Cruzando
cordilleras / de selvas y neblinas / los recios antioqueños / luchando con
tesón / se unieron a la raza / del norte del Tolima / y en tierra de cedrales /
El Líbano nació / Ciudad de torres blancas / Líbano del Tolima / de inigualable
clima / y aroma de café… (Torres
Blancas, himno de El Líbano, Jorge
Villamil Cordovez).
Había un hombre otoñal, robusto, piel trigueña, luenga
cabellera blanca, gafas enormes de cinematógrafo, apoltronado en el lobby del hotel, observando una publicación
de viajes. De vez en cuando interrumpía su lectura para echar una mirada a los
turistas que se registraban. El calor sofocante de la tarde lo obligaba a tomar
la revista como abanico para refrescar su rostro.
Algunos niños pasaban corriendo con su algarabía de días
de asueto, y desde el fondo llegaba la voz del Indio Pastor López interpretando entre trompetas, pianolas y
timbales Solo un cigarro, su éxito
parrandero de muchos años.
De izquierda a derecha, los contadores públicos Gustavo Silva González y Álvaro Salazar Garzón, con el veterinario y zootecnista Salomón Salazar Morales. Foto: La Pluma & La Herida |
El señor de la cola de caballo se despojó de sus
antiparras, les dio una ligera limpieza con su pañuelo, se incorporó y fue a
servirse un tinto de la cafetera eléctrica dispuesta para clientes en el mesón
de recepciones. Miró su reloj y advirtió que eran las cinco y treinta de la
tarde, y se sintió complacido de su estricta puntualidad de toda la vida, de
llegar quince o veinte minutos antes de cualquier compromiso o cita acordada.
No pasaron más de diez minutos cuando empezaron a arribar
en grupo y en solitario varios de sus entrañables paisanos, aquellos que hoy
pintaban canas y bregaban con unos kilos de más, los mismos con los que medio
siglo atrás compartió pupitres colegiales, aventuras y locuras de impúberes,
proyectos e ilusiones a futuro, y disputas de la fibra y del corazón a la hora
de conquistar la niña más bella y codiciada del pueblo.
Fue entonces cuando el puntual Salomón Salazar Morales,
el pasajero incógnito de la cola de caballo que cualquiera hubiese confundido
con un director de cine italiano, en el meridiano de los 66 años, volvió a ser
adolescente.
El icónico y centenarista Café El Águila, en la plaza principal de El Líbano, Tolima. Foto: La Pluma & La Herida |
En un lapsus providencial deshilvanó en su mente el
carrete de aquellos años floridos, y volvió a sentir el aliento, el vigor y el
músculo tenso de la etapa más feliz de un ser humano, la de los tiempos del
colegio, ¡ah! tiempos imborrables, y fue desgranando los apodos con que se
nombraban dentro y fuera de clases, ese ejercicio criollo, inevitable en
cualquier edad de la vida y en todas las actividades humanas, que pone a prueba
el ingenio, la picardía y la fascinación de bautizar un compañero con el
sobrenombre más recurrente o disparatado.
Así fueron aflorando los remoquetes de El Zarco, El Mico, Ensalada, Chita,
Pescuecito, El Tonto, El Tigre, Bombillo, Ornitorrinco, Tarara, Chichigua,
Jetas, Gallina, Narices, El Pecoso, La Hormiga Atómica, Teta Ciega, Pájaro,
Lumumba, Chancaca, El Mono, entre otros de una larga lista.
Cincuenta años después de haberse recibido bachilleres
del Instituto Nacional Isidro Parra,
colegio emblemático del municipio de El
Líbano, y uno de los más importantes del departamento del Tolima, veintitrés de los treinta y un egresados
de esa memorable promoción de 1968 se dieron cita en el Hotel Pantagora de esa localidad, para celebrar la vida, despuntar
añoranzas y reconocerse en el presente con sus logros y familias.
El edificio donde los egresados de la promoción 1968 recibieron las primeras luces del saber y el conocimiento. Foto: Archivo particular |
Por supuesto que no fue una tarea fácil. Dos años duró la
gestión de Salomón Salazar Morales, hoy vicerrector de la Universidad del Tolima y de Álvaro Salazar Garzón, administrador de
empresas y contador, quienes no agotaron en pesquisas, contactos y llamadas
para concretar a los compañeros de vieja guardia, algunos radicados en Estados
Unidos y Europa.
