Acuarela de la Virgen de Fátima con los tres pastorcitos de su revelación, del proyecto de Emaús |
En primera instancia, traigo a colación el artículo Milagro en el espejo velado, del maestro Vicent, publicado por El País de España (25 de julio de 2010), abrebocas de cómo se originó su fascinante ficción, y a continuación
el relato que nos convoca: La señora inglesa de Fátima,
extraído del libro Los mejores relatos
de Manuel Vicent (Editorial Santillana, 2005, colección Punto de lectura).
Amigos y amigas, espero lo disfruten y lo compartan.
Milagro
en el espejo velado
Durante años el poeta Fernando Pessoa, hecho un dandi ya
un poco descalabrado, con sombrero, pajarita, lentes ovaladas sin montura y
bigotito, con los bolsillos del gabán llenos de versos rayados en papeles de
estraza, después del trabajo de escribiente en unas oficinas comerciales de la
Baixa de Lisboa daba con sus huesos en el café A Brasileira, situado en el
Chiado, donde solía verse con otros escritores y periodistas bohemios.
Antes de irse a dormir bebía con ellos hasta la
madrugada. Hablaban de proyectos literarios nunca realizados, fundar una
revista, mandar un relato a un editor, blasfemar por la mala suerte, comentar
el suicidio de algún colega, esperar un milagro. Este viaje al café era su
regreso perenne a Ítaca.
En sus diarios, Pessoa anota esta recalada de cada noche
en A Brasileira como una salvación, si bien aquella espiral de humo no era más
que una rueda tentada. Los camareros conocían las preferencias del hígado de
este cliente.
Nada de whisky o de cerveza. Simplemente absenta, el
aguardiente duro que llega más directo al alma de los poetas para calentar sus
sueños. Hoy el poeta Pessoa convertido en bronce está sentado a la puerta del
café A Brasileira a merced de las palomas y de los turistas que se le abrazan
para hacerse una foto.
Recuerdo que en mi primer viaje a Lisboa con unos amigos
pintores compré café de Brasil, copas de cristal granulado, vino verde y
toallas que no secaban, aunque tenían mucha fama, ignoro por qué.
En el paseo por el Chiado, sin saber que existía, entré
en el café A Brasileira, un establecimiento art déco, con espejos velados en
los que algunos años después se reflejaría un milagro, que el agnóstico Pessoa
no pudo haber imaginado nunca.
En el segundo viaje sonaba en Lisboa la canción Grândola,
Vila Morena, las bocas de los fusiles aún tenían claveles y la revolución de
abril se concentraba todavía en el monóculo del general Spínola.
En el Chiado me encontré con Luis Carandell y juntos
compramos grabados antiguos de puertos de mar en las librerías de lance del
Barrio Alto y luego tomamos una copa en A Brasileira. Tampoco en ese momento
había sucedido el milagro.
Otros viajes a Lisboa siempre me han deparado placer y
alguna sorpresa. Durante la excursión con los compañeros de la revista Hermano
Lobo, Chumi Chúmez, Summers, Perich, Haro Tec-glen, Umbral, Vázquez Montalbán,
todos muertos excepto Forges, Ops y este que suscribe, en el café A Brasileira
se produjo la escisión de la que nacería la revista Por Favor, que se creó en
Barcelona por una cuestión de pasta.
Pero el milagro de A Brasileira se produjo a mitad de los
años ochenta del siglo pasado cuando me encontré con la Virgen de Fátima en
carne mortal, sentada a un velador ante una taza de chocolate y un bollo.
Era una anciana muy elegante. Un fotógrafo portugués me
animó a que me presentara ante ella y le preguntara si era la señora que se
apareció en Cova de Iria. Así lo hice. Después de cierta reticencia por mi
proceder tan intempestivo y habiéndose repuesto de su primera duda, me ofreció
la silla a su lado y me contó la historia.
Se llamaba Mary Wilkin y era inglesa. Se había casado en
el año 1917 con Roberto Pinheiro, un joven topógrafo de Oporto, al que conoció
en Londres.
El primer trabajo de su marido consistió en realizar unos
cálculos de topografía para abrir una carretera de segundo orden en Cova de
Iria, un paraje abandonado del mundo junto a un pueblecito de Fátima.
Mary Wilkin, apenas una adolescente, recién casada,
pelirroja, vestida de blanco hasta los pies, con sandalias y un chal azul
acompañó a su marido y mientras él trabajaba en las mediciones del terreno,
ella se perdía por el valle buscando flores silvestres.
