Pilar
Quintana, escritora del Pacífico, voz de largo aliento,
reveladora y sin quebrantos de la literatura que nos acontece, que esta semana se
alzó con el acreditado Premio de Narrativa
Colombiana, organizado por la Universidad
de Eafit, por su reciente novela, La
Perra (Penguim House Mondadori), cedió este bello texto a La
Pluma & La Herida, como un saludo de apertura al Hay Festival Cartagena de Indias, que este año cumple con su 18°
versión, y que tiene a España como país invitado de honor, y desde luego a Quintana, como una de sus protagonistas.
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Voy a contar la historia de un hombre que tenía una doble
vida. Una de día y otra de noche. Una, para decirlo en sus palabras, que él
tenía todas las razones para creer que era verdadera y otra que no tenía forma
de probar que era falsa.
La historia de este hombre podría no ser extraordinaria.
Podría ser la historia de todos nosotros. De día vivimos nuestras rutinas y
cumplimos con nuestras obligaciones. Nos bañamos, comemos, trabajamos, hablamos con amigos,
vemos televisión, leemos, nos relajamos. Somos gente normal. Personas sometidas
a las leyes de la naturaleza sin cualidades notables o especiales, sin eventos
demasiado ajenos a lo común y explicable.
De noche, en cambio, podemos ser y hacer cualquier cosa.
Estamos en un lugar y de repente aparecemos en otro. Salimos de un sitio en
carro y llegamos a nuestro destino a caballo.
Adquirimos la facultad de volar y perdemos la de correr.
Nos persiguen villanos a los que solo podemos intuir, nos hacemos amigos
íntimos de las celebridades inalcanzables de la pantalla, luchamos contra
monstruos cuya existencia no habíamos sospechado.
Visitamos mundos tan extraños o terroríficos o románticos
que hacen palidecer a los de las películas de Hollywood.
De noche, cuando dormimos, se abre el telón del teatro de
nuestra mente y nos convertimos en protagonistas de dramas que sentimos ajenos,
pero que no pueden ser sino nuestros.
De noche somos los dramaturgos, arquitectos y directores
involuntarios de esas aventuras y, sobre todo, sus superhéroes. A la mañana
siguiente nos despertamos intactos, como si nada hubiera pasado y, muchas
veces, ni siquiera nos queda una sombra de memoria de esos eventos magníficos.
La historia del hombre que nos ocupa hoy podría ser la de
todos nosotros, pero es extraordinaria. Como a nosotros, a él también el tiempo
se le iba más rápido cuando soñaba.
Siete horas del reloj representaban apenas una dentro de
sus sueños. Sus experiencias nocturnas eran tan ricas e intensas que nublaban
todo lo que le pasaba durante el día.
Para él los sueños empezaron a ser más reales y definidos
que los hechos de su vida diurna. Con el tiempo sus sueños se hicieron cada vez
más anecdóticos, con ese aire de continuidad que tiene la vida. Los paisajes
empezaron a jugar un papel importante.
Mientras dormía en su cama, hacía viajes largos y sin
incidentes, en los que veía pueblos extraños y lugares hermosos. O se descubría
a sí mismo con un traje de otro siglo, en medio de una conspiración en favor de
la Revolución Francesa. O leía, en sueños, historias como las de las novelas de
caballerías. Solo que las de sus sueños eran muchísimo más vívidas y
conmovedoras.
Entonces empezó a escribir y vender las historias que
soñaba. A la hora de acostarse, ya no buscaba el entretenimiento más bien
siniestro que hasta aquella época sus noches le habían proporcionado. Ahora
buscaba cuentos que pudieran imprimirse, venderse y que entretuvieran a los
lectores.
Según él, “Ese pequeño teatro del cerebro que mantenemos
iluminado toda la noche” estaba administrado por unos entes que vivían en su
interior mientras él dormía. Los llamaba, indistintamente, la Gentecita o los Brownies.
Al principio, la Gentecita
o los Brownies no eran muy diestros e
interpretaban obras sin ton ni son. Cuando entendieron las preocupaciones
económicas del hombre, empezaron a producir historias coherentes, con un
principio y un final y todas las leyes que gobiernan la vida.
Y mientras él reposaba plácidamente, ellos, la incansable
Gentecita y los insomnes Brownies, le prestaban un servicio
íntegro: le proporcionaban mejores historias que las que él hubiera podido
crear por sí mismo. O al menos eso fue lo que él dijo.
Lo cierto es que sus historias fueron un éxito inmediato y
que llevan vigentes más de un siglo. Estas historias -llenas de aventuras extrañas, horribles y sin
prejuicios contra lo sobrenatural- constituyen un puente entre los dos seres
que nos habitan: el de la noche y el del día, el del inconsciente y el de la consciencia,
el de los sueños y el de la vigilia.
En una de estas historias, el personaje es un hombre que
tiene una doble vida: una como caballero respetable y otra como un ser malvado.
Se llama El extraño caso del doctor
Jekyll y el señor Hyde y su autor es nada menos que Robert Louis Stevenson. O el inconsciente de Robert Louis Stevenson. O la Gentecita
o los Brownies, vaya usted a
saber.
Cada vez que me preguntan por qué o para qué escribir a
mí me gusta pensar en Robert Louis
Stevenson, en la Gentecita y los Brownies, porque para mí la escritura es
lo mismo que soñar de día: es la posibilidad de ser y hacer lo que más queremos
o lo que más odiamos o lo que más tememos en la vida, en últimas, es el único
lugar en donde podemos ser verdaderamente libres.
Siempre fui un poco como Robert Louis Stevenson: una persona solitaria que vivía imbuida en
las historias que su mente creaba. Esta circunstancia me llevó a sentirme inadecuada,
una extraña en mi propia tierra, un ser distinto a todo lo que me rodeaban.
Hace diez años, cuando el Hay Festival me invitó a hacer parte del primer Bogotá 39, descubrí que en el mundo
había por lo menos otras treinta y ocho personas tan inadecuadas como yo, que vivían
para contar historias y, más asombroso todavía, que había gente a la que le
interesaban nuestras experiencias creadoras y todo lo que tuviéramos para
decir: los lectores.
Los eventos literarios –las ferias y los festivales– son
un lugar de encuentro. En ellos se reúnen los escritores viejos con los
jóvenes, los de África con los de Europa, las mujeres con los hombres, la Gentecita y los Brownies con sus lectores.
En el Bogotá 39
de hace diez años yo descubrí por primera vez a mis pares y también a los
lectores y así entendí que el oficio de la escritura no era tan solitario como
pensaba y que quizá podía seguir soñando acompañada: que era posible que entre
todos pensáramos y armáramos una cartografía de la literatura que estábamos -que
estamos, que seguimos- haciendo.
Muchas gracias.
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