Pero lo lograron. Primero, la complicada tarea de
actualización de datos de los egresados, que se fue dando gracias a los
primeros contactos, el voz a voz, y desde luego, las bondades que brindan las
redes sociales y los dispositivos tecnológicos. Y la paciente espera: unos
habían cambiado de teléfono, otros no se encontraban en el país, unos más, con
grandes deseos de reunirse, pero ya comprometidos con asuntos personales y
profesionales para la fecha fijada.
Samuel y Álvaro, gestores de este afortunado reencuentro,
señalaron en el calendario el puente comprendido del 17 al 20 de agosto de 2018
para la celebración. Veintitrés de los treinta y un concertados reconfirmaron
la asistencia en el municipio que los vio nacer, crecer y formarse como
bachilleres: El Líbano. La
expectativa creció en cada uno de ellos y en sus familias. Volver a las aulas y
patios del Instituto Nacional Isidro
Parra, significaba una experiencia trascendental en sus vidas.
Germán Santamaría, el gran cronista y diplomático oriundo de El Líbano, otro de los ilustres egresados del Instituto Nacional Isidro Parra. Foto: Archivo particular |
Cómo no querer enterarse de las buenas nuevas de Óscar
Vélez Zorrillo, el Mejor Bachiller
Coltejer de Colombia en 1968, luego de cursar estudios universitarios,
prestigiosa autoridad en medicina nuclear; del poeta Henry Bustos, que de bien
chico dejaba ver sus dotes narrativas y su inclinación por la historia; de
Miguel Salazar Hernández, que prometía ser un crack del fútbol, pero que por falta de recursos y palancas solo obtuvo
un título de campeón con la división juvenil del Deportes Tolima; de Gustavo
Silva González, administrador y contador público; de Rubén Darío Walteros,
sociólogo y psicólogo de la Universidad de Barcelona; del eminente médico
pediatra Edgar Parra Chacón, rector de la Universidad de Cartagena; del
ingeniero civil Gerardo Franco; del diplomático Antonio González, o del mismo Samuel Salazar Morales, médico veterinario
y zootecnista, actual vicerrector de la Universidad del Tolima, entre otros de
gran calado profesional e intelectual que acudieron al llamado.
Llegaron con sus esposas, sus hijos, sus nietos, ansiosos
de desempolvar gratos recuerdos en las aulas del colegio que a honra lleva el
nombre del General Isidro Parra,
fundador de El Líbano, precursor
cafetero, y a quien en su memoria le fue levantado un obelisco sobre el
pedestal donde reposan sus restos en la plaza principal de la municipalidad.
De antología el bus colegial que transportaba a estudiantes de municipios aledaños en los años 60. Foto: Archivo particular |
Veinte días antes del encuentro, se enteraron de la
crítica situación de salud del compañero Rubén Jaime Oviedo. Y estuvieron
pendientes de su evolución hasta el 20 de julio pasado, cuando dejó de existir.
Así mismo honraron en una misa la memoria de otros condiscípulos fallecidos.
Los recuerdos se fueron deshojando en el lobby del hotel con las fotografías en sepia,
y en blanco y negro, que dan testimonio de una comarca fecunda, familiar, enclavada
en el piedemonte de la cordillera central, despensa agrícola y ganadera del Tolima, orgullo cafetero por
excelencia, y privilegiado mirador desde sus cuatro puntos cardinales de
hermosos paisajes, caídas de agua, rutas ecológicas y ventana abierta al
imponente Nevado del Ruiz.
En el salón comedor del Hotel Pantagora (por la tribu de los pantagoras que se asentaron en estos territorios), una señora de
gafas oscuras y pava encolada a la usanza de los cordobeses, quiso matar su
curiosidad con una foto en sepia de la Calle
Real con carrera 12, por allá de los años 50 y 60, que lleva la rúbrica del
fotógrafo Ricardo Pardo Farelo.
