La modelo y futbolista paisa Juliana López Sarrazola, en la flor de la vida, hoy tras las rejas en una cárcel de China. Foto: Instagram |
Ricardo
Rondón Ch.
No todo está perdido para la modelo y futbolista paisa Juliana López Sarrazola, condenada por
la justicia china a quince años de prisión por tráfico de estupefacientes.
Seguro que la dura experiencia que ahora comienza a vivir
entre rejas al otro extremo del hemisferio, le va a servir para blindarse de esos
errores latentes de las jovencitas, el de la ingenuidad y la provocación, que
aprovechan al máximo y casi siempre con amenazas los guasones intermediarios del
narcotráfico.
Cuando recobre la libertad, a la edad de 37 años, Juliana regresará a su país con una
historia de vida que editores y productores de cine, o un Dago García para televisión, no dudarán en extenderles jugosas
propuestas para hacer de su drama un Best-Seller,
una película taquillera, o una serie de impacto en la franja prime. El espectro
mediático cada vez más ávido de estas historias.
Con lo anterior intentará redimir, en palabras del gran Proust, algo de ese tiempo perdido, de
ese encierro de eternos y tortuosos días, de la ausencia familiar, la más
dolorosa, y recapacitar que es mil veces mejor el cucayo (pega del arroz) con
huevo frito en libertad, que la langosta rociada de caviar y vino a un precio
tan alto, el de la asfixiante rutina en un penal. ¡Y en China!
A lo mejor el sacrificio no sea en vano y retorne con el
ánimo dispuesto para liderar una fundación que incentive propósitos de enmienda
y renacer, que nunca es tarde, para aquellas colombianas y colombianos, la
mayoría menores de treinta años, que se dejan seducir por el dinero fácil y
caen como insectos en las redes del crimen organizado, y su maridaje diabólico
de droga y sexo.
Juliana y sus facetas de modelo y presentadora. En cada una de ellas le sonreía la vida. |
Porque el libreto se repite con la terquedad de mulas de estas niñas que aspiran a resolver sus
falencias económicas de la noche a la mañana con estas empresas suicidas de
correos humanos, que siempre terminan en tragedia: en el cementerio o en la
cárcel.
No
más en China hay 140 colombianos condenados por estos delitos:
veinte de ellos pagan cadena perpetua. Cinco tienen asegurada la muerte en una
cámara de gas.
Juliana no
tenía necesidad de ir tan lejos y en tan
riesgosas circunstancias. Una muchacha de clase media, modelo, presentadora,
deportista, con un futuro promisorio para estudiar dos carreras si se lo
hubiera propuesto, y surgir con creces. Hasta que se le metió en la cabeza que quería
ser reina. Y esa fue su perdición.
Pudo más la nefasta enredadera de los sentimientos de un
exnovio que también está en prisión y, según ella en sus declaraciones de
audiencia, la presión intimidante de un calanchín
que le advirtió que si no acudía a llevar los 610 gramos de cocaína camuflados en un computador portátil (que no
era el suyo), le haría daño a lo que ella más quiere en la vida: Nubia Sarrazola, su señora madre, en la actualidad la más afectada, presa
de una preocupante crisis nerviosa que le quitó el apetito y no le permite
conciliar el sueño. “Como si se le hubiera acabado la vida”, dicen sus
familiares en Medellín.
El equivalente a 2.500 euros, unos $7.000.000 en plata
colombiana, que supuestamente iba a invertir la integrante del equipo Divas del fútbol para cubrir los
requisitos de vestuario y preparación del concurso Miss Mundo Antioquia, quedaron reducidos a un fallo condenatorio de
quince años inconmutables de prisión.
Los abogados chinos que respaldaron su caso dicen que a
su protegida le salió facilita por
aceptar cargos, reconocer el delito, colaborar con el proceso y mostrarse
arrepentida. De lo contrario, como es habitual en la ley china, el castigo por
narcotráfico es implacable: cadena perpetua, cuando no la pena capital.
El fútbol, una de las grandes pasiones en la vida de Juliana López. Foto: Instagram |
Los chinos condenan a muerte cuando ellos con sus macro-industrias
de trillonadas de basura plástica y cualquier cantidad de baratijas tóxicas a
base de plomo y mercurio, y sus celulares y tabletas de pésima calidad, tienen
condenado a desaparecer lo poco que queda del planeta.
El llamado Gigante
Asiático es hoy una de las naciones más contaminadas e irrespirables del
orbe. Por míseros salarios y un régimen dictatorial -al fin y al cabo comunismo
en su estado puro- someten a miles de operarios a extenuantes jornadas de
catorce y más horas sin levantar cabeza, que son controladas hasta para ir al
excusado. Y solo quince minutos para consumir alimentos sobre la máquina de
trabajo.
