Luis Fernando Montoya Correa, de muchos años atrás, como a algunos nos suele
suceder en mayor o menor cuantía, venía muriendo lentamente de incomprensión,
de desamor, de soledad, de esa triste e inexorable levedad del ser que suscribió en su novela cumbre el escritor checo
Milan Kundera.
El último de la generación trágica de la actuación de los años 70 y 80, junto con María Eugenia Dávila, Betty Rolando Diego Álvarez, Jorge Emilio Salazar, entre otros, falleció el pasado lunes 25 de junio de 2018 rodeado de los grandes amores de su vida, sus dos hijas Manuela y Rossana, retoños de sus dos matrimonios con María Estela Fernández y Sahio Muñoz, esta última, productora fotográfica de El Tiempo, que no obstante su separación, acompañó y respaldó al histrión en los capítulos más difíciles y trascendentales de su existencia, como el cautiverio en una cárcel de Miami por posesión de estupefacientes en 2001.
Montoya Correa había nacido en Pereira en 1956, y desde los albores de su juventud dio indicios de
que lo suyo era el oficio actoral, al que llegó en uno de los mejores
escenarios, el Teatro Popular de Bogotá
(TPB), y con el maestro ideal en estas lides: Jorge Alí Triana.
Con el faro de Triana, las tablas fueron su academia
en una época romántica y militante del teatro colombiano en ese colectivo del
TPB que vio germinar talentos como Edgardo
Román, Waldo Urrego, Gustavo Angarita, Carlos Barbosa, Víctor Hugo Morant,
Carolina Trujillo, Jorge Emilio Salazar, Diego Álvarez, Vicky Hernández, Luis
Fernando Orozco, Gilberto Puentes, Jairo Camargo, Betty Rolando, Antonio Corrales,
y la misma Fanny Mikey, entre otros de
una pléyade de grandes histriones que con su trasegar fueron imprimiendo su
sello en el cine y la televisión. Pero ante todo, las tablas.
Recuerdo a Montoya en esos tiempos de teatro y
bohemia en La Candelaria, en los
cafecitos y tertuliaderos del sector de Las
Aguas, con su grupo inseparable de rumbas y deleites noctámbulos: María Eugenia Dávila, Jorge Emilio Salazar
y Diego Álvarez, pero más lo añoro por su voz y la rotunda presencia
escénica en versiones de clásicos teatrales como La muerte de un viajante, de Arthur
Miller, donde tuve la oportunidad de aplaudirlo en su primera
representación en el TPB, y muchos años después en el Teatro La Castellana, con Fanny
Mikey, en el devastador y tormentoso rol de Willy Loman, por tercera vez adaptado y dirigido por Jorge Alí Triana.
Justamente por el
éxito con que trascendió la obra en
septiembre 2008, lo cité a la última entrevista que le hice, de varias de
su polifacética trayectoria escénica, en la que Luis Fernando, pese a los altibajos de su vida personal, de sus
enormes vacíos y de los fantasmas y demiurgos que lo acechaban, expresó especial
satisfacción de reencontrarse de nuevo con lo suyo, el escenario, no obstante la
pesadilla que le dejó su pasó por la prisión y el consecuente escarnio en una
figura de su reconocimiento y talante.
In memoriam de un actor de kilates que a lo largo de su
existencia fue protagonista de su propio drama.
Montoya Correa deja un un gran vacío en el histrionismo: su voz, su calidad interpretativa, su presencia escénica. Foto: archivos digitales |
Cada vez que repito ‘Taxi Driver’, de Martin
Scorsese, y veo a Robert de Niro interpretando a Travis Bickle, se me viene a
la memoria el increíble parecido que tiene con usted.
“Es un honor para
mí esta comparación, pero de todas manera me empequeñece porque De Niro es una
figura superdimensionada en la estatura del Séptimo Arte de todos los tiempos”.
¿Usted también la repitió?
“Sí, muchas veces.
Siempre que puedo, la veo”.
No me diga que Robert de Niro fue el punto de
partida de sus obsesiones histriónicas.
“No exactamente él,
pero sí muy temprano en mi vida vi sus películas y me apasioné por su trabajo.
Para ese entonces yo rodaba con mi carrera en el teatro universitario y en
muchos clásicos que hice de niño”.
Si la memoria no me falla, usted es de la primera
camada de actores que en su tiempo orientó Jorge Alí Triana.
“Exactamente,
estamos hablando de los albores del hoy desaparecido Teatro Popular de Bogotá,
a mediados de la década de los 70’s”.
¿Y participó en el primer montaje de ‘La muerte de
un viajante’?
“Es que ha habido
tres montajes con éste. El primero fue con Fanny Mikey y Carlos Barbosa, El
segundo, con Juan Gentile y Lucy Martínez. A mí me tocó el tercero con
Jenniffer Steffens”.
¿Qué significa para Luis Fernando Montoya
interpretar a Willy Loman, el viajante de Arthur Miller?
“Es como la
culminación de un ciclo muy amplio. Un personaje que siempre había deseado y
que llegué a vivir muchas veces, porque con esta obra, y no exactamente con Willy,
hice alrededor de 500 representaciones”.
¿Cómo se identifica con Loman?
“Pienso que esa es
la grandeza de la obra y que hay muy pocas personas que no se puedan
identificar con ella”.
¿Cree que hoy más que nunca se han multiplicado esos
Loman?
“Tú lo has dicho
perfectamente. El capitalismo encarnado, la sociedad de consumo, la pérdida de
valores esenciales en el ser humano, la falta de sensibilidad, han hecho que
estos Loman se hayan proliferado de una manera alarmante”.