Vuelo de palomas en la plaza principal de El Líbano, Tolima. Foto: La Pluma & La Herida |
Presto salió al quite el contador público Álvaro Salazar
Garzón al ilustrarla que esa era la arteria principal de El Líbano a partir de su fundación, señalando con nombres propios a
los propietarios de las casonas ubicadas a lado y lado, la de don Manuel Yepes
y la de don Arcesio Parra, cuyas estructuras se mantuvieron firmes por años, pese
a los derrotes de las luchas armadas, oficiales y bandoleras de El Líbano y sus alrededores, pero más
de la violencia bipartidista del 48, tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán,
y la cruenta guerra desatada por la policía chulavita
a órdenes del partido conservador con cuatreros y pistoleros de leyenda en
campos y provincias: Sangrenegra,
Desquite, Chispas, entre otros.
Fueron tres días para refrescar la memoria, intercambiar
anécdotas, recorrer las instalaciones del colegio, en ese entonces, años 60,
destinado a la educación masculina, con internado y estudiantes que llegaban de
Bogotá, Cali, Ibagué, y de varios municipios del Tolima, justamente por el
prestigio del alto nivel académico, la estricta disciplina, y la formación y
exigencia de su equipo docente, todos normalistas y licenciados en sus
respectivas asignaturas.
El manjar tipo exportación de El Líbano, directamente desde su fábrica, en la galería de la municipalidad. Foto: Archivo particular |
De ese recorderis,
cincuenta años atrás, salieron a flote entre pupitres, tizas y tableros los nombres
de profesores como el de Guillermo Díaz, de biología, química y anatomía; Guillermo
Botero y Gonzalo Vargas, de matemáticas; Ulises Díaz, de filosofía; Aurelio Cortés Vidales, de español y
literatura; del atlético Raúl Bohada, de educación física; y de Ricardo Bernal
y Rosa María Ruiz, de música; amén de algunos de los textos de rigor para el
aprendizaje: la infaltable y problemática Álgebra, de Baldor, la Física de don
Alfonso Acosta, La Química de Quiroga y Sears; la Historia y Geografía Descubriendo a América, de Leovigildo
Antía, y la atractiva y bellamente empastada Anatomía, Fisiología e Higiene, de
Jorge Vidal, entre otros libros de alcurnia.
Álvaro Salazar y Salomón Salazar hicieron reminiscencias
de que en ese entonces el Isidro Parra
no exigía uniformes, pero que por fortuna no había disculpa ante el decoro y la
pulcritud del vestuario de diario para asistir a clases, gracias a la
consagración de las señoras madres aplicadas tardes enteras al lavado y
planchado de la ropa de sus hijos, con el propósito de que se presentaran
impecables al colegio.
Álvaro Salazar Garzón y el poeta y compositor tolimense Fabio Josías Polanco, compartiendo el mejor café de la comarca. Foto: La Pluma & La Herida |
Hubo varias visitas en grupo al Isidro Parra, al que no encontraron como antes, aunque notaron que
su infraestructura se conserva en un noventa por ciento. Sí alertaron en las
nuevas plantas para los laboratorios de física y química, construidas en los
últimos años, y ante el escaso presupuesto del que dio informe la actual
rectora Nancy Ramírez, los egresados reunieron un dinero para adquirir
herramientas indispensables como la podadora.
El científico en medicina nuclear Óscar Vélez Zorrillo
trajo a colación el patio de formación, donde antes de ingresar a aulas se
correspondía al llamado a lista, y en actos especiales como el de izada de
bandera o eventos culturales o deportivos, se entonaban las notas de El Bunde Tolimense, del maestro Alberto
Castilla; lo mismo que las letras del bello himno Torres Blancas, de El Líbano,
original del médico traumatólogo y compositor huilense Jorge Villamil Cordovez.
-A ver, cómo estamos de memoria-, inquirió el científico,
y dio la pauta para que sus viejos
compañeros de la promoción del 68 le siguieran la cuerda, y al unísono y
a capela se oyeron las estrofas magnas del insigne compositor de la hacienda El Cedral, que tanto lustre y gloria le
ha conferido a la música autóctona de Colombia.
La famosa carrera 12, o Calle Real, de El Líbano. Foto: Ricardo Pardo Farelo |
Cruzando
cordilleras / de selvas y neblinas / los recios antioqueños / luchando con
tesón / se unieron a la raza / del norte del Tolima / y en tierra de cedrales /
El Líbano nació. / Ciudad de torres blancas / Líbano del Tolima / de
inigualable clima y aroma de café. / Esos tus cafetales / regalando aromas / que
lleva el viento / guardando los recuerdos / de esta hermosa tierra / reina del
Tolima. / Ciudad de torres blancas/ y de mujeres bellas, / tus hijos te recuerdan
/ aunque lejos estén. / Pasaron las tristezas / de tiempos ya lejanos / se
fueron para siempre / y renació tu fe.