Era el 13 de mayo cuando le sorprendió a media mañana una
tormenta y se subió descalza a un árbol. De pronto se abrió el sol entre dos cúmulos
blancos, un rayo le iluminó el rostro y en ese momento, en el silencio absoluto
del paraje, sonó el tintineo de campanillos de unas cabras y vio a tres
pastorcillos, dos niñas y un zagal, al pie del árbol mirándola.
Aquellos niños nunca habían visto a una joven pelirroja
vestida de blanco con un chal azul, salvo en la estampa de la Virgen de Murillo
que había en la iglesia de Fátima. Traté de que entendieran en inglés. Jugamos
al escondite y nada más.
-Ese verano -me dijo Mary Wilkin- volví con mi marido de
vacaciones a Inglaterra y de regreso a Portugal en otoño me encontré que a Cova
de Iria iban decenas de miles de peregrinos.
Años después en la presentación de un santoral de Luis
Carandell junto al padre Martín Patino, conté que este prodigio del café A
Brasileira podía considerarse el verdadero secreto de Fátima. Y ante cierto
malestar que expresó monseñor, dije que Dios no tenía por qué molestar a la
Virgen y hacerla bajar del cielo si pudo haberse servido de una bella inglesa
para realizar el milagro.
El escritor español Manuel Vicent, autor del relato. Foto: elpais.com |
La señora inglesa de Fátima
A media tarde, por la Rua Augusta de Lisboa vi pasar a la
Virgen de Fátima en carne mortal.
Era una anciana alta y distinguida, de tipo británico.
Vestía abrigo de astacrán algo raído con un pañuelo de seda pálido en el cuello,
botines de terciopelo y gorro de lana. Caminaba encorvada sobre un bastón de
ébano por la acera, no sin cierta elegancia congénita, como una señora de buena
estirpe venida a menos, y se paraba a veces a contemplar el escaparate de
alguna pastelería.
Damas de semejante clase se ven muchas en Lisboa o en
Oporto, pero ésta era la verdadera Virgen de Fátima en persona. Parecía
extremadamente vieja y luego supe que tenía ochenta y siete años, aunque iba
aún con pies menudos. La seguí a corta distancia observándola y ella tomó la
dirección de Chiado por la plaza del Rossio y la cuesta do Carmo y en la calle
Garrett entró en el café Brasileira a merendar. Allí la abordé.
La mujer me recibió amablemente en el velador hablando
con exquisita educación ya sin el mínimo acento inglés y se quedó sorprendida
con agrado cuando descubrió que yo conocía su historia.
-¿Es usted la Virgen de Fátima?-, le pregunté con sumo
respeto.
-¿Cómo dice, señor?
-Perdóneme, no soy periodista sino un simple devoto. -¿Es
usted la Virgen de Fátima-. Insistí con una sonrisa de súplica.
-¿Quién se lo ha contado?
-La he visto pasar por la calle y alguien me ha jurado
que es cierto. Señora, permítame que la invite a un chocolate con bizcocho. Me
haría usted el hombre más feliz.
-Siéntese, caballero. ¿Desea tomar algo? ¿Un poco de agua
bendita? En efecto, yo soy la Virgen de Fátima. En Lisboa lo sabe muy poca
gente. ¿Cuál es su nombre?
-Soy un admirador desconocido. ¿No le importa hablar
conmigo? Es usted bellísima, señora.
Se resistió un poco al principio, pero no había llegado
todavía el camarero con las viandas a nuestra mesa y la anciana, movida tal vez
por la vanidad del alma o por la soledad del corazón, ya había comenzado a
narrar el bello relato de un lejano día del año 1917.
Ella recordaba con nitidez el perfume de aquellas flores
silvestres y el sol de mayo dorándole el rostro en el perdido valle de Cova de
Iria, donde en el silencio de la naturaleza solo se oía un levísimo bullicio de
insectos, el paso de la brizna que le vibraba en el perfil de la oreja y el
tintineo de esquilas de algún rebaño invisible.
En aquel tiempo ese lugar era el fin del mundo, sobre
todo para una joven nacida en Londres que acababa de desembarcar, recién
casada, en Portugal.
-Me llamo Mary Wilkin realmente, aunque en este barrio de
Chiado donde vivo todos me dicen doña María, viuda de Pinheiro. Europa estaba
en guerra cuando conocí a mi marido, un lindo galán de Oporto, hijo de un
comerciante de vino que estudiaba topografía en Inglaterra.
Me enamoré de él porque intentó poseerme primero con su
mirada fiera y dulce a la vez, nunca había encontrado un varón así, tan tierno,
tan rudo, oh mi pobre Roberto. Yo era una muchacha anglicana, inocente y rubia.