¿Qué puede tener Montoya de Loman?
“Lo que todos
tenemos, pero yo he prestado mi cuerpo y mi alma para morir cada noche con
Willy”.
¿Cómo es hoy en día su equipaje?
“Más pesado que el
fardo de cada ser humano que tú ves por las calles de estas ciudades atroces”.
¿Cómo los personajes de los cuadros de Jorge Olave?
“Tal cual:
solitarios y anónimos en las calles o en las estaciones de trenes, esperando el
autobús o el tranvía que nunca ha de pasar, o que ha de ser su último destino”.
¿Cómo le parece Luis Fernando que hayamos llegado a
tal extremo de soledad y de individualidad?
“Es doloroso, pero
a la vez es un alto en el camino, es una oportunidad de tomar conciencia, y es
no negar el dolor en el alma que llevamos todos”.
¿El arte, en su caso, redime en alguna forma esas
vicisitudes?
“Yo creo que el
arte es lo que le da sentido a la vida, y con el arte la tragedia es más
llevadera”.
¿De qué se ha desapegado?
“‘La muerte de un
viajante’ da esa oportunidad de reconocer los verdaderos valores del amor y la
razón de ser de los hombres, y de desapegarse de esos valores impuestos, que
son el espejismo de cualquier sociedad, o donde quiera que la familia sea el
núcleo de un conglomerado que se debate entre la sinrazón, el absurdo y la
decadencia”.
¿Cómo se ha amoldado a los rigores estéticos del
texto?
“‘La muerte de un
viajante’ es una partitura, un pentagrama que se va pegando en la piel y en el
alma como si fuera una sinfonía desgarrada”.
¿Qué hace cuando lo traiciona la memoria?
“Estoy seguro de
que la memoria no me va a traicionar porque el texto está adherido a mí mismo,
como lo están las cosas que le atañen a cualquier ser humano o habitante de
estas urbes”.
¿Qué grado de adrenalina le genera Willy Loman?
“La misma que el
abismo de la muerte”.
¿Necesita de un ‘Jack Daniels’ cuando llega al
camerino?
“La obra en sí es
una botella de ‘Jack Daniels’: te embriaga y te araña el alma”.
¿Qué representa para un actor, en su caso, morir
todas las noches?
“Es tener el valor
de hacerse un ‘harakiri’ y enmendar un poco la terrible existencia a la que
estamos abocados”.
¿Cómo se observa al espejo con la careta de Willy
Loman?
“Como cualquier
histrión que use su máscara para aliviar sus penas”.
¿Y cuando asoman hebras plateadas en la sien?
“Se ve lo inútil
del espejismo: como si la vida misma no fuera un teatro en el que hay que reír
por no llorar”.
¿Ha llorado últimamente, Luis Fernando?
“Todas las noches
antes de morir”.
¿Sigue siendo un incomprendido?
“Creo que todos, en
mayor o menor grado, lo somos. Y para ese mal no hay otra solución que la
muerte”.
¿Piensa mucho en la muerte?
“Es mi compañera,
yo soy su inquilino”.
¿Qué significa ser uno más de la generación trágica?
“Yo creo que como
en el teatro, la tragedia es la cúspide de la representación humana, donde está
en juego el todo y lo único que tenemos, que es la vida”.
¿Cuál ha sido su tragedia mayor?
“El desamor y el
olvido”.
¿Y cómo trata de curarse?
“Muriendo con amor,
valor y dignidad, tal y como lo hizo Fanny Mikey, que se fue riendo más allá de
la tumba”.
¿Necesita de algún placebo?
“El teatro es el
mejor placebo”.
¿Rondan su habitación los memoriosos fantasmas de
Diego Alvarez y Jorge Emilio Salazar?
“Casualmente en
esta obra, los dos personajes que representan a mis hijos, fueron los que en su
momento les correspondieron a Diego y a Jorge Emilio”.
¿Cómo recuerda a Diego?
“Cómo un ser que
siempre ansiaba la libertad y que luchó por ella hasta morir”.
¿Y a Jorge Emilio?
“Como un ángel que
no conoció la maldad de este mundo”.
¿Quedan amigos de ese entrañable clan del barrio La
Candelaria?
“El que más queda,
el que perdura, el más fuerte, el más leal, es Jorge Alí Triana”.
¿Cómo se ha sentido dirigido por Jorge Alí?
“Cobijado por una
enorme y responsable paternidad”.
¿Cómo se siente de regreso a lo suyo, a las tablas,
al teatro?
“Como si volviera a
caminar por el sendero que me llevó a conocer lo grande de esta vida, de la
mano de los bellos seres humanos que me rodean”.
¿Qué fue lo último que hizo en teatro?
“Cuatro obras de
Lorca en Nueva York: ‘El maleficio de la mariposa’, ‘Yerma’, ‘El público’ y
‘Bodas de sangre’”.
¿Su memoria de Nueva York?
“Es muy parecida a
la de Lorca, que se sintió tan solo tomando los trenes en esos terraplenes
hostigados de multitud”.
¿Hay alguna memoria escrita al respecto?
“No he tenido
tiempo para escribir porque ‘La muerte de un viajante’ me ha tenido muy
ocupado”.
¿Tampoco ha tenido tiempo para volverse a enamorar?
“El amor, como a
Willy Loman o a cualquier ser humano, le es esquivo”.
No podrá usted desconocer el amor de sus adoradas
hijas...
“Pero es que ese es
el verdadero amor”.
¿De qué suele hablar cuando le da por tomarse unas
copas con Willy Loman?
“Con Willy Loman ya
no hay necesidad de hablar porque ejercemos el sabio lenguaje del silencio”.
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