Y como si las ilustrísimas líneas del maestro Villamil
hubiesen sido encargadas para la ocasión, más de uno de los presentes disimuló el
lagrimeo, y coincidieron refrescar la garganta y los recuerdos al calor de un
anís en el bar del hotel.
Tocado por la satisfacción que es hacer realidad un
rencuentro de buenos muchachos
cincuenta años después, Álvaro Salazar Garzón, en fogosa camaradería, citó los
establecimientos donde solían reunirse a punto de graduarse de bachillerato, con
esa licencia impuesta por ellos mismos de asumir sin recelo la postura de los
hombres del mañana, debatir sobre el país alrededor del café o de néctares
espirituosos, y competir con gallardía y verbo a flor de labios por la señorita
de moda que se robaba todas las miradas y galanteos de la localidad.
Panorámica de El Líbano con las imponentes agujas góticas de la Catedral de Nuestra Señora del Carmen. Foto: Archivo particular |
Se mentaron las gestas sentimentales de Héctor Galvez
Montoya, el don Juan de la promoción,
diestro en las batallas de desbarajustar corazones no solo en los colegios
femeninos sino en el vecindario, y hasta en mujeres prohibidas de hábitos y
relicarios.
A su vez, el veterinario y zootecnista Salomón Salazar
subrayó las habilidades del poeta Henry Bustos, el hado lírico de cabecera a
quien se le encargaba, tarifa ineludible, cartas de amor, acrósticos y esquelas
perfumadas del correo sentimental que fluía más allá de los predios de colegio,
en los encuentros furtivos que se pactaban en cafecitos, heladerías y en prematuros
clubes de baile como El Nevado, El Tip
Top, el Montecarlo, el Club Líbano, el Café Social, y el más
frecuentado por los galanes, epicentro de sus primeras jugarretas de billar, el
centenarista Café Águila, atendido
por doña Elvia, madre del ciclista Alberto Páez, que colmaba a sus pupilos con
espumosos capuccinos y exquisitas
colaciones recién horneadas.
Salazar Garzón indicó que en ese café, El Águila, que fue arrasado en 1994 por
un demoledor incendio con varios establecimientos de la misma cuadra, y que
luego fue restaurado, el destacado cronista y diplomático Germán Santamaría,
también egresado del Isidro Parra, era
entre la muchachada soñadora el centro
de atracción de las tertulias literarias y periodísticas alrededor de los
grandes exponentes del boom
latinoamericano encabezado por el laureado Nobel Gabriel García Márquez.
El maestro Polanco atento en las páginas del periódico Cronistas, informativo de El Líbano, Tolima. Foto: La Pluma & La Herida |
Santamaría, con los años, se convertiría en el cronista
estrella del diario El Tiempo (enviado especial a más de treinta países), a
partir de su premiada serie de la catástrofe de Armero, el 13 de noviembre de
1985, y sus conmovedores relatos sobre quien se erigió como protagonista de la
tragedia a la Niña Omaira.
Posteriormente, su consagración como escritor de varias novelas y libros
periodísticos, la mayoría de obligada consulta y análisis en facultades de
periodismo.
Luego de recoger pasos en el Café Águila, los egresados emprendieron un paseo por la plaza
principal. Visitaron el obelisco del general Isidro Parra, recordaron los
matinés de karatekas y pistoleros del Teatro La Tinaja, y las prolongadas
jugarretas de ajedrez del Club Minaya.
Sobre el costado oriental de la Catedral de la Virgen del
Carmen, purísima en su fachada y de agujas góticas, estaba parqueada una flota
de Rápido Tolima, icónica en esa próspera región como el aguardiente Tapa Roja
de las ferias y fiestas; las hermosas casitas de cedro y nogal pintadas de
colores escolares del municipio de Murillo; el salchichón Tovar (tipo
exportación), de la galería de El Líbano; la vía fantasmagórica comprendida
entre la carrera 3° con calle 16 que conduce al Alto del Crimen, cuenta la leyenda, tenebroso escenario de las
crueles contiendas políticas, de los suicidios y ahorcamientos pasionales que
aún se tejen entre espesas brumas de película; pero también de las vistosas
comparsas a ritmo de sanjuaneros y rajaleñas que por años han avivado y
sostenido festividades tradicionales como el Festival Cultural y Turístico y el Festival de la Cosecha y el Retorno.