Bueno, no era exactamente rubia, sino un poco pelirroja, y no supe que mi
cabellera resplandecía como una llama hasta que vine a esta luz del Sur.
Mire mis ojos. Son azules. Entonces yo tenía los ojos
azules más maravillosos que usted pueda imaginar. ¿Le parezco coqueta? Oh, Dios
mío.
Perdí la virginidad durante la travesía en barco desde
Liverpool a Lisboa, que fue mi viaje de novios, en junio de 1916. No puedo ser
coqueta con tanto lastre, ¿verdad?
Me he convertido en un montón de huesos, soy una pura
ruina, pero piense usted en una chica hermosa y muy alta, extranjera y vestida
de blanco organdí hasta los pies y la pamela de frutas atada con un velo de tul
color malva, cruzando el Rossio con 18 años.
Todas las mujeres iban de negro absoluto en Portugal,
particularmente en el campo. Yo causaba sensación. No sé aún cómo evitar
aquella vanidad.
El camarero de la Brasileira depositó en el mármol del
mostrador dos tazas y algunos pasteles. La Virgen de Fátima alargó una mano
delicada, casi traslúcida, cruzada de venillas incandescentes, hasta la bandeja
y temblorosamente escogió un bizcocho de crema para elevarlo a sus labios. Como
un incienso, el humo del chocolate espeso le nublaba la barbilla, y en medio de
la merienda la señora fue contando lances de un famoso pasado.
Su marido, Roberto Pinheiro, había conseguido un buen
empleo omo topógrafo en una compañía angloportuguesa de obras públicas y unos
de sus primeros trabajos consistió en
explorar el paraje de Cova de Iria, en la región de Beira, donde se había
proyectado la construcción de una nueva carretera de segundo orden. El señor
Pinheiro debía hacer mediciones y estudios del terreno para el futuro trazado.
-Me gustaba mucho la naturaleza, yo era una chica poco
salvaje, eso es cierto, y conservaba todavía una inocencia angelical. Solía
acompañar a Roberto en aquellas excursiones. La soledad de aquel valle me
excitaba. Mientras mi marido hacía cálculos con unos instrumentos de
topografía, yo me alejaba de él saltando breñas, a veces gritaba y volvían
cuatro ecos, cogía flores silvestres, subía a los árboles, me quedaba extasiada
como una largatija o de pronto me echaba a correr por los senderos entre jaras
y me perdía.
Fue el 13 de mayo de 1917, no hay duda, ya que esa fecha
está en la historia. Pero dígame, ¿quién es usted? No haga ese gesto de
alucinado. ¿Es usted periodista? Quisiera saber quién le ha hablado de mí.
Resulta un poco extraño contar estas cosas a un desconocido.
-Solo soy un devoto de la Virgen de Fátima. Un fiel e
ingenuo creyente en usted.
-¿Cómo uno de aquellos pastorcitos?
-Más aún, señora María –le dije lleno de emoción-.
-No me gustaría que se repitiera aquel milagro en el café
de la Brasileira. Con una vez, ya hay bastante. Pero dígame su nombre. ¿Quién
le ha enviado?
Era el mes de mayo, año de gracia de 1917, y corrían
malos tiempos por el mundo. Europa ardía en pólvora, una convulsión
revolucionaria había comenzado a germinar en Rusia y los masones mandaban en
Portugal.
El sonido de los cañones, los gritos de lejanas
muchedumbres y las soflamas de los periódicos encabezadas por enormes titulares contrastaban con la paz
de aquel pueblo perdido en cuyo territorio ignorado las mariposas amarillas
bailaban sobre los agrestes matorrales en flor y se oían esquilas de ganado y
zumbidos de tábano que invitaban al sueño. Como todos los días, tres niños
pastores de Fátima salieron al campo con unas cuantas ovejas y un par de
cabras.
-Aquella mañana de primavera yo me sentía particularmente
dichosa. Acaba de hacer el amor bajo una encina y eso puso mi cara más radiante
tal vez. Roberto comenzó a trabajar y yo me fui a pasear bordeando el filo de
una hondonada hasta coronar un pequeño cerro y caer enseguida en una vaguada de
carrascos y olivos.
Recuerdo muy bien que andaba entre jaras cantando una
balada de mi país y creo que no era aún medio día. De pronto escuché un trueno
y en el cielo, de forma súbita, fraguó una breve tormenta.