Expreso mi solidaridad y consideración a Juliana López, a sus padres, a sus seres
queridos, a sus compañeras de equipo, con todos los sueños frustrados en los
minutos más amargos de la existencia, que debe ser la requisa humillante y pormenorizada
en la oficina de seguridad de un aeropuerto de un país desconocido, íngrima en
su fatalidad y desconcierto. Con el sentimiento que lo embarga a uno como
padre, esto no se le desea ni al peor de los enemigos.
Siempre me han inspirado desconfianza los chinos, solos o
en manada: los lechigueros, los ojirayados que te encuentras en
cualquier ciudad del mundo con sus arrumes de ropa de cargazón que no resiste un
aguacero, los que ofrecen linimento chino para la impotencia y bolitas
sonajeras para terapias reumáticas; aquellos que queman al por mayor películas porno en bodegas clandestinas; los
chinos de remates y cachivaches; los que están perjudicando a sus anchas con
dinero sospechoso la economía de los antiguos fabricantes y comerciantes de San Victorino.
En cuestión de segundos, en la oficina de seguridad del aeropuerto de un país remoto, se esfumaron sus ilusiones inmediatas. Foto: Instagram |
Hace muchos años, cuando la sala Mogador presentaba dobletes del Viejo
oeste y películas criminales del China
Town de Nueva York con Charles Bronson
y Steve McQueen, salía con los ojos
irritados de las plomaceras de los vaqueros y los asaltantes de banco estilo Carlitos Way, y me iba presto a saciar
la gurbia a un restaurante chino ubicado veinte pasos arriba del teatro. Lo más
barato eran los rollitos de legumbres que alumbraban de grasa. Con un par de
ellos y una Colombiana componía la
merienda.
Siempre había un chino de rostro amarillento y cabello
graso, como un muñeco de cera, aferrado a una antigua registradora. Apenas se
le oían monosílabos chillones cuando cobraba. Nunca contestaba el saludo ni le
conocí una sonrisa. Y siempre permanecía ahí, los días hábiles, los domingos y
fiestas de guardar, los primeros de enero, los viernes santos. Los chinos no
cierran sus negocios ni cuando se les mueren sus madres.
En ese sancochadero
oriental de vísceras, coles y repollos trasnochados, conocí una mesera que
después fue mi novia, y que en los años de urgencia varias veces me solventó
desde el pasaje de la buseta hasta para completar la tarifa de una pensión en
La Candelaria.
Una noche, cuando salíamos de un doblete en el Mogador, la camarera de mis amores explotó
en llanto y me hizo una confesión radical y desoladora: no quería volver donde
el chino Yong, su patrón. Le pedí
una explicación.
No solo la deprimía la mísera paga, sino la desagradable
rutina de recoger de los platos las sobras diarias para que la encargada de
fogones preparara los rollos y las empanadas. No pude resistir el retortijón
fulminante al fondo del tripaje, y pegué carrera a buscar un baño.
No quiero imaginarme la comida que dan en las cárceles chinas y el régimen comunistoide para las internas, y las pesadillas que acontecen desde que alumbra el día, hasta cuando el músculo y las conciencias rendidas obliguen a cerrar los ojos, por lo menos un par de horas, para disipar el infierno.
Juliana aspiraba a la corona de Miss Mundo Antioquia y necesitaba el dinero para cumplir los requisitos de vestuario y preparación. Foto: Instagram |
En el caso de Juliana
López, mejor que a nadie entienda ni se esfuerce por hacerse entender, y
que cuando por fuerza mayor tenga que consumir la dote carcelaria, lo haga siempre
pensando en el calentado de fríjoles
antioqueños con garra y cucayo que le servía al desayuno doña Nubia, su mamá.
Que en esas largas y tediosas noches sazonadas con sal de
lágrimas y alfabetos indescifrables, piense en un país como Colombia del que se sentirá orgullosa,
pese a todos los obstáculos y necesidades, donde así como hay gobernantes
corruptos y sinvergüenzas que asaltan sin piedad el erario, también existe
gente de bien como ella, trabajadora y pujante, porque de un desliz como el que
la privó de su libertad no está exento nadie, menos los jóvenes que quieren
comerse el mundo de una buena vez, casi siempre a costa de descalabros
irreparables.
En mis años de bachillerato era trillada la frase de Jean-Jacques Rousseau en su obra cumbre
El contrato social, que era de
obligada consulta en la asignatura de historia: El hombre nace libre, pero la sociedad lo corrompe. Y eran tiempos
de emperifolladas pelucas que decoraban ilustres testas de la Francia monárquica, cuando Rousseau, con pluma de ganso y tinta china, escribió su tratado.
Hoy, a la manzana pútrida de la aldea global que predijo McLuhan, no le cabe un gusano más.
(Recién pongo punto final y me entero por el portal Confidencial Colombia que cuarenta y
tres kilos de cocaína fueron incautados en el aeropuerto El Dorado, de Bogotá.
Enciendo el televisor para ver Los
Informantes y el primer capítulo es con Sebastián Marroquín Santos, el hijo del extinto narcotraficante Pablo Escobar, que hoy dicta
conferencias de lo que no se debe hacer en la vida. A ver si aprendemos completa la lección).
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