La cascada El Silencio, uno de los atractivos turísticos y obligado paseo ecológico del municipio de Murillo, aledaño a El Líbano. Foto: La Pluma & La Herida |
Bajo la sombra de viejos samanes y nogales de la plaza
mayor, algunos cedieron a la tentación de degustar del popular raspado, ese helado artesanal de los
pueblos tropicales de Colombia, que 50 años atrás motivaba a racimos de chicos
en las correrías dominicales después de la misa de las doce.
-¿Cuánto valía un raspado
en esa época?-, indagó a quien en el colegio apodaban El Chichigua.
-Diez, veinte centavos, creo-, contestó el contador
Salazar Garzón, mientras el dependiente del carrito de helados y almíbares
componía su obra de arte de hielo frappe,
sabores y anilinas, y una galleta de vainilla como colofón.
Las fotos y las selfies
en grupo no se hicieron esperar: al lado del obelisco, junto al carromato
del embellecedor del calzado, al frente de la catedral donde un pordiosero
bíblico clamaba a los turistas por un pan, al pie de la flota Rápido Tolima, y
por supuesto, en el lumbral del Café Águila, a escasos pasos de la mesa de un
paisano peinado con gomina que entre sorbos de café repasaba una edición atrasada
del periódico Cronistas, del que por
oídas se enteraron, ante la crisis de los medios impresos, circula cuando puede…
'Chavita' no da abasto a servir tintos de la antigua greca de el Café Águila. Foto: La Pluma & La Herida |
Tres días de reencuentros con el terruño y sus
alrededores, de visitas al Isidro Parra,
a la galería, para proveerse sin falta del salchichón
Tovar, de cenas y paseos, del minucioso reconocimiento de esa comarca que
los vio crecer y formarse bachilleres, de las mejores promociones de ese
colegio, habida cuenta de los fructíferos resultados como destacados
profesionales y hombres de empresa.
Pero había llegado el día de la despedida, el final de un
provechoso itinerario de añoranzas y postales del ayer. Fue el domingo 19 de agosto, y para rematar el
reencuentro dispusieron de una cena en el gran salón de recepciones del Hotel Pantagora, con el recital
poético-musical La Paz tiene la Palabra
del poeta y compositor tolimense Fabio Polanco, con las talentosas voces de
Bibiana y Camilo Torres, y el piano, los arreglos, la producción y dirección
musical del maestro Jorge Zapata.
Una velada lírica y de hondo arraigo musical, que a los
homenajeados y a sus seres queridos conmovió hasta las lágrimas. Hora y treinta
minutos de valses, bambucos y pasillos alusivos a la grandeza y la belleza del
Tolima, con el introito del Bunde
Tolimense, del insigne compositor Alberto Castilla, cantado y declamado.
El maestro Polanco y su recital La Paz tiene la Palabra, en la celebración de los 50 años de ilustres egresados del Instituto Nacional Isidro Parra. Foto: La Pluma & La Herida |
El momento cumbre en el trasegar del repertorio alcanzó
su máxima temperatura cuando el poeta Polanco y sus intérpretes entonaron el
sentido bambuco Vieja calle, y el
grupo de los treinta y un egresados rompió en una salva de aplausos, un regocijo colectivo que cautivó a los
presentes, la mayoría con los ojos inundados de lágrimas.
Vieja
calle del barrio querido / donde tantas veces sonreí feliz / compartiendo con
buenos amigos / juegos y tesoros del alma infantil /. Vieja calle del barrio
añorado / compañera de mi juventud / tibio nido de inquietos pichones / rama
verde de un árbol de amor (…)
Todos coincidieron que ese cúmulo de añoranzas contenidas
en las sensibles estrofas retrataba lo querido y vivido de los primeros años,
de lo que jamás se olvida, de la legítima patria que deja huella imborrable en el
destino del ser humano: los años dorados de la infancia y la adolescencia, la vieja calle del barrio añorado donde se
compartieron con buenos amigos juegos y tesoros del alma infantil.
