereano, que apadrinó y publicó gustoso los recados literarios de
Yáñez Canal.
Así, por entregas, con el imprescindible aroma dominguero
del chocolate y las hallacas, y la costumbre inevitable de hojear el periódico
a primera mañana y en pijama, fue echando raíces Uno y Veinte, veinte cuentos y un prólogo, título que el autor
sugirió como tentativo al proponer a sus lectores una convocatoria que arroje
en consenso el definitivo. (apreciado Eduardo, yo lo dejaría como está: con esa
impronta popular que sugieren los mercaderes de remates, o a la inversa, la
veintiuna, el divertimento de la esférica que nos dejó marcados para
siempre cuando éramos unos piernipelados).
Guerra
y paz, El campeón, C’ est la vie, Volver a casa, La promesa del arquero, Diario
de clase (1 y 2), Fuenzalida,
el olvidadizo; Usted no sabe quién soy yo, El mejor amigo, La última jugada, los microrrelatos de El placer de la brevedad, Mamá volvió a vivir, El final del duelo, El
tiempo del hielo, La canción del pajarito, Jonás, el del aterciopelado brazo;
Caperuza multicolor, El amor de su vida y Ataque en la cuerda floja, hacen parte de esta veintena (o de esta veintiuna) de cuentos, de bellos y breves cuadros
humanos, quizás espejos en los que observamos nuestras almas, escritos en un
lenguaje ameno, coloquial, como el del amigo que con el pretexto de invitarnos
a una cerveza, nos revela emocionado la conquista de la hembra más codiciada
del barrio, o al borde del precipicio y con las pupilas encharcadas, sus frustraciones
con ella.
En Uno y veinte,
Yáñez Canal pone el balón en la mitad del campo de juego, y nos propone un picadito con el extraordinario registro
de sus imaginerías y nostalgias, porque del autor hay mucho en este audaz inventario
cuando se calza de Quijote y de Odiseo,
presto a salvar las naves en llamas de los derrotados en sus gestas imposibles,
a contracorriente y con la absoluta convicción de que solo el arte, en su caso,
la creación, el pulso narrativo, nos salva, nos sana y nos purifica de la
debacle.
La obra del escritor Eduardo Yáñez Canal. Foto: Archivo particular
Que lo diga Eduardo, Quijote
de leguas, que jamás, en los más de treinta años que tengo la fortuna de conocerlo,
lo he visto descompuesto o en actitud hostil. Por el contrario: siempre con la
palma en alto dispuesta al saludo efusivo, cómplice de una sonrisa mezcla de
bondad y de ternura, o la carcajada de celebración de la anécdota, el chispazo
y el gracejo oportunos, insumos de su buena vibra por encima de las vicisitudes
y los derrotes de salud, como la diabetes mellitus con la que viene
batallando hace dos décadas con armadura de templario.
Ahí lo veo otra vez al Jefe, como de costumbre, con la figura espigada, erguida, y su acompasada
marcha de hidalgo, doblando la cuadra del viejo
barrio con un cartapacio de novedades literarias bajo el brazo, entre ellas
su libro de cuentos Uno y veinte
(2020), publicado por el sello Autores Editores,
La marcha de los 80 (1984), A
calzón quitao (1989), las biografías La vida de Enrique Barbosa Chita y De mi puño y letra: Bertha Irma Gómez (2020), y uno inédito, La
historia del baloncesto en Colombia, flameando la palma como un pitcher de los Yankees, expedita al saludo franco de la amistad, embargado por la
emoción de compartir su nuevo logro literario.
-¡Gooool… gooool… gooool del Cúcuta!-, se oye en la
panadería esquinera del barrio Palermo, y el Jefe Yáñez, con los ojos brotados y atragantado de pandeyuca, se levanta de la silla, alza
los brazos y acompaña el desgañito del locutor que canta desmesurado el
apoteósico cabezazo del Burrito
González, balón que traspasa la cruz de la portería del Chato Bejarano, en el minuto 93, el esperado con mandíbula y tripas,
el que hacía falta, el milagroso gol del empate ante el América de Cali, que
salva la clasificación de los toches
a los cuadrangulares.