Para guarecerme del chaparrón me refugié frente al tronco
de un árbol de regular alzada e incluso me subí a él descalza. Yo iba vestida
de blanco hasta los pies y había cubierto mi larga cabellera de oro quemado por
un velo azul que hacía juego con mis ojos, y cuando entre dos nubes volvió a
salir el primer rayo del sol, éste me dio de lleno y mi figura tal vez
resplandeció como una llama.
En ese instante descubrí a tres niños bajo las ramas y
para mí esa fue una aparición, porque no les había oído llegar, aunque al otro
lado del barranco sonaban campanillas de oveja y balidos de cabra.
Aquellos lindos pastorcitos parecían muy curiosos. Desde
lo alto del árbol les sonreí y ellos me preguntaron cómo me llamaba y yo les
dije con acento inglés que me llamaba María. Nunca habían vestido a una mujer
rubia toda vestida de blanco y de ojos azules encima de un olivo con toda la
luz en el rostro, ésa es la verdad.
Entonces yo hablaba todavía un protugués endemoniado y no
conseguí expresarme bien y aquellos niños no cesaban de hacerme preguntas.
¿Quién eres? ¿De dónde has venido? ¿Por qué tienes la piel tan luminosa? Y,
bromeando, les contesté que acababa de caer del cielo. Quedaron pasmados y yo
me divertí un poco con su ingenuidad.
Les obligué a prometer que no lo contarían a nadie y les
aseguré que al día siguiente yo les esperaría a la misma hora subida en el
mismo árbol.
Francisco tenía cierta picardía, Jacinta era
absolutamente un ángel, pero en la mirada de Lucía pronto adiviné una helada
luz interior. Ella parecía la más imaginativa, mantenía esa reserva que nace
del ensueño y aquella diversión campestre duró varios días, apenas una semana.
Yo vivía con Roberto en una tienda de campaña junto a un
pequeño manantial y cada mañana, en el instante acordado, acudía al lugar de la
cita, me subía al árbol y allí esperaba a los niños.
No coincidimos siempre, aunque nuestro encuentro era
bastante rutinario, y entonces les contaba historias de mi país, les hablaba de
los desastres que estaban sucediendo en el mundo, y ellos casi no entendían mi
lengua, sólo permanecían risueños y absortos contemplando mi cara, mi cabellera
rubia, mi vestido blanco, mi velo azul.
Recuerdo que Lucía dijo que yo era idéntica a la Virgen.
En un altar de la iglesia de Fátima, según ella, había una imagen igual. No le
di importancia. Tal vez bromeé un poco y cuando mi marido terminó el trabajo
desaparecí de aquel lugar para siempre. Ese verano pasé unas largas vacaciones
en Inglaterra con la familia.
En el café Brasileira de Lisboa había mucho humo, mucha
gente. Entre espejos modernistas y adornos florales los portugueses merendaban
a media tarde y sin duda todos serían fervorosos creyentes en la Señora de
Fátima, pero ninguno más que yo, puesto que un servidor la tenía enfrente
sentada en una silla con las manos temblando sobre el bollo del velador,
acicalada con blusa de seda.
Yo también veía la figura de la anciana reflejada en un
cristal biselado de la pared donde había grabada la silueta de una ninfa e
imaginaba a esa vieja dama en su dorada juventud, vestida de resplandeciente
organdí cruzando como una ráfaga el desolado pasaje perdido de Cova de Iria, un
mes de mayo florido de 1917. Ahora ella no hacía sino apurar la taza de
chocolate sonriendo.
-De regreso a Portugal, a principios de otoño, quedé
pasmada con la noticia de los milagros. Me sorprendió la masa de peregrinos y
curiosos que acudían a visitar mi olivo preferido. Fue un caso de alucinación
colectiva, pero de este asunto prefiero no hablar.
Después hubo rumores acerca de la muerte de Francisco.
Era el más pícaro. Nunca dudé que no llegaría a mozo. ¿Sabe una cosa? Soy
católica conversa., adoro a la Virgen de Fátima; en la alcoba, a los pies de mi
cama, tengo su imagen y todas las noches le rezo con mucha devoción. Ella es la
nostalgia de una belleza que había en mí y que ya se ha ido. Pero dígame,
¿quién es usted? ¿Quién le ha enviado? No entiendo nada.
La anciana Mary Wilkin, hoy señora María, viuda de
Pinheiro, se levantó con cierta majestad. Yo le ayudé a ponerse el vestido de
astacrán. El camarero, con una reverencia solícita, le entregó el bastón de
ébano y ella atravesó el humo o incienso del café Brasileira con una elegancia congénita,
salió a la calle y fue caminando con pies menudos.
Desde la acera observé cómo se metía en un portal de la
plaza de Chiado. Y todo quedó como otra aparición.
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