Álvaro Salazar Garzón en su discurso de emotivo agradecimiento a la conmovedora presentación del bardo tolimense y sus talentosos intérpretes. Foto: La Pluma & La Herida |
Fue tal la emoción al final del recital, que los otoñales
egresados del Instituto Nacional Isidro
Parra, en la celebración de los 50 años de la promoción de bachilleres
1968, rodearon de afectos y felicitaciones al bardo tolimense, igual de embargado
en sollozos, en esa melancolía propia de los creadores que esculpen con
paciencia sabia el cáliz del verbo y lo transmiten desde el fondo del alma.
Prueba fehaciente de esa extraordinaria experiencia,
fueron las sentidas palabras que días después escribió Fabio José Polanco Gaona
a su padre, el poeta:
Hola,
Fabito. Primero que todo un abrazo y un beso. Gracias por haberme invitado a El
Líbano, fue todo un honor y un placer acompañarte, estar sentado a tu lado, ser
el hijo del poeta.
Me
he tardado un par de días en entender y sentir el verdadero peso que tuvo
nuestro viaje. Esta presentación tuya tuvo un público muy especial, un público
que se entregó íntimamente a tus textos, al verse reflejado en ellos, un
público que respondió con lágrimas cuando le hablaron de su casa, de su
escuela, de su familia.
El poeta y su hijo Fabio José, acompañado de su señora esposa y su suegro: la poesía y el amor filial unidos en un estrecho sentimiento. Foto: La Pluma & La Herida |
La
conexión estaba en el aire. Brillaba como polen. Una conexión lograda sobre la
honestidad. Tu poesía, querido Fabito, habla de lo que tú tienes que hablar, de
lo que tú necesitas hablar; es tu voz más profunda, es la que te sale de la
entraña; viene de muy atrás, de cuando decorabas tapitas de gaseosa para correr
la Vuelta a Colombia en el patio de la escuela.
Es
tu voz más profunda y la oyes y la cantas. Y en el escenario eres tea
crepitante, metal al rojo, clamas, tiemblas, ardes. Así te entregas, como si te
inmolaras en el acto de exponerte. Mis respetos, padre.
Luego
fue ver el aplauso de pie de un público que, hasta esa noche, no había tenido
contacto contigo ni con tu obra. Y llovieron las muestras de admiración hacia
ti, el saludo, el abrazo, la foto con el poeta.
Qué
emocionante fue. En el baño me encontré con un señor que me dijo: “muy bueno,
¿no?”, refiriéndose al recital que acabábamos de presenciar. “Muy bueno”, le respondí, y eso que es mi papá y debería
estar acostumbrado.
Qué
orgulloso me sentí de ser hijo tuyo. El señor me felicitó por el papá que tenía.
“Ya lo sé”, le dije al final.
De izquierda a derecha: el maestro al piano Jorge Zapata, los vocalistas Bibiana y Camilo Torres, y el gran oferente de la gala poética y musical: Fabio Josías Polanco. Foto: La Pluma & La Herida |
Y es
que siempre lo he sabido, Fabito. Cada vez que me preguntan por ti digo lo
mismo: mi papá es un ser mitológico. Tus capacidades siempre me han sorprendido.
Y no dejan de hacerlo.
Esa
noche, mientras recitabas, yo imaginaba al niño que se pegaba al vidrio del
restaurante La Barra fantaseando con el día que tendría dinero para sentarse en
ese lugar.
De
allá a hoy ha corrido mucha agua debajo del puente, ¿no es cierto, padre? Y has
hecho tantas, tantas, tantísimas cosas en esta vida, teniendo tan poco, tan
nada, en un principio.
Fue
lindo sentir todo el cariño de tu equipo de trabajo, ver el modo en que se
ocupan de ti como ser humano, como amigo, y no como jefe.
Y
más lindo aún sentir tu cariño hacia mí. Te sentaste a la cena con los míos y,
sobre todo, nos abrazamos varias veces y nos dijimos que nos queremos. Me
encantó todo de esa noche, Fabito.
Con
amor.
Fabio,
el hijo del poeta.
Queda escrito que los milagros de la amistad los
certifica con creces la poesía: un puñado de otoñales egresados se reencuentra
cincuenta años después para celebrar las proezas y los parabienes de la vida, y
al final del convite se encuentra con lo más aproximado, desde el concepto
filosófico, a una epifanía.
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