-¡No me joda… Váyase al carajo!-, riposta enfurecido el Chepe Sarmiento llevándose acongojado la
diestra al pecho. ¡Qué susto tan hijueputa! Con esa gritería usted un día de
estos me va a matar del corazón. Y, Eduardo, morado de la risa, palmotea el
hombro de su compinche y celebra su inefable dicha con una nueva tanda de
perico y pandebono.
Ese es Yáñez Canal, el docente de mil batallas, el agudo
reportero, el trashumante, el altruista, el romántico de la palma extendida que
goza a sus anchas los asuntos sencillos de la vida, el valor de la legítima
amistad, y la virtud de la palabra.
Abran
cancha, es una expresión argentina que en la camaradería de los compadritos
de bulines y cafetines, y en tono imperativo, significa dar espacio, abrirle el
paso a algo o a alguien, aplaudir su llegada. Abran cancha también es un precioso tango del célebre bandoneonista
bonaerense Rodolfo Mederos, en su mejor versión con la Academia Tango Club, y valga la acotación hacer buen uso de ella para
darle la bienvenida a este puñado de cuentos de Yáñez Canal, relatos que brotan
rumorosos del fuelle de sus entrañas, y compartirlos como inspira participar el disfrute
de los buenos libros, y el entretenido y saludable aporte que representa para
nuestras vidas, justo en estas fechas infectas, temerarias y desoladoras del
implacable coronabicho.
Por favor Abran cancha,
que el Jefe Yáñez pide pista…
Venga un abrebocas:
La promesa del arquero (introito)
El lunes veían la tabla de posiciones en el periódico. Luego, en el colegio, comentaban la jugada del Marciano Miloc, la viveza de Zapirain y la capacidad de driblar de Walter Gómez. O el olfato goleador de Omar Totogol Verdún, Walter Sossa y Hugo Horacio Lóndero. También la alineación del Cúcuta, único zoológico del fútbol colombiano: Palomo Ramírez, Mico Santander, Burrito González, Culebro Rojas y Chita Gómez.
El placer de la brevedad
Toc,
toc…
El bus que le asignaron a Jacinto Rátiva estaba hecho un
asco: latas oxidadas, espejos rayados, la caja chillando y la cabrilla temblando.
Por fortuna ya terminaba ruta en un barrio al sur de la ciudad. Pero, al
aplicar los frenos, el vehículo se lanzó cuesta abajo. No pudo hacer nada. El
estruendo de latas, maderas y ladrillos reveló que el bus entró a la sala. Gritos
e insultos de pasajeros, ocupantes y vecinos le indicaron que no había muertos
ni heridos. Al otro día, un periódico tituló: “¡Toc, toc…no abra, puede ser un
bus!”.
Entre los dedos
Sueño con Cúcuta, pero luego de un largo aguacero el
calor me la desliza entre los dedos.
Súplica
La mujer no descansó. Puso avisos en los postes, llamó a
las emisoras, comunicó en los diarios. Chapulín, su perro, se había perdido en
la Avenida Cero. Era dócil, juguetón y no hacía daño a nadie. En los mensajes
la mujer decía: por favor, se los suplico, solo es un perro salchicha… ¡no se
lo vayan a comer!
Diario de clase (I)
Un triunfo pírrico
18 de julio de 2005
Es mi primer día. Son 38 estudiantes del 606 y ninguno me hace caso. Intento llamarles la atención golpeando el escritorio o esforzándome con gritos. Al final, cuando me levanto y los miro dejan las peleas y las carreras dentro y fuera del salón. Trago saliva e intento una lluvia de ideas para que definan el significado de la palabra ética. Uno que otro se anima a decir cualquier cosa, mientras pienso en cómo voy a salir del salón sano y salvo.
(Para los lectores que quieran interactuar alrededor de la obra de Eduardo Yáñez Canal, pueden escribirle a su correo electrónico edycan30@gmail.com o comunicarse al 3164727642
0